Victoria Camps Barcelona
Victoria Camps: "Idear un mundo perfecto es imposible y puede ser muy peligroso"
La pensadora aborda en un ensayo la desaparición del concepto de bien común y reflexiona sobre el efecto que la pérdida de confianza en el mundo que nos rodea tiene en la conducta moral de los individuos desde el punto de vista ético
Catedrática emérita de Filosofía moral y política de la Universidad Autónoma de Barcelona, Victoria Camps es una de nuestras grandes intelectuales. Autora de ensayos tan destacables como Breve historia de la ética, Elogio de la duda o El gobierno de las emociones (Premio Nacional de Ensayo), acaba de publicar La sociedad de la desconfianza (Arpa). En este nuevo título reflexiona sobre las consecuencias éticas y morales de la pérdida de la confianza en todo aquello que nos rodea y observa nuestra sociedad como un espacio en el que se ha perdido la idea de lo común; ya no hay comunidad, sino individuos aislados y ensimismados. Pervertido el concepto de libertad, pensada solo desde los deseos individuales, nuestro tiempo resulta paradójico: por un lado, se exalta al yo y, por otro, se percibe una incapacidad de pensar críticamente y al margen de las tendencias.
En 2016 publicaba Elogio de la duda. Ahora, nueve años después, publica La sociedad de la desconfianza. La duda y la desconfianza son dos conceptos distintos, ¿tienen algún punto en común?
Sí, son dos palabras que no significan lo mismo, pero que están relacionadas. Una persona que duda es una persona que tiende a hacerse preguntas y, por lo tanto, es una persona que tiende a sospechar de una institución, de otra persona o del sistema. Esto es lo que yo planteo en este libro. Vivimos en un mundo en el que cada vez tenemos menos seguridades porque sentimos que muchas de nuestras expectativas no se cumplen: las expectativas que teníamos hacia las instituciones, hacia el sistema político y hacia la democracia se han venido abajo. Y, si bien es cierto que no me atrevería a firmar un elogio de la desconfianza, también creo que, de por sí, la desconfianza no es necesariamente mala.
Victoria Camps Barcelona
Está bien no confiar en todo, porque hacerlo absolutamente significa no pensar. Sin embargo, no podemos vivir sin confiar en los demás porque sin confianza no hay esperanza. Para mí, confianza y esperanza son dos conceptos que van de la mano: sin confianza no hay esperanza y sin esperanza no hay vida. Por eso es imprescindible recuperar la confianza si queremos seguir viviendo individual y colectivamente.
¿La desconfianza provoca miedo?
Más que miedo, diría que provoca inseguridad, incertidumbre e, incluso, rechazo. Lo que yo planteo es que el mayor problema ético que tenemos actualmente es el de la pérdida de confianza, porque sin confianza es muy difícil construir unos valores comunes y actuar de acuerdo con estos valores. De ahí que relacione la falta de confianza con una definición muy egoísta de la libertad, una definición de libertad circunscrita al yo que es la antítesis de esa vida en común que deberíamos construir.
En Virtudes públicas afirmaba que ser libre es ser responsable.
Ser libre no es hacer siempre lo que uno desea, no es satisfacer nuestros deseos o lo que me conviene a mí. Nos enfrentamos con el problema del individuo que se deja llevar por la masa, por el consumo, por lo políticamente correcto… Toda una serie de sinergias que niegan aquello que decía Kant: atrévete a pensar por ti mismo. Cuesta tener un pensamiento propio. Nos enfrentamos a una libertad egoísta e individualista que no piensa en el otro, que no tiene en cuenta que vivimos en una sociedad. Y para vivir en sociedad es necesario construir y respetar una serie de deberes cívicos que, en ocasiones, ponen freno o límites a la posibilidad de hacer lo que a uno le apetezca.
Victoria Camps Barcelona
¿Se ha perdido la idea del bien común?
