‘Un bel di vedremo’ en la Barcelona de Madama Butterfly
El Liceu representa la obra de Puccini, el compositor más amado, fruto del japonismo, la corriente que marcó a pintores como Degas, Monet o Toulouse-Lautrec
La plasmación del exotismo estético muestra la cara aparentemente amable de una ciudad volcada en la tradición y absorta ante la invasiva inteligencia artificial. Se acerca el Adviento, momento de peladillas y de Butterfly, la pieza liceistica envolvente de Cio-Cio-San, la geisha de la estética, de la conversación y del amor; y de la esperanza inerme, especialmente renovada ahora, a las puertas de un 2025 que reclama un cambio de paradigma mundial muy difícil para todos.
A Barcelona no llega el eco los cañonazos de Damasco ni los misiles del Líbano; la ciudad respeta el silencio solemne de Seúl, la capital de Corea del Sur, y siente el ocaso pegado como una maldición en las paredes marrón pardo de su Rambla.
Las luces que engalanan el centro histórico han iluminado tantas veces a la Butterfly como a la Mimí de La Bohéme, las dos supermujeres de Gioacomo Puccini, el compositor más amado sin olvidar a Flora Tosca ni a Manón. El maestro de Torre da Lago es especialmente recordado, cuando la celebración sale al paso del drama real, como lo fue la posguerra del hambre (en 1942) y lo está siendo ahora la desertización de la imaginería, tras una década y media de oscurantismo soberanista.
Depurada belleza
Tan amado es Puccini en el Liceu que su música revisitó, con su Turandot, -la princesa china de hielo-, en octubre de 1999, la primera función después del pavoroso incendio de 1994, que destruyó el templo del arte.
Sobre el proscenio, estos días, se ha puesto a prueba Sonya Yoncheva, la soprano que vuelve al redil después de una Norma muy sonada, alternándose con Saioa Hernández, que interpretó hace pocos días La Forza del destino, y de Ailyn Pérez. Las voces matizadas de Matthew Polenzani, Fabio Sartori i Celso Albelo se reparten esta vez el papel masculino.
En la cima de la representación, el clásico Un bel di vedremo está compuesto en pianísimo para delicia de los asistentes, hasta alcanzar la forza del momento final. El tristísimo desenlace que se presiente al comienzo de la obra se consuma, como es bien sabido, en el suicidio de Butterfly utilizando la afilada daga de su padre, que ha sido samuray. “La verdad de la muerte todo lo transforma y acrisola y de esa retorta nace la más depurada belleza”, escribió el filósofo y operista Eugenio Trías en El canto de las sirenas (Galaxia Gutenberg).
En el entreacto, el pasillo de las plateas, el Salón de los Espejos reventón, la Sala Tenor Viñas llena de rezagados y los palcos rebosantes son un murmullo del invierno en Nagasaki, donde transcurren los amores del oficial de la marina norteamericana, Pinkerton, y la geisha Cio-Cio San. Algunos de los espectadores se pierden por momentos el escenario. Son los puntos ciegos que critica la arquitecta Benedetta Tagliabue, producto de la reconstrucción del Gran Teatro, cuyo logro divide a la ciudad entre los “rehabilitadores” y los “modernizadores”, como acaba de verse en Notre Dame de París.
A estas alturas del drama, ya hay quien se siente cerca el Reveillon de Nochevieja en la Parrilla del Ritz o ligero de tacón en plena pista del gran baile de la Cruz Roja. Esto no cambia. Son cosas que dejaron de existir, pero que siguen complementando las noches de función, donde lo añejo y el postureo se funden ahora en tórrido azafrán con los melómanos del rock y de la cultura pop, encandilados por la lírica.
En el Liceu ya no lucen las esmeraldas de Solterra. Pero se diría que, muy a pesar del ambiente de alta cultura de la casa, hay todavía damas nostálgicas del ciclo saboyano heredado de sus abuelas; y también abundan las parejas maduras que expresan con nostalgia sentimientos dinásticos contrarios al régimen imperante, “como donosamente relataron el Padre Coloma y su inspirador, José Maria de Pereda, en Pequeñeces”, recuerda una conocida crónica histórica del Brusi.
No se puede prescindir del culto. Pero en el caso de la ópera, a veces, sus aficionados se acercan a la santurronería exhibida por los gentilicios de otro tiempo, declarados fundadores del Liceu -los Muntadas, Llorach, Batlló, Bofarull, Suelves, Bertran i Serra o Fontcuberta- sustituidos hoy por mecenas y benefactores de tino laico, como los Guardans-Cambó, Duran-Montolíu o Cabané Bienert, miembros del patronato del Gran Teatro.
La lírica desmiente a las almas piadosas. Esté quién esté en el foso de la orquesta y sea cual sea su partitura, la ópera entraña heroísmo. Butterfly recuerda la desdicha feliz de Colette, aquella escritora, de escándalo en escándalo, autora de Chéri, la mujer magnífica que guardó cama a causa de una artrosis severa y acabó recibiendo un funeral de Estado en Francia.
Contención ante la muerte
Cuando Butterfly otea lo que hay, más allá de su escuálido rincón de mujer esclava, ejercita su emoción en un austero jardín zen, donde anida la supervivencia del espíritu militarmente vencido; y es allí donde el respetable imagina falsamente el vergel de Horacio, el rectángulo latino de mirlos y laureles, propenso al llanto. Convertimos la maldad en pecado perdonable, gracias al travestismo cultural del decorado, por muy minimalista que sea la actual propuesta escénica de Moshe Leisery y Patrice Caurier, bajo la batuta de Paolo Bortolameolli y la elección de Víctor García de Gomar, director artístico del Liceu.
En los tintes orientales de la Butterfly, resulta imposible obviar el atropello de la geisha por parte del marinero, el hombre uniformado; el trazo argumental de esta ópera reaviva el anticolonialismo de Los biombos de Jean Genet, el escritor embalsamado en el sarcófago de la Pléiade francesa.
La Butterfly, tan querida entre nosotros, es fruto del japonismo, la corriente que marcó a pintores, como Degas, Monet o Toulouse-Lautrec; una fuente estética abrazada por Pierre Loti, autor de la novela Madame Crysanthème, la principal fuente de inspiración de Cio-Cio-San. Desde entonces, las sentinas de las galeras orientales y las bodegas de los modernos cargueros transatlánticos han ido reduciendo las semillas de aquel saber contenido en plantas adormecidas, que despiertan de tanto en tanto.
El Zen que atrae de Butterfly dio alas a la creación de Occidente; no invadió el Mediterráneo, lo conquistó con la ayuda de los llegados que aceptaron la religión de los vencidos. En esta preciosa historia de la mujer marcada, el sintoísmo nipón cromatiza la contención de Butterfly ante la muerte, un gesto casi indescifrable del Kabuki, el teatro japonés de los emperadores. Ella y la escena milenaria que conserva su arrebato recogen lo mejor del ser humano: la comprensión del otro y la esperanza trágica.