Cataluña, juego de naipes
¿Ha jugado usted en alguna ocasión a algún juego de cartas, bien sea el mus, el póquer o cualquier otro? ¿Y al ajedrez? ¿Practica algún deporte de competición? Si ha hecho o hace cualquiera de esas cosas, sabrá perfectamente que los juegos tienen reglas estrictas, y que en muchas ocasiones se añaden otras al comenzar una partida. Intentaré ser más gráfico: una doble pareja, aunque ésta sea de ases y reyes, es inferior a un trío de ochos, o a un full; y sabrá, también, que los álfiles, en el tablero, avanzan en diagonal y no en ele como los caballos, o que en deporte un saltador de altura no puede colocarse muelles en la suela del calzado... ¿Correcto? Sigamos. En lo referido a las reglas adicionales añadidas y consensuadas por los jugadores, baste decir que en muchos juegos de naipes se suelen pactar --no siempre, pero sí con frecuencia--, asuntos referidos a la apuesta máxima por jugada, prohibición de abandonar la partida antes de una hora determinada, etcétera. Y hecho eso, aquí paz (orden y buena entente), y luego gloria (suerte individual y prosperidad).
¿Cómo reaccionarían los jugadores si alguien en la mesa, a mitad de partida, decidiera cambiar las reglas de modo arbitrario?
¿Cómo reaccionarían los jugadores si alguien en la mesa, a mitad de partida, decidiera cambiar las reglas de modo arbitrario; si --y pongamos un ejemplo caricaturesco-- de forma unilateral impusiera que los peones adelantasen dos cuadros en cada movimiento, y en cualquier dirección; o se empeñara en que una pareja de ochos es más valiosa que una de reinas; u obligara a jugar con comodines el resto de la noche cuando se habían descartado de entrada; o defendiera, en resumen, que los atletas son libres de consumir sustancias ilegales por un tubo para mejorar su rendimiento en la pista?
Evidentemente nadie aceptaría cosas así, porque esa imposición unilateral y fraudulenta es intolerable y, por ende, supone un despropósito absoluto, un absurdo que roza la más sublime majadería. Porque sin esas reglas que articulan la 'partida' --léase marco de convivencia--, sería imposible que nos relacionaramos unos con otros sin acabar a garrotazos goyescos, o aún peor, a cuchilladas.
Lo dicho hasta aquí es una verdad obvia y vieja como el mundo. La sopa de ajo. Desde el Código de Hammurabi (1.728 a.c.), grabado en diorita, o las primeras leyes cuneiformes, hasta los principos democráticos atenienses de Solón --legislador que puso fin a la vendetta mafiosa preconizada por las leyes de Dracón, o draconianas--, la Lex Romana, o las declaraciones de la Ilustración, nos regimos por un corpus organizativo que articula lo social, administrativo, jurídico y legislativo; corpus que conforma, delimita y bendice los parámetros, normas y medidas del tablero de juego de la convivencia.
Otro ejemplo de perogrullo. Sin el metro --la barra arquetipo de platino iridio-- o el kilogramo, patrones mundiales conservados en la Oficina de Pesas y Medidas de Sèvres (París), aclararnos sería un caos de mucho cuidado. La informática, la lógica, la distancia y el comercio se irían al cuerno en un santiamén. Y lo mismo con el Reloj Atómico y la convención del tiempo.
El mundo y sus cosas son connivencia, descripción compartida, acuerdo tácito o escrito y constituciones
El mundo y sus cosas son, por tanto, connivencia, descripción compartida, acuerdo tácito o escrito y constituciones.
Fuera de ese entorno que rige la actividad humana hace frío. Y se despliega a la vista un páramo desolado en que sólo el caos, la anarquía, la ley del más fuerte, y la arbitrariedad más absoluta, rigen. Un sálvese quien pueda. Darwinismo a lo Mad Max. Adiós civilización, que diría Arnold J. Toynbee.