En gran medida sí, pero, al mismo tiempo, hay una nostalgia de comunidad, una nostalgia que es consecuencia de esta desconfianza que nos invade. Desconfianza y nostalgia se dan la mano, de ahí que se hagan fuertes las relaciones familiares o de amistad, es decir, los núcleos pequeños de relación. Sin embargo, es fuera de estos núcleos donde aparece la desconfianza, la sospecha, la duda. De todas maneras, las comunidades también tienen sus complejidades. En el ensayo realizo una crítica a esa obsesión que tenemos por las identidades que nos conduce a crear comunidades tribales y encerradas en sí mismas. Este tipo de comunidades no contribuyen en absoluto a crear algo común. Porque, por definición, lo común debe ser más amplio que una comunidad basada en la identidad. Lo que sucede es que existe una nostalgia de comunidad que lleva a pensar en la posibilidad de unirse en función de expectativas, quejas o críticas que uno por sí solo se ve incapaz de llevar a cabo.
Antes hablaba de la amistad, un concepto que se está repensando, incluso en términos políticos, como también se está repensando el amor.
Porque se percibe la necesidad de recuperar y salvar estas relaciones más personales, puesto que, muchas veces, lo que produce desconfianza en las personas es precisamente la pérdida de estas relaciones. Vivimos en una sociedad de la comunicación y puede parecer que la digitalización propicia una comunicación más fluida, pero no es así. Sucede todo lo contrario: con las comunicaciones telemáticas se pierden las relaciones personales; estas se vuelven más complicadas desde el momento en que nos relacionamos a través de máquinas y no en persona. Y esta complicación de las relaciones produce desconfianza.
'La sociedad de la desconfianza' Barcelona
¿Hemos olvidado todo lo que aprendimos del aislamiento forzado durante el Covid?
Con el Covid todos fuimos bastante conscientes de la interdependencia entre nosotros, una interdependencia que cuestiona este individualismo imperante según el cual yo me basto a mí misma. No es así: a lo largo de la vida voy a tener en más de una ocasión necesidad del otro. Por esto también tengo un deber hacia lo que ese otro y hacia aquello que yo puedo aportar para que la sociedad mejore. Hemos avanzado muy poco en esta concienciación de la relevancia de la interdependencia. Cuando se perdió el miedo del virus despareció la conciencia de fragilidad y la conciencia de la necesidad del otro y volvió a aparecer esa idea falsa de que uno se basta a sí mismo y que no es necesario pensar en los demás.
Se ha llegado a tal punto de desconfianza que en los colegios piden por favor a los padres que confíen en las maestras de sus hijos. Es como pedirle a un enfermo que confíe en su doctora.
En este país conseguimos construir un sistema de atención a los derechos básicos -sanidad, educación- bastante sólido. Nuestro sistema sanitario es bueno y la educación… Bueno, hay que decir que, en poco tiempo, puesto que veníamos de una dictadura e íbamos con mucho retraso con respecto a otros países, se consiguió mucho. Ahora tenemos una educación universal y hasta los 16 años los niños están obligatoriamente escolarizados. Tras estos avances ahora se percibe un estancamiento que va más allá de la cuestión educativa y tiene que ver con la sociedad en su totalidad. Es evidente que hay necesidades nuevas, muchas de ellas vinculadas a que la esperanza de vida se ha alargado y, por tanto, se trata de necesidades vinculadas al envejecimiento y a la dependencia. Hemos improvisado residencias y sistemas de cuidados, pero muy a salto de mata, sobre la marcha, sin pensar y sin estructurar todas estas necesidades ni tampoco a los agentes necesarios para resolverlas.
