La (esquiva) estrella de Terry Reid
El músico británico, auténtico artista de culto, pudo triunfar con Led Zeppelin, Spencer Davis Group y Deep Purple, pero prefirió liderar una carrera en solitario tocada por la mala suerte
30 octubre, 2022 20:00Terry Reid es un señor nacido hace 72 años en St. Neots, una próspera y apacible villa del condado de Cambridgeshire, y que desde hace casi tres décadas vive en un rancho californiano en la frontera con México; en un lugar tan apartado, según él, que allí nadie sabe quiénes fueron Led Zeppelin. Terry Reid es también un hombre que sabe, porque lleva toda una vida conviviendo con esa certeza, que el éxito, o la convención mayoritariamente aceptada sobre lo que es el éxito en una carrera musical en la era de los grandes iconos del rock, o sea, una combinación de enorme popularidad, montañas de dinero, mansiones con piscinas infinitas y limusinas, es en última instancia un accidente.
Reid, formidable vocalista y dotado guitarrista, es y ha sido muchas cosas, en fin, aunque –para su desgracia– para la inmensa mayoría de las personas (que no desconocen quién es él) es el tipo que hasta tres veces dijo no cuando convenía decir que sí, aunque en el momento de tomar aquellas decisiones, claro, eso no podía sospecharlo él ni nadie. Por momentos parece uno de esos memorables personajes surgidos de la imaginación fatalista de los hermanos Coen; casi parece exactamente, de hecho, sólo que cambiando la escena folk de Greenwich Village de los años 60 por los albores del rock británico mastodóntico de finales de esa misma década, el protagonista de A propósito de Llewyn Davis, ese músico apócrifo que merodea con denuedo en torno al éxito, pero éste sólo amaga con rozarle para sonreír de lleno únicamente a quienes andan a su alrededor.
El primer no que determinó la suerte de Terry Reid llegó en 1968, y con él cerró la puerta a haberse convertido en el cantante del grupo que llegaría a ser no mucho más tarde en uno de los más grandes de todos los tiempos. Para entonces, Reid acumulaba una experiencia asombrosa para su juventud, pues con tan sólo 15 años había teloneado a The Beatles con su grupo Peter Jay & The Jaywalkers, con la misma banda había participado en una gira conjunta por todo el Reino Unido con The Rolling Stones, Ike & Tina Turner y The Yarbdirds e incluso había llevado a Aretha Franklin, tras una gira que realizó por las Islas, a proclamar lapidariamente: “Ahora mismo sólo pasan tres cosas en Inglaterra: The Rolling Stones, The Beatles y Terry Reid”.
Con su voz poderosa, rugiente y superdotada para el desgarro huracanado y el lamento de blues musculoso, Reid estaba fuera de toda duda en la cresta de su ola. Cosa que no se le escapó a Jimmy Page, que lo conocía por haber girado con él con los Yardbirds y que en 1968 le propuso unirse como vocalista a su nuevo proyecto, The New Yardbirds, o sea, los futuros Led Zeppelin. Reid, que en ese momento acababa de publicar su primer disco en solitario, declinó la oferta. ¿Por qué dejar su carrera, que apuntaba altísimo? ¿Por un grupo que tenía buena pinta, vale, pero como tantos otros en el hervidero de aquellos años? De manera que Reid, que confiaba ciegamente en sus posibilidades, y que no sólo era intérprete sino también compositor interesado en desarrollar una obra propia, rechazó la oferta, pero para no contrariar del todo a su amigo le recomendó a un tal Robert Plant, un “dios griego” –así se lo describió– con una voz asombrosamente similar a la suya, al que había visto cantar en un garito cualquiera al frente de una banda llamada Band of Joy, en la que por lo demás tocaba un batería que le impresionó: John Bonham o algo así.
Tiene mérito que años después Reid hablase de sí mismo, con un punto de orgullo y sin rastro aparente de amargura, como “el hombre que juntó a la banda de rock más grande del mundo” (el cuarteto lo completaría muy poco después el bajista John Paul Jones). Cuando dejó pasar ese tren con estación final en el estrellato wagneriano, el cantante y guitarrista acababa de publicar su primer álbum en solitario, Bang Bang, You're Terry Reid (1968), y andaba ultimando los detalles de su participación en una gran gira por Estados Unidos junto a The Doors y Jefferson Airplane. Reid tenía ya una gran reputación, solamente 18 años y todas sus posibilidades de triunfar aún intactas.
El segundo no y el tercero llegaron casi simultáneamente, en el año 1969. Hoy, con el ventajismo de conocer lo que ocurrió después, no podemos resistirnos a ver esas dos propuestas también rechazadas como el Destino –pongámonos estupendos, por qué no– tirando con fuerza de la manga de Reid para llamar su atención. Primero le llegó el ofrecimiento de unirse a The Spencer Davis Group, cuyo cantante, guitarrista y teclista Steve Winwood había abandonado el grupo para volar en solitario. Lo dejó pasar, como sabemos. Inmediatamente después recibió la llamada de Ritchie Blackmore, que buscaba un vocalista para Deep Purple tras la salida del grupo de Rod Evans. Esta última invitación se la pensó algo más, pero finalmente prefirió seguir con el plan trazado: al fin y al cabo, tenía apalabrada una nueva gira por Estados Unidos con sus amigos The Rolling Stones, y además él, una suerte de hippie californiano absolutamente canónico pero nacido por un error de cálculo en la inalterable Inglaterra rural, sentía devoción por el sonido Laurel Canyon y allí se sentía como en casa.
