Me envían por whatsapp un chiste de The New Yorker en el que se ve a un grupo de funcionarios en un pasillo mientras se proyecta al fondo la sombra de Donald Trump. Uno de ellos les dice a los demás: “Viene hacia aquí. Poned cara de lealtad”. Intuyo que no será el último chascarrillo a costa del más reciente desastre gubernamental norteamericano, que consiste en que una pandilla de conspiradores que se niega a identificarse está trabajando en la sombra para hacerle la pascua al presidente de la nación, un botarate que nunca debería haber llegado a la Casa Blanca.
La cosa empezó, como ya sabemos, con un artículo en The New York Times, en el que un anónimo portavoz de la Resistance antiTrump informaba a los lectores de que un grupito de personas supuestamente leales al presidente se dedica, en realidad, a intentar minimizar los daños que se derivan de la peculiar manera de entender la política que tiene el hombre de color naranja (su tono es más suave que el del modista Valentino, pero también tira a zanahoria). Como no sé quién es el autor del texto, le llamaré Kowalski, en homenaje al encargado del control de daños en el submarino Seaview, de la serie de mi infancia Viaje al fondo del mar, protagonizada por Richard Basehart (sí, el mismo que rodó con Berlanga Los jueves, milagro). Kowalski viene a decirnos que la situación es desastrosa, pero que, a falta de impeachment, los miembros de la Resistance hacen lo que pueden para que el caos y el desastre generalizados no lleguen a mayores.
A tal fin, como ya se ha publicado, se dedican, por ejemplo, a sustraer del despacho oval papeles que Trump tiene que firmar y que suelen equivaler a pegarse un tiro en el pie. Curiosamente, Trump ni se había dado cuenta de que le soplaban los documentos, lo cual equivale a decir que tiene una memoria de pez y que lo que un día le parece fundamental, al siguiente ya ni lo recuerda. A este paso, la próxima maniobra de la Resistance consistirá en sembrar la Casa Blanca de pieles de plátano hasta conseguir que el jefe resbale con una de ellas y se parta la crisma. No contentos los estadounidenses con tener un presidente que es un indocumentado que no sabe nada de economía ni de política internacional, ahora tienen que pechar con una pandilla de conspiradores que se dedica a sustraerle los documentos y, supongo, a darle la hora equivocada cuando se interesa por saber cuánto falta para cenar, a ver si lo matan de hambre.
Trump, por su parte, ya ha puesto al fiscal general a identificar al autor del artículo del Times, y la lista de sospechosos se reduce a doce individuos no señalados con nombres y apellidos. En paralelo, todos los que pintan algo en el entorno del presidente ya han corrido a decir que ellos no han sido: las caras de yo-no-fui, como diría Rubén Blades, proliferan por la Casa Blanca, como insinúa el chiste del The New Yorker.
La presidencia de Trump es una desgracia internacional. El país más poderoso de Occidente está dirigido por un tipo que se dedica a tuitear cada mañana en el retrete oval mientras les da un respiro a sus entrañas tras la ingesta de hamburguesas con queso y Coca Cola. Nadie sabe qué hace el resto del día, y la mayoría de la humanidad prefiere que no haga nada, como nuestro Mariano Rajoy, que era insuperable en su galbana. Ante semejante situación de clear and present danger, como diría Jack Ryan o algún otro agente de la CIA, el partido republicano debería hacer algo más que esperar pacientemente a que a Trump se lo lleven por delante sus examantes, sus relaciones peligrosas con Rusia o las furcias ucranianas que le proporcionaban sus lluvias doradas. Yo propongo un examen psiquiátrico que demuestre que está como una regadera o, por lo menos, que su carácter impredecible y errático lo incapacita para el cargo. No podemos dejarlo todo en manos de Kowalski y su pandilla de voluntariosos sustractores de documentos, digo yo. Oponerse a un presidente de risa con una resistencia de risa no me parece que lleve a ninguna parte.