Victoria Camps Barcelona
Todo esto, lleva a una pérdida de confianza en el sistema. Por tanto, tú puedes confiar en el colegio de tus hijos, pero el exceso de leyes educativas, los constantes cambios, el estrés de los maestros… Todo esto provoca desconfianza. He de decir que ya hace años, cuando mis hijos iban a la escuela, noté una cierta hostilidad entre padres y colegio. Te hablo de hace muchos años -mi hijo mayor tiene ya 55 años- y te hablo de la escuela pública, que es donde estudiaron mis hijos. Esta hostilidad se ha agudizado en el sentido de que los padres, entre los chats y las redes sociales, dialogan y critican, se meten en cuestiones ante las que deberían permanecer ajenos. Cada uno debería saber cuáles son sus obligaciones, qué lugar ocupa y en qué medida puede cooperar.
En los colegios privados existe una lógica en virtud de la cual los padres e, incluso, los alumnos piesan que si ellos pagan son ellos quienes deciden.
La gratuidad tiene esa contrapartida. Uno piensa que, como no se paga, no se puede exigir y si se paga se exige lo que se desea, aunque no tenga sentido esa exigencia.
Usted dedica un capítulo a la educación y, a través de una cita de Albert Camus, reivindica la autoridad del maestro.
Esta cuestión conlleva muchos interrogantes. Por ejemplo, ¿es positivo el hecho de quitarle la mesa al maestro en el aula para igualar al maestro y al niño? En muchos colegios se ha quitado la mesa. ¿Es esto lo correcto? Hannah Arendt tiene un interesante libro titulado La crisis de la educación en el que insiste mucho en el tema de la autoridad. Señala que inevitablemente hay una asimetría entre el que educa y el que tiene que ser educado, una diferencia que no debe ser anulada, sino conservada. No hay que perpetuar esa idea roussoniana que nos dice que que el niño es bueno por naturaleza y lo que hay que hacer es sacarle la bondad que lleva adentro. El niño no tiene la bondad dentro. Lo que tiene son potencialidades que hay que descubrir y procurar dirigir. Y ese trabajo lo hace quien tiene el conocimiento para hacerlo: el maestro. Para lograrlo tiene que hacer valer esos conocimientos y creer en ellos. Esto es, en mi opinión, lo que se echa de menos en la educación de hoy; es decir, se echa de menos esa formación integral de la persona.
Victoria Camps y Anna María Iglesia Barcelona
¿La educación debe ser algo más que inculcar una serie de saberes.
Por supuesto. Durante muchas décadas la educación ha estado en manos de doctrinas religiosas. Ha sido importante superar el adoctrinamiento religioso, lo que pasa es que nos hemos pasado a la neutralidad. Hemos asumido que en un sistema laico no se impone ningún valor y ninguna jerarquía. Sin embargo, si queremos construir un mundo común, tenemos que enseñar a tomar decisiones para el bien común. Y para ello, para educar en lo común, es indispensable poner normas, que además son esenciales dentro del ambiente escolar.
Y dentro de toda convivencia.
Claro. La palabra autonomía quiere decir normas que yo acepto para mí, pero, al fin y al cabo, normas. La libertad presupone una normativa que acepto porque creo que es buena. Esta es la idea. Sin embargo, cuando la persona todavía no está formada las normas hay que dárselas desde fuera, son heterónomas. Y estas normas hay que imponerlas, evidentemente no a través de los castigos de antes ni tampoco con la férrea disciplina de décadas atrás. Las normas hay que saberlas imponer desde la sabiduría y la autoridad. No es posible la convivencia sin normas.
¿Las normas tienen que ver, en parte, con la asunción de responsabilidad?
Es indudable que fue un progreso la idea de pensar al individuo como un sujeto libre que decide sobre su vida. El problema es que este progreso no estuvo acompañado de un sentido de la responsabilidad. El filósofo alemán Hans Jons tiene un libro dedicado a la responsabilidad en el que reflexiona sobre el sentimiento que sienten los padres hacia los hijos. Nace de un imperativo biológico, de ahí que, salvo excepciones, los padres no puedan de dejar de sentirse responsables de sus hijos. Fuera de la familia este sentimiento de responsabilidad hay que construirlo porque, como todo sentimiento, no es espontáneo. No hemos conseguido construirlo, al contrario: tendemos a evadir responsabilidades, en parte porque son muchas las cosas de las que no es fácil encontrar el responsable.
