Allá van Reyes, do quieren leyes…
Una crónica histórica, escrita al modo del reportaje periodístico, de los reinados de Carlos IV, Fernando VII y de la regencia de María Cristina hasta que Espartero, por la renuncia y el exilio de María Cristina, es nombrado Regente para asegurarse su madre de que Isabel II llegue a reinar algún día, me ha provocado una reflexión sobre lo que la monarquía española ha cambiado de entonces acá. Comencé a leer el libro con el malentendido de creerlo una novela histórica, porque el título, Las lobas de El Escorial, así parecía dar a entenderlo, y porque el autor francés, Michel del Castillo, hijo de padre francés y madre española, es un novelista, aunque sea su autobiografía novelada: Mi hermano el idiota, la que me ha parecido siempre una obra de obligada lectura para entender emocional e históricamente la represión de la posguerra franquista, así como la gestación de su singular vocación literaria.
El retrato de los borbones lo traza Del Castillo a partir de la impresión que le causaron a María Antonieta de Nápoles
El libro está escrito para el público francés, como se deduce de las explicaciones sobre los modos de vivir, la peripecia de Goya, la aclaración de ciertas expresiones, la costumbre de las corridas de toros y otros pormenores de la vida española de entonces, perfectamente documentada; pero es esa mirada hasta cierto punto externa de Del Castillo y su afán didáctico lo que hacen de su reportaje una lectura muy provechosa para el público lector español, porque las raíces españolas de Del Castillo son un aval de su ecuanimidad y de la comunidad espiritual que comparte con nuestro país.
Pensar que, en términos históricos, nuestra monarquía apenas ha evolucionado hasta la muerte de Franco, regente “por la gracia de Dios” de un rey que habría de “continuar su obra", es algo que, al leer el libro de Del Castillo le mete el espanto en el cuerpo a cualquiera. De hecho, los escándalos de las postrimerías del reinado de Juan Carlos I, con la pueril confesión del delito cometido incluida, asemeja su figura a aquellos borbones descritos por Del Castillo con tanta crueldad como a la que se hicieran acreedores, del mismo modo que con mayor irreverencia fueron pintados por los hermanos Bécquer en su álbum ilustrado Los Borbones en pelota. El único que se salva de la quema, y porque el libro arranca con su muerte, es Carlos III, quien ha tenido la fortuna de pasar a la Historia como un rey ilustrado, amigo del progreso y de las luces, y bajo cuyo reinado incluso se expulsó a los jesuitas “de todos los dominios de la corona”. Nada que ver, por lo tanto con las dos nulidades que le sucedieron: Carlos IV y su hijo Fernando VII, a cuya hija, Isabel II, le iba a poner muy difícil acceder al trono su tío Carlos, quien acabo recurriendo incluso al enfrentamiento armado en una dura guerra civil sucesoria.
El retrato de los borbones lo traza Del Castillo a partir de la impresión que le causaron a María Antonieta de Nápoles cuando llegó a España como mujer del futuro Fernando VII: Tal vez había abrigado la esperanza de encontrarse con que eran menos tontos de lo que se pretendía; pero la realidad sobrepasa sus temores: no solamente carecen de un espíritu cultivado, sino que incluso son unos retrasados mentales. De hecho, choca mucho en la corte, donde nadie ha experimentado nunca la necesidad de leer, que la futura reina sea empedernida lectora.
En la medida en que la aventura real de Carlos IV se ve mezclada con los designios napoleónicos para España, resulta sorprendente que la familia real sea capaz de sobrevivir a la invasión francesa y más aún que tras ser proclamado rey Fernando VII, artífice exclusivo de la conocida como “década ominosa” de la Historia de España (1823-1833), éste acabe recibiendo el apodo de “El deseado”. Para entender ese disparate, Michel del Castillo nos ofrece un retrato de lo que fue el levantamiento liberal del 20, cuando se inicia el “trienio liberal” para obligar al rey a acatar la Constitución liberal de 1812, algo que acabará haciendo con la frase ya histórica de Marchemos francamente, y yo el primero, por la senda constitucional. El paralelismo, atrevido, entre la Revolución Francesa y la Revolución Liberal pone el acento, sin embargo, en algo que volvemos a ver en estos tiempos de nuevos municipios, el enorme poder de atracción de la retórica hueca de la revancha y el resentimiento: "1820 viene a ser el 1789 francés. El mismo delirio, la misma fiebre y la misma demagogia. Los sans-culottes se han convertido en los descamisados de Riego, turba compuesta por parados, desertores y oportunistas, que notando que el viento cambia de dirección, se apresuran a adherirse al nuevo movimiento. (…) Ya no hay ninguna autoridad legal. El poder efectivo pertenece a los amotinados. En esas condiciones, ¿cómo poder estar seguro de nadie? (…) Los revolucionarios pasean en triunfo el texto de la Constitución obligando a los transeúntes a arrodillarse ante él. Se baila en las esquinas de las calles; se canga el himno de Riego; se animan mutuamente a terminar con el despotismo. Mientras tanto, se hacen circular consignas que dejan ver que la Revolución se organiza. (…) Por otro lado, esta Revolución no es más que una segunda edición de la de 1789. La misma verborrea, igual estilo declamatorio y ampuloso. Nada falta en ella, ni siquiera los renegados como el duque del Parque, que amenaza con el puño en dirección al palacio, en medio de las aclamaciones del populacho. Más tarde pretenderá que tan solo se trataba de una “imagen retórica”.