El independentismo catalán, fruto de la labor de zapa silente y taimada del nacionalismo identitario, se alimenta de mitos, mentiras o medias verdades, y agravios, y de una visión antropocéntrica del mundo, que implica falsear la historia y la realidad con el único fin de arengar a una masa desorientada y dúctil (como todas las masas), derrotada y esquilmada (crisis económica) y con acuciante necesidad de autoestima (victimismo psicológico). Ese independentismo --que sólo es transversal en su sintomatología pero no en su origen-- lleva cuatro años amenazando con romper la baraja, con dinamitar el tablero de juego, la convivencia, el pacto, la regla democrática. Y a tal fin se reviste de términos y conceptos rimbombantes que suenan a música celestial en los oídos del prosélito: voluntad del pueblo, derecho a decidir, radicalidad democrática...
Una vez más, falacias.
Todos sabemos que son sólo unos pocos los que han alimentado el descontento de los catalanes a base de dogma, gasolina y cerillas: un deleznable estamento político en plena huida y dejación de responsabilidad (Govern dels millors) y una oligarquía mafiosa de sesenta y cuatro apellidos catalanes --hijos bastardos de Wifredo el Velloso--, arropados por una guardia pretoriana conformada por innumerables adláteres, corifeos, advenedizos y arribistas, dispuestos a medrar, o como mínimo a arrimar el ascua a su sardina. Que nadie lo olvide: "El procés" es modus vivendi, negocio y status para muchos diletantes en esta atribulada tierra, en la que no "existe fractura social" y se sueña con "helado de postre" a diario; un país festivo, alegre e inclusivo, poblado por charnegos y rufianes agradecidos, un país lleno de "estelades al vent i calerons a les mans...".
Pero las carrozas, a medianoche, humildes calabazas son. Y todas las farsas terminan como las óperas bufas...
Todo eso lo saben Mas, Junqueras, Romeva, Tardà, Forcadell y Puigdemont. Ninguno de ellos se atreverá a salir al balcón de la Generalitat y proclamar la República catalana
Con un Mas en la reserva, refundando o refundiendo a CDC; un Junqueras sacando humo por las orejas, devanándose los sesos sobre cómo abonar una paga extra que caerá cual maná del FLA; con cientos de empresas huyendo en un interminable goteo; con un bono calificado de pura cochambre, y un Puigdemont manteniendo la silla caliente y guardando ausencias y esencias, ya nadie en su sano juicio puede creer que la independencia, el nuevo Estado catalán, será parido sin dolor, sin epidural, y de forma natural, durante el verano de 2017, como acaba de declarar nuestro president. Ni en 2017 ni en 2027...
Volvamos a lo de las reglas del juego. No habrá independencia. Ningún jugador internacional la reconocerá jamás. Lo han dicho hasta la saciedad, por activa y pasiva, en Bruselas y en la ONU. No somos una colonia, ni nos sojuzgan, asesinan, violan o pisotean. Más bien al contrario: el nacionalismo ha conculcado derechos básicos y universales a una parte importantísima de la población de Cataluña, y si alguien debe prudentemente callar y nadar guardando la ropa, esos son los anti nacionalistas. Ningún gobierno mostrará conmiseración ante un golpe de Estado que haría tambalearse a la cuarta economía de Europa, poniendo en peligro negocios, capitales, inversión, estabilidad y convivencia. Golpe que, por añadidura, legitimaría la intervención sin contemplaciones del Gobierno de España.
Todo eso lo sabe Mas, y lo saben Junqueras, Romeva, Tardà, Forcadell y Puigdemont. Ninguno de ellos --ni cogidos de la mano y al alimón--, se atreverá a salir al balcón de la Generalitat y proclamar la República catalana. Ni siquiera las Veguerías Reunidas Geyper. Porque con el rifirrafe, la escaramuza, la zalagarda, la alharaca identitaria y la vocinglera estridente se vive más y mejor, sin hacer prácticamente nada.
Indiferentes al descomunal destrozo emocional y social que han causado, estos dementes matan las horas jugando al póquer, de farol en farol, preocupados únicamente por alargar la mano al máximo; conscientes de que al final, si la apuesta es vista e igualada por los oponentes, las cartas quedarán a la vista, boca arriba sobre la mesa, y su fin será inexorable.