Entrevista Victoria Camps Barcelona
Quizás nuestra responsabilidad es la de mostrar, como diría Gomá, una ejemplaridad pública.
Lo que es evidente es que, a lamedida en que uno crece y tiene más poder tiene más obligación de ejemplaridad con respecto a los demás. ¿Por qué criticamos más a los políticos? No los criticamos porque sean peores que nosotros, sino porque es más visible lo que hacen y tienen más poder a la hora de tomar decisiones. Tienen una responsabilidad añadida con respecto a los demás en tanto que son representantes de los ciudadanos.
La ejemplaridad debe mover a la imitación y, de hecho, usted reflexiona sobre la relación mimética que establecemos, para bien y para mal, con los demás.
En toda relación mimética es imprescindible establecer una distancia y una actitud crítica. Pensemos en los jóvenes, cuya socialización se basa en la imitación de ciertos modelos que ni tan siquiera escogen. Deberíamos preguntarnos si ese modelo es el adecuado. Plantearse estas preguntas tiene que ver con la capacidad de pensar por uno mismo. Como dice Arendt, con respecto a la imitación y a la responsabilidad, es necesario desdoblarse de tal manera para adquirir distancia y actitud crítica con respecto a lo imitado. Eichmann no se desdoblaba, sino que hacía lo que le mandaban. Lo hacía porque creía que era lo mejor para Alemania, pero lo hacía sin pensar, mostraba una obediencia absoluta. Esto es la banalidad del mal: dejar de pensar y actuar por inercia, dejándose llevar, haciendo lo que dicen otros sin detenernos a pensar qué implicaciones tiene.
Victoria Camps Barcelona
En el lado opuesto, está Aldous Huxley, que dice: “El secreto de la felicidad y de la virtud es que te guste lo que debes hacer”.
Huxley mezcla la razón y el sentimiento. Por eso me gusta hablar de las virtudes de los individuos. La virtud es una forma de entender la ética como formación de la sensibilidad moral. Las virtudes morales son virtudes del alma sensitiva, dice Aristóteles, no intelectiva. Una persona moderada es una persona que tiene el hábito de serlo, y que quiere ser así. Adquiere ese temple no por obligación o como norma, sino por elección.
Pienso, al respecto, en el famoso texto de Natalia Ginzburg, Las pequeñas virtudes.
Las virtudes requieren esfuerzo y responden a esa idea individualista según la cual yo soy libre y, por tanto, puedo hacer todo lo que me permita la ley. Dentro de lo que la ley me permite hacer hay cosas mejores y peores. El hecho de que algo que se pueda hacer no significa que esté bien hacerlo.
Entrevista Victoria Camps
Barcelona
¿Esta capacidad para pensar y discernir no es acaso resultado de una capacidad de reflexión, que solo da la cultura?
Hoy nos quejamos mucho del descrédito de las Humanidades, creemos que se lee poco y que no se le da importancia ni valor a un conocimiento que no tenga una utilidad práctica. En la escuela, además, cada vez se inculcan saberes que no necesariamente tiene una función práctica, sin darnos cuenta de que hay muchos otros saberes que sirven sin servir. ¿Para qué sirve saber las capitales del mundo? A esta pregunta no se puede contestar con una respuesta práctica; no sirve para algo concreto, pero te hace ser más culta. Sin embargo, en las escuelas esta idea de cultura se está perdiendo; cada vez más se inculca menos la idea de que hay conocimientos que no tienen una finalidad clara y que no responden a la pregunta what for, pero que son importantes.
Usted ha pasado muchos años en la universidad. ¿La sigue reconociendo?
