Ray LaMontagne
LaMontagne emociona, con su voz quebrada y esa característica propia: no es un folkie, ni un bluesman, ni un rocker, pero es todo eso a la vez
9 octubre, 2022 22:04En el ya lejano 2004, el primer álbum de un cantautor norteamericano hirsuto, vestido con camisas de leñador y con cara de estar permanentemente de mal café consiguió vender la friolera de 500.000 copias en todo el mundo con unas canciones que remitían al pasado, pero que, a la manera de Beck, conseguían sonar a algo nuevo, como si al rock, el folk y el blues se le hubiese añadido un ingrediente especial que, en mi opinión, era la peculiar voz del artista, que a ratos recordaba a Van Morrison, a ratos a Nick Drake y a ratos hasta a Otis Redding. El disco se titulaba Trouble y fue lanzado de forma discreta, sin alharacas promocionales, dejando en manos de la crítica y del boca a oreja las posibilidades de éxito. Su autor se llamaba Ray LaMontagne (Nashua, New Hampshire, 1973) y, sin que nadie le conociera de nada, tampoco veía la necesidad de darse a conocer, pues guardaba celosamente su vida privada y se resistía a conceder entrevistas, costumbres que ha mantenido hasta el día de hoy: solo se sabe que está casado con la poetisa Sarah A. Sousa, con la que tiene dos hijos, Tobias y Sebastian, y que la familia vive en una granja situada en el estado de Massachusetts (concretamente, en un pueblo llamado Ashfield), adquirida en 2009 y en la que no es que te reciban a tiros, pero tampoco se agradecen mucho las visitas.
Lo único que se ha dignado explicarnos el señor LaMontagne de su dedicación a la música es que una mañana tuvo una epifanía que le llevó en esa dirección. Mientras trabajaba en una fábrica de zapatos, el despertador se le disparó un día con la canción de Stephen Stills Treetop flyer y, como se dice vulgarmente, el resto ya es historia (de la música popular). Del medio millón de ejemplares vendidos de Trouble, yo me hice con uno y, a partir de ahí, el señor LaMontagne me ganó para su causa. No era un folkie, ni un bluesman, ni un rocker ni nada por el estilo, pero era todas esas cosas a la vez, y su voz quebrada tenía una habilidad especial para emocionar y hasta conmover al oyente. Sí, todo sonaba a material añejo, ¡pero del mejor! Y nuestro hombre conseguía, además, que pareciera nuevo e innovador, pese a que hasta su voz remitía a otras anteriores.
Dos años después, el señor Lamontagne publicaba su disco más triste y melancólico hasta la fecha, que es también mi favorito, dada mi tendencia a refugiarme en álbumes que me provoquen lo que Satie describió como una desesperación agradable: Till the sun turns black, del que se dice que surgía de una ruptura sentimental especialmente dura sobre la que el músico, permanentemente instalado en el laconismo, nunca ha querido decir gran cosa. Till the sun turns black remite inevitablemente a Nick Drake y suena como las últimas grabaciones de un suicida, pero todas las canciones son de una belleza extraordinaria y hacen mucha compañía en momentos de quebranto anímico. La vida de nuestro hombre debió mejorar, pues su siguiente disco, Gossip in the grain (2008), abandonaba el tono deliciosamente fúnebre de Till the sun turns black para volver a la eficaz miscelánea en que había consistido Trouble.
Llegar al alma
Lo mismo puede decirse del siguiente, God willin´ and the creek don´t rise (2010). Tras cuatro años de descanso discográfico, LaMontagne volvió con el tan peculiar como interesante Supernova, en el que reinaba un ambiente casi festivo (para lo que era habitual en él) e incluía el uso de sintetizadores que encajaban a la perfección con los instrumentos tradicionales que hasta entonces había utilizado en sus grabaciones (hasta la voz devino en ocasiones extrañamente animosa y vibrante).
Luego aparecieron Ouroboros (2016), Part of the light (2018) y Monovision (2020), en los que pudimos seguir asistiendo a la evolución constante del señor LaMontagne, aunque algunos echamos ya de menos la emotividad de sus primeros álbumes. Dudo que se repita la sorpresa emocional que constituyeron Trouble y Till the sun turns black, dos discos grabados en un indudable estado de gracia, pero uno se ha acostumbrado a comprar cada dos años el nuevo disco de este señor y uno es hombre de costumbres. Eso sí, en casos de urgencia anímica, tengo siempre a mano mi copia de Till the sun turns black, cuya intensidad emocional y capacidad de conmover no he vuelto a encontrar en ningún disco de Ray LaMontagne. No es del todo descartable que haya encontrado la felicidad en su granja de Massachusetts y que no esté para nuevas experiencias musicales agónicas. Y Till the sun turns black no fue su disco más vendido ni el mejor recibido por la crítica, pero a mí me llegó al alma.