Los burgueses catalanes, a Primo de Rivera: "Si ho fas bé, no hi haurà separatisme"
La gran biografía de Miguel Primo de Rivera, de Alejandro Quiroga, muestra todas las contradicciones del dictador, precedente al franquismo, que se apoyó en las élites catalanas
29 octubre, 2022 21:00Una constante: querencia por el orden y lamento por los excesos que acaban minando la autoestima, con un perjuicio para el terruño al que tanto amor se profesa. La burguesía catalana tiene pecados de gran envergadura en sus espaldas. Y se comprende las acusaciones que históricamente ha recibido sobre su forma chantajista de maniobrar, desde Francesc Cambó hasta el independentismo actual. Pero, ¿quién lo vio con meridiana claridad?
Habla Miguel Primo de Rivera, militar, o político nacionalista y populista uniformado. El dictador ha logrado su objetivo. Es el 15 de septiembre de 1923. Está en Madrid, un día después de llegar, procedente de Barcelona, donde ha impuesto un golpe de estado casi sin pestañear, tras su Manifiesto al País y al Ejército de la madrugada del 13 de septiembre. Leamos:
“En Barcelona se me ha tributado una despedida como yo no podía soñar. Catalanes significados, gente de esa Barcelona que se dice separatista, lanzó los vivas a España más intensos y entusiastas que he oído jamás. Si ho fas bé, no hi haurà separatisme, me decían. Y gritaban ¡Viva el Rey!, ¡Viva España!”
Ya tenemos el comentario, que no dejaba de ser el colofón a los consejos y ánimos que iba recibiendo el jerezano Primo de Rivera, militar en África, --siempre pendiente de su veterano tío Fernando, el que le apoyó en todo— desde hacía años en Barcelona, al mando de la Capitanía general y de otras responsabilidades militares. La burguesía, --Fomento del Trabajo, entidades, personalidades--, reclamaban orden, de forma contundente, ante las huelgas obreras y los desmanes anarquistas. Y ese orden llegó, claro, hasta tal punto que Primo de Rivera acabó disolviendo en 1925 la joya de la corona en aquellos momentos para el catalanismo: la Mancomunitat de Catalunya, que presidía Puig i Cadafalch. Lloros y reproches. Los mismos que llegarían años más tarde para una parte de esa sociedad catalana que había apoyado con entusiasmo el franquismo. Luego ese orden no gustaba tanto.
Con una narración excepcional, con un lenguaje ágil, y con la idea de esclarecer las contradicciones del personaje, el historiador Alejandro Quiroga ha escrito la biografía del dictador: Miguel Primo de Rivera, dictadura, populismo y nación. Fue la directora editorial de Crítica, Carmen Esteban, la que encargó la biografía a Quiroga, hace cuatro años, conociendo que el historiador llevaba tiempo preparando el material. Pero la exigencia fue clara: nada de cronologías al uso, sino “narrativa anglosajona”, historias que se puedan leer, para el aficionado, para el especialista y para el ciudadano curioso. Con todo ello cumple Quiroga, que ofrece un enorme haz de luz para entender ese poso militar y político que ha lastrado durante siglos a España.
Y una de esas claves se cubre con precisión. La demanda de orden, por parte de las elites catalanas, fue determinante, con el objetivo de que hubiera estabilidad para asegurar un crecimiento económico, que llegaría en los años siguientes, pero con un precio muy alto: sociedad amordazada, control de los periódicos, una posverdad –siempre ha existido— que el propio Primo de Rivera difundía con sus escritos en la prensa, y una amalgama de fascismo y populismo que constituyó el gran precedente del franquismo. El dictador, que había utilizado el Somatén de las zonas rurales catalanas para reprimir a los obreros en Barcelona, exportó el modelo creando, ya dirigiendo el gobierno español, un Somatén 'nacional'.