Los trenes que vio pasar mientras acarreaba su mochila rebosante de talento y su voz prodigiosa y en plena sintonía con lo que demandaba el sonido de la época no fueron, a la postre, sus únicos problemas. Uno muy importante, crucial, tuvo nombre y apellidos: Mickey Most. Productor que había logrado convertir en enormes éxitos la materia prima que le habían presentado otros artistas como The Animals o Donovan, Most vio un filón en las dotes de Terry Reid, al que le produjo su debut, el antes citado Bang Bang, You're Terry Reid, y el siguiente, titulado a secas Terry Reid. Most, que tenía tanto olfato para el éxito como gusto por las maneras despóticas, aprovechó la ausencia del artista durante su gira americana con los Stones para mezclar y dar por terminado ese segundo disco, lo que encolerizó a Reid, que además temía que ese veterano resabiado y autoritario lo fuese sibilinamente desplazando hacia un perfil baladista que le repelía. Rompió pues el músico con el productor, pero como éste tenía más abogados y más caros el resultado fue un súbito y forzoso parón de cuatro años en los que el músico tuvo prohibido poner un pie en un estudio de grabación.
En ese lapso, Reid se mudó definitivamente a Estados Unidos y ofreció allí un incesante carrusel de actuaciones en directo (eso sí se le permitía) que lo llevó a compartir escenario con The Who, Jimi Hendrix, Leonard Cohen, Joni Mitchell, Supertramp o Miles Davis. Una vez liberado del cepo legal de Most, grabó River (1973), un disco con buenos argumentos pero que pecaba de errático. Los retales de country-rock, tímido funk, rock-soul, folk acústico, hard-rock e incluso bossa (tal vez debido a su buena amistad con Gilberto Gil y Caetano Veloso) que había en sus canciones terminaron por descolocar a un público que, además, ya no lo ubicaba tan bien. El músico contempló, en fin, cómo sus amigos y compañeros de escena consolidaban sus trayectorias y afianzaban popularmente sus nombres mientras él perdía comba, durante casi un lustro, en el fenomenal trasiego rockero de aquellos años.
Llegó otro intento con Seed of Memory (1976), un disco producido con mimo por su amigo Graham Nash y para muchos la cima de Reid. Trabajado a fondo, más emotivo, de mayor coherencia interna que su predecesor y con algunos momentos superlativos (prueben a escuchar, sin ir más lejos, los seis minutos y medio de belleza e intensidad del corte que da título al conjunto), el álbum lo tenía todo para ser, por fin, el aldabonazo que hiciera del artista una superestrella. Pero acudió de nuevo esa mala suerte que ha acompañado al artista con un don de la oportunidad digno de mejor causa. El disco había sido editado por el sello ABC, que al borde de la quiebra fue en ese momento absorbido por MCA, y éste tenía prioridades más importantes que gastarse dinero en promocionar los lanzamientos recientes de su nuevo catálogo subsidiario.
Fue el final. No de la vida de Reid, por descontado, ni siquiera de su carrera musical, pero sí de las ocasiones que tuvo para hacerse al menos un hueco en un altar de la era dorada del rock masivo en el que, por condiciones y al margen de su desgraciada terna de oportunidades perdidas, podría perfectamente haber encontrado un lugar. Iría publicando discos (los últimos hasta la fecha, de 2013 y 2016 respectivamente, son The Other Side of the River y un Live in London) pero ya apartado de las grandes plataformas de la industria, por no decir olvidado o recordado únicamente por quienes, de manera bastante paradójica, lo consideran en cualquier caso una figura legendaria. Aunque sea por el dudoso título honorífico que muchos le han adjudicado: el de ser el hombre con peor suerte de la historia del rock.
En una de las pocas entrevistas en las que no habla mediante sus inimitables parábolas, decía Tom Waits que pocas cosas le irritan más que la reducción de una vida humana a la suma de sus experiencias. Puede que Reid comulgue con esto. Pues ocurre que el músico británico se ha declarado en alguna ocasión enteramente en paz y contento con la vida que ha llevado, ajeno a la necesidad de hacer recuento de rencores abstractos, agravios y soplos desfavorables de la fortuna. Por su rancho en la frontera de California y México pasan con frecuencia los viejos amigos, entre ellos el mismo Robert Plant.
Todavía actúa con regularidad en un modesto club de la zona donde por lo general se congrega un público siempre de paso y no particularmente interesado en la música en directo. A veces sí, a veces, junto a ese señor mayor anónimo han tocado por sorpresa colegas de él como Keith Richards o Roger Daltrey (The Who), y entonces, predispuestos y empujados por esa fuerza ciega y absurda que es la fama, esas personas han vibrado y aullado y ovacionado más o menos el mismo repertorio de otras noches que transcurrieron sin pena ni gloria. A nosotros, que conocemos de dónde ha venido este hombre, imaginarlo cantando sus canciones para turistas y viajeros contingentes, más aún en la mayoría de los días sin sorpresivas guest stars, nos parece hermoso, noble y emocionante