La universidad, como todo, se ha mercantilizado en exceso y se ha especializado demasiado. Hoy, el joven que quiere acceder a una universidad tiene tal cantidad de opciones de grados que no me parece raro que no sepa qué hacer y que termine con escoger una carrera para, al año siguiente, cambiar. Con el plan de Bolonia se quisieron hacer carreras más generalistas como la carrera de Humanidades, pero no funcionó ni el proyecto ni el grado. A esto se suma el hecho de que, a pesar de la mayor especialización, la universidad no tiene una relación fluida con el mundo laboral: los empresarios se quejan de que no les llegan alumnos preparados para hacer lo que tienen que hacer. La universidad no sabe cómo encajar a sus alumnos en el mundo laboral y, por tanto, no hace sino que introducir nuevos grados, pero sin abrir un debate profundo sobre lo que debe ser la formación y la enseñanza y su relación con el mundo del trabajo.
Victoria Camps Barcelona
Volviendo al individualismo, nuestra sociedad está obsesionada por el éxito y por las ansias de sobresalir por encima de los demás en nombre de un mérito que, a veces, no se sabe cuál es.
La pregunta que cabe hacerse es quién puede acceder a esta lógica de la meritocracia. En nuestras sociedades tenemos unas desigualdades que no existían hace algunos años y que repercuten desde la infancia dentro de las aulas. Se dice a menudo, y es así, que el ascensor social no funciona, pero ¿por qué? Por muchas razones, pero si nos centramos en la escuela veremos que se han creado guetos escolares y que la escuela como institución no consigue compensar las desigualdades de origen, por lo que el éxito y el fracaso escolar está vinculado al lugar y al contexto en el que se ha nacido. Algo similar sucede en la universidad, donde apenas llegan inmigrantes. ¿Por qué? Porque las condiciones externas impiden acceder a esa supuesta meritocracia que en realidad es solo para unos pocos.
De ahí las protestas en Francia de los jóvenes inmigrantes de segunda generación que se sentían franceses de segunda con respecto a los de su generación.
Lo de estos jóvenes es una dinámica que se produce en muchas áreas. Con el feminismo pasó lo mismo. El primero que llega procura no hablar de sus diferencias y ocultarlas, porque lo que quiere es igualarse a los demás y pasar desapercibido en ese contexto que supuestamente le va a proporcionar una vida mejor. La segunda generación ya está igualada, es decir, ya tiene acceso a todos los bienes más básicos, pero no está en una situación de perfecta de igualdad con respecto a los demás y tiene rémoras que no acaba de superar. Estas son las que llevan muchas veces a rechazar al otro y a afirmar la propia diferencia de manera fanática. Lo que se percibe de todo esto es la incapacidad del Estado o de la sociedad de articular un mundo común.
Victoria Camps
Barcelona
Hay quien reivindica la necesidad de recuperar un pensamiento utópico y plantear alternativas.
Idear un mundo perfecto es imposible y es muy peligroso. Lo intentó hacer el comunismo y fracasó. Por tanto, la utopía es buena en la medida en que, sobre todo, se expresa como una crítica de lo que hay, pero no lo es si llega hasta el punto de diseñar lo que debe haber. Lo que debe haber lo tenemos que ir construyendo todos, equivocándonos y rectificando. Esta incertidumbre es la que pone nerviosa a mucha gente, sobre todo a los más jóvenes, que lo que buscan son ideas claras, pero es imposible tenerlas. Nadie tiene una idea clara sobre cómo será el futuro y acerca de qué debemos hacer.
¿Mejor tener esperanza crítica?
Diría que sí. La ética parte de un descontento y de un malestar que es importante que existan, pero siempre y cuando coexistan con la esperanza de que se puede hacer algo para corregir y superar lo que no funciona. Kant dice que vivimos en una minoría de edad que, sin embargo, se puede superar con la ilustración. Si no damos ese ese paso hacia la mayoría de edad no haremos nada. Evidentemente, no se cambian las cosas en dos días, pero podemos contribuir a este cambio. Por tanto, si desaparece la esperanza desaparece la ética, que deja de tener sentido.