El 'ilustrativo' Santiago Alba
Algunas cuestiones se presentan ahora como tragicómicas. Una de las primeras decisiones que toma el militar jerezano, en connivencia con el rey Alfonso XIII, --abuelo del emérito Juan Carlos I--, que le deja hacer aunque querría que se guardaran las formas, es la denuncia pública por corrupto, de Santiago Alba, ministro de Estado del Gobierno de García Prieto. Le acusa de firmar tratados comerciales “en combinación con elementos capitalistas para su único provecho personal”. No era cierto. Quiroga explica que había razones personales, las de Primo de Rivera, que no se olvidaba de ningún hecho del pasado que le afectara. Pero hubo claras razones políticas. Tenía que contentar a esas élites catalanas que le habían aupado como jefe de un Directorio militar –entre 1923 y 1925—porque Alba era “particularmente despreciado por las élites económicas catalanas desde que quiso crear un impuesto para tasar los multimillonarios beneficios de los empresarios durante la Primera Guerra Mundial, por lo que colocar al político liberal en la diana tenía la intención de reforzar el apoyo de los industriales al nuevo régimen”.
Esa es una constante de Primo de Rivera, que cuenta para el conjunto de España con su cómplice en Barcelona, Severiano Martínez Anido, ciudad en la que había ejercido como gobernador civil. Suyos son los métodos, con Primo de Rivera detrás como autoridad militar, que llevaron a reprimir con extrema dureza a los anarcosindicalistas catalanes, con el aplauso de la burguesía catalana. La ley de fugas se aplicaba sin remisión, con numerosas muertes que no comportaban ningún problema. La evolución de Martínez Anido es significativa: de gobernador civil en Barcelona a director general de Seguridad y ministro de Gobernación en la dictadura de Primo de Rivera. Y, posteriormente, con la Guerra Civil, en el bando franquista, nombrado en 1937 como jefe de los Servicios de Seguridad Interior, Orden Público y Fronteras, y ministro de Orden Público en el primer gobierno que constituye Franco, en febrero de 1938. Moriría en diciembre de ese año, antes del final de la Guerra Civil. La conexión entre la dictadura de Primo de Rivera y el régimen de Franco fue directa.
Lo que muestra Quiroga no es una dictablanda. Aunque tampoco fue una dictadura totalitaria. Y también descarta que Primo de Rivera fuera una especie de hombre descontrolado, mujeriego, bebedor y jugador. Sí, tenía esas aficiones, pero no hasta el extremo de perder la cabeza. El historiador refleja un político, más que un militar, que se avanza en el tiempo, que sabe halagar, decir a cada grupo social y económico lo que quiere escuchar, que es atento y conversador. Y que sabe cómo alcanzar y retener el poder, a pesar de prometer que se trataba de algo muy circunstancial y breve. Desde el inicio sabe cómo imponerse a militares astutos, como el llamado Cuadrilátero, que formaban los generales José Cavalcanti, Antonio Dabán, Federico Berenguer y Leopoldo Saro.
Fabricar españoles
Son las maneras de un “populista”, con retórica fascista –admirador de Mussolini—, que llega a ser cruel, al ordenar bombardear con armas químicas a la población civil en Marruecos, después de haber conocido sus efectos, tras sus visitas en las trincheras francesas en la I Guerra Mundial.
El orden lo logra Primo de Rivera, aunque provocara el rechazo de los mismos a los que contentó en Cataluña con sus particulares modos. Lo que ofrece Alejandro Quiroga es que el proyecto nacionalizador, ese hay que fabricar españoles, a través de la educación, del ejército, de la propaganda y de la prensa, con un populismo desbordante, acaba siempre logrando lo contrario. Ni el fervor nacionalista español, ni el catolicismo rampante, consiguieron lo que se pretendía. El 28 de enero de 1930, Miguel Primo de Rivera se encaminaba hacia el Palacio Real para comunicarle al rey su dimisión. Aunque quería seguir, fue, precisamente, Martínez Anido el que insistió en que lo mejor era dejarlo.
Las simientes, el cuerpo político, ya estaba, sin embargo, inculcado en la población española. Llegaría la II República, el laicismo, la Generalitat catalana, pero el populismo-fascista-religioso lo retomaría el general Franco. Al que, ¡vaya!, apoyaría, otra vez, la burguesía catalana, aquellos que se decían separatistas, al verse asustados por el desorden, por la anarquía.
Pocos años después, los mismos llorarían por el error cometido. Otros se adaptaron. Muchos se beneficiaron. Y algunos de sus descendientes quisieron en los últimos años jugar con lo mismo: me quiero ir, a menos que intentemos negociar. Pero eso ya no es objeto de la biografía de Alejandro Quiroga sobre ese personaje tan determinante en la historia reciente de España: Miguel Primo de Rivera, padre de Pilar Primo de Rivera y de José Antonio Primo de Rivera. Casi nada.