Para atajar aquel alzamiento desordenado contra las injusticias seculares, las monarquías europeas financiaron la entrada de los famosos Cien mil hijos de San Luis que no hallaron oposición por parte del gobierno liberal, al que acorralaron hacia el sur, a Sevilla, primero, y luego hasta Cádiz: Los franceses han entrado en Madrid, aclamados por aquellos mismos que gritaban ¡Viva Riego! unas semanas antes. El populacho se ha abalanzado sobre las casas de los liberales y les ha prendido fuego, después de saquearlas. Ha tirado abajo las estatuas erigidas a la Constitución y a la Libertad, para levantar en su lugar otras que representan al Deseado. En algunas iglesias los fieles rezan ante una imagen de Fernando VII. (…) Las primeras medidas adoptadas dejan traslucir lo que será el porvenir: es suprimida la libertad de prensa, se prohíben los periódicos, se cierran las universidades; todos los diputados que votaron por el traslado del rey a Sevilla son condenados a muerte; los francmasones deberán ser ahorcados en el plazo de tres días por simple denuncia; los bienes de todos los diputados y os de sus simpatizantes son confiscados.
Es en aquel contexto es donde ha de entenderse, no solo el espeluznante grito de “¡Vivan las cadenas!” con que se aclamó al Deseado, sino la insoportable afirmación de los universitarios de Cervera: “¡Lejos de nosotros la peligrosa novedad de discurrir!" [Reconvertida, como otros casos de deturpación debida a la transmisión en lejos de nosotros la funesta manía de pensar], que permite comprobar el empecinamiento con que se ha luchado en España contra la razón, contra las luces, de lo que dan fe las primeras disposiciones de Fernando VII para restablecer el poder absoluto: Las primeras medidas adoptadas dejan traslucir lo que será el porvenir: es suprimida la libertad de prensa, se prohíben los periódicos, se cierran las universidades; todos los diputados que votaron por el traslado del rey a Sevilla son condenados a muerte; los francmasones deberán ser ahorcados en el plazo de tres días por simple denuncia; los bienes de todos los diputados y los de sus simpatizantes son confiscados.
Las paradojas de la Historia son de tal naturaleza que la hija de ese “ominoso” monarca, Isabel II, cuyo trono defendió María Cristina hasta percatarse de que solo los liberales asegurarían que llegaría a gobernar, logró su objetivo dinástico, protegida por un general, Espartero, que encarnó para el proletariado barcelonés, el ideal de la justicia social, si bien para ello el país habría de pasar por la guerra civil carlista: una verdadera antología del horror, como cualquiera que haya leído las “hazañas” del Tigre del Maestrazgo conoce perfectamente.
El corolario, sin embargo, es la afortunadamente anómala contemplación de la figura de Felipe VI al frente de la institución monárquica
Es llamativa la reproducción de un diálogo entre la Regente, María Cristina y los sargentos sublevados en La Granja para pedir la restauración de la Pepa. Quieren obligarla a firmar el decreto de restauración, y en eso, se dicen:
̶ Señora, yo no creo que realmente gocemos de libertad.
̶ ¿De verdad? ¿Acaso sabes tú lo que es la libertad? La libertad, hijo mío, es obedecer las leyes que están en vigor, libertad es respetar a la autoridad legalmente constituida.
Al final es la Regente quien convence a los sargentos de que la restauración de la Constitución de 1812 lo único que haría sería legitimar las aspiraciones de Don Carlos, dado que su artículo 108 contemplaba la ley sálica, que impedía el acceso de la mujer al trono en favor de la línea masculina sucesoria. [De hecho, en España lo que aún sigue vigente es una variante de la ley sálica, conocida como “ley agnaticia”, que prima al varón, aun menor en edad, por encima de sus hermanas].
Hay un paralelismo muy curioso entre la acción “civilizadora” de la dinastía, emprendida por una reina extranjera, María Antonieta, y el destacado papel cultural que ha asumido en el largo reinado de Juan Carlos I la reina Sofía. Como si aquella molicie de los borbones, su gusto por la buena mesa y placeres simples: la mesa, el sexo, la caza, fuera una herencia demasiado feraz como para ser superada, casi doscientos años después…
El corolario, sin embargo, de este apretado resumen de un libro que merece los honores de la reedición (la primera edición es de 1965 y no me consta que haya sido reditado) es la afortunadamente anómala contemplación de la figura de Felipe VI al frente de la institución monárquica –si juzgamos por los antecedentes de los que hemos dado noticia– en unos momentos en que parecía que la presión mediática abogaba por un referéndum para rehacer por vía de hecho la Constitución del 78 e instaurar la Tercera República. De aquel ruido republicano, tan intenso en los días de la abdicación, no parece quedar casi nada, al cabo de un año de impecable ejercicio de la jefatura del Estado por parte de Don Felipe. Y aun me atrevería a decir, desde mi republicanismo sentimental, que muy difícil sería que perdiera un referéndum ratificatorio, máxime cuando estamos viendo, con los pactos para formar gobiernos locales, lo que significa, en términos de sectarismo y fanatismo, la vida política española. Un rey por encima de las miserias y grandezas partidarias es un seguro de estabilidad para este extraño e innovador país donde se ha alumbrado la primera monarquía federal del mundo.