Los rostros en política son como las estatuas: se esculpen. Los próceres tienden a buscar a algún artista que los idealice para una eternidad que, inevitablemente, será pasajera, pero la máscara que dibuja la verdadera faz de los políticos no son sus aspiraciones (mayúsculas) ni sus palabras, sino sus hechos. Desde que se filtró la noticia de que María Jesús Montero iba a ser la ministra de Hacienda (sin Economía) del Gobierno socialista hubo algunas almas cándidas que interpretaron su designación como un gesto del presidente hacia Susana Díaz, la Reina de la Marisma. Nada más lejos de la verdad: Su Peronísima no sólo no propuso este nombramiento, sino que se enteró más tarde que la propia Montero, que al recibir la llamada de Sánchez, el hombre de la mochila al que el destino ha colocado en la Moncloa, preguntó si contaba con la venia de la Querida Presidencia.
Montero no es ni sanchista ni susánida. Es de quien toque ser. Con esta actitud le ha ido bien. Su carrera política, que es la única que tiene, porque sus años como médico se circunscriben al ámbito de la gestión más que a la práctica, se ha desarrollado siempre en los puestos intermedios de la Junta de Andalucía. Políticos para lo bueno, técnicos para lo malo. Criada en Triana, el barrio separatista de Sevilla, y vecina de la Alameda de Hércules, donde posee una casa unifamiliar, Montero lleva una década y media sentándose en el Gobierno andaluz, donde entró gracias a Chaves, la mantuvo Griñán y hasta ahora ha convivido con Díaz, que la cambió desde Salud a Hacienda no tanto porque confiase en su dominio de la materia --la desconocía por completo-- sino porque quería que fuera quien se encargase de aplicar la política de recortes a la que los socialistas andaluces estaban abocados para no tener que tocar su red clientelar, de la que dependen todos los equilibrios orgánicos entre las distintas famiglias del peronismo rociero.
La ministra cumplió la misión: la sanidad andaluza, que es la que menos invierte por habitante de España, se ha hundido desde 2008. Faltan recursos, las listas de espera se han multiplicado y la calidad de la asistencia se ha degradado. El deterioro en los servicios de salud ha provocado además el nacimiento del primer movimiento ciudadano crítico con el Gobierno andaluz desde los albores de la autonomía: sucesivas mareas han salido a la calle en contra de la política de Díaz, que mientras elogia el servicio publico de salud cierra ambulatorios y quirófanos y convierte las urgencias hospitalarias en el infierno del Dante. Ésta es la verdadera herencia que Montero deja en Andalucía, con independencia de su etapa como consejera de Hacienda, que se ha caracterizado más por medidas electoralistas --reducir la jornada de los funcionarios a través de cursos de meditación o devolverles pagas extras sin ampliar los servicios públicos-- que por una verdadera optimización de los recursos.
Su buena prensa no es espontánea: es la cosecha del gasto en propaganda constante que, desde su etapa como directiva política en los hospitales sevillanos, y después como viceconsejera, ha hecho siempre con cargo a los presupuestos, pero en su beneficio político. Montero presumía de invertir en investigación biomédica mientras su departamento podía tardar décadas en construir ambulatorios de barrio o las listas de espera se incrementaban. La trascendencia de la publicidad institucional para anular las críticas en los medios la aprendió en sus tempranos inicios políticos, cuando estudiaba Medicina. Hija de docentes, formó parte del órgano de representación del alumnado de la Universidad Hispalense (Cadus) del que en los años 80 salieron muchos políticos andaluces.
En estos años de formación tienen tanta importancia los grupos de católicos de base de la época como la influencia directa de los comunistas, entre ellos su marido, Rafael Ibáñez Reche, abogado del sindicato Comisiones Obreras e histórico cargo de confianza --el último puesto autonómico lo tuvo en el primer gobierno de coalición entre Susana Díaz e IU-- del PCE, a cuya sombra sigue ahora en el Ayuntamiento de Córdoba. La gestión de Montero al frente de la Hacienda andaluza ha tenido consecuencias directas sobre los contribuyentes del Sur de España, donde la presión fiscal, en relación a la renta disponible, es más que notable. La actual ministra mantuvo el impuesto de sucesiones contra viento y marea hasta hace unos meses, cuando Cs, que sostiene al PSOE en la Junta, exigió una bonificación temporal como condición sine qua non para aprobar el presupuesto.
Que Andalucía haya cumplido los objetivos oficiales de déficit, el éxito con el que los sanchistas presentan a Montero, tiene un reverso tenebroso. Entre recortar la administración paralela y la red clientelar del PSOE andaluz, donde abrevan generaciones enteras de militantes y cargos públicos, o erosionar los servicios públicos esenciales, Montero ha hecho --bien es verdad que por orden superior-- lo segundo. En la década larga que ha estado en el Gobierno andaluz, casi coincidente con el periodo en el que se produjeron los hechos del escándalo de los ERE, aprendió perfectamente cómo funcionaba el poder socialista en Andalucía.
La financiación autonómica, el frente más inmediato que tendrá en el ministerio, no es muy distinto a esta misma lógica de dominio, aunque sea un ámbito político más complejo. Las autonomías necesitan, según sus cálculos 14.000 millones de euros más. Desde la Junta ha defendido ceder a las autonomías el 75% --en lugar del 50% actual-- del IRPF y el IVA, lo que implicaría un recorte extra en la Hacienda estatal. Lo que haga desde Madrid aún es un misterio. Cuenta con un año de margen --el que otorga el presupuesto del PP-- para negociar una solución con los gobiernos regionales. El problema es que si se destina más dinero del Estado para la capellanías territoriales la única salida para cubrir este agujero es una subida de impuestos a empresas y ciudadanos. Por supuesto, después de las elecciones. Tener a Montero como ministra de Hacienda equivale a ir preparando las carteras.