Breve historia (cultural) de la 'sitcom'
El género televisivo de la 'Situation Comedy', que se ha transformado desde los años cuarenta hasta la actualidad, refleja los cambios generacionales y la sociología de las últimas décadas
9 octubre, 2022 20:05En 1955 Lucille Ball replicó en I Love Lucy la genial escena de Groucho Marx ante el espejo de Sopa de ganso con su hermano Harpo: Harpo se mira ante lo que parece un espejo y la imagen supuestamente reflejada es Lucille Ball ataviada de Harpo. Diez años después, Ball protagonizó un sketch televisivo con un anciano Buster Keaton, con el que muchos años antes, en la década de los cuarenta, había coincidido en la MGM. Él era entonces una estrella declinante con problemas con el alcohol; ella, una joven promesa cuya carrera cinematográfica no acababa de despegar porque la productora no le daba los papeles adecuados.
Si conecto a Lucille Ball con Keaton y los Marx es porque esta actriz destacó como superdotada comediante gestual y brillante ejecutora de gags visuales –más que digna heredera del slapstick de Keaton y Harpo– en los albores de la televisión americana. Sin embargo, fue mucho más que esto: entre otras cosas, si no inventó el género de la sitcom, sí que definió como nadie sus estructuras narrativas y humorísticas, que siguen vigentes. El doble estreno este año en Amazon Prime de Being the Ricardos de Aaron Sorkin, película que recrea la etapa de Lucille Ball en I Love Lucy y del documental Lucy and Desi de Amy Poehler, sobre su relación, amorosa y profesional con Desi Arnaz, son una buena excusa para evocar su figura y hacer un sucinto repaso a uno de los géneros estrella de la televisión.
A principios de los años cincuenta, Lucille Ball (1911-1989) tenía a sus espaldas dos décadas como actriz de Hollywood en una época en que los actores tenían férreos contratos con los estudios, que manejaban sus carreras. Ni la RKO primero y la Metro después supieron bien qué hacer con la joven actriz, a la que sometieron a una carrera errática que ni acababa de despegar ni le permitía desplegar todo su talento. Fue durante un tiempo una suerte de reina de la serie B, y entre las muchas malas películas que le tocaron en suerte, rodó algunas joyas.
Tuvo papeles secundarios en Damas del teatro de Gregory La Cava y en El hotel de los líos de los Hermanos Marx, y fue coprotagonista en dos gozosos policiacos con buenas dosis de heterodoxia: The Dark Corner (1946) de Henry Hathaway, en el que interpretaba a la espabilada secretaria de un detective y El asesino poeta (1947), melodrama criminal de ambientación inglesa dirigido por Douglas Sirk y en el que compartió cartel con tres actores campanudos: George Sanders, Charles Coburn y Boris Karloff. También fue coprotagonista de Bob Hope en El rey del oeste (1950) y durante el rodaje del musical Too many girls (1940) conoció a su futuro marido, el músico cubano Desi Arnaz, que había llegado a Estados Unidos en 1933, exiliado con su familia tras el derrocamiento de Machado, y se había formado en la orquesta de Xavier Cugat.
En 1948, Lucille Ball, cansada de su carrera en el cine, aceptó protagonizar una comedia radiofónica titulada My favourite husband, cuyo enorme éxito le facilitó al paso a la naciente televisión con I love Lucy, cuyo primer episodio se emitió en octubre de 1951. La serie se extendió hasta 1957 y después siguió con sucesivos cambios de formato y nombre como The Lucy-Desi Comedy Hour, The Lucy Show, Here’s Lucy y Life with Lucy hasta 1974. I Love Lucy no es la primera sitcom (abreviación de Situation Comedy) de la historia; este honor se suele atribuir a la comedia de la BBC Pinwritghts Progress de 1946, la primera que desarrolló capítulos humorísticos de media hora, autoconclusivos, con personajes fijos de un núcleo familiar y unos pocos decorados. Constó de diez episodios, que no se conversan, ya que entonces la televisión utilizaba el kinescopio, que no permitía conversar las imágenes, motivo por el cual muchos programas de los albores televisivos no se conservan; una de las muchas innovaciones que aportó I love Lucy fue la de rodar en celuloide, lo que permitió primero las reposiciones y después la preservación de la serie.
Pese a que el pistoletazo de salida lo dio la británica Pinwritghts Progress, el desarrollo de la sitcom como género televisivo se producirá en Estados Unidos, y ninguna otra de los años 50 alcanzó la fama de I Love Lucy. Es la serie que estableció los códigos narrativos, los clichés y peculiaridades del género, entre otras cosas por ejemplo la grabación con público, lo que después derivó en el recurso de las risas enlatadas. I Love Lucy pone en escena el típico conflicto de guerra de sexos que viene del vodevil teatral y que el cine había desarrollado con gran brillantez en las llamadas screwball comedies de los años treinta y cuarenta (hablamos de mecanismos humorísticos perfectos como La fiera de mi niña de Howard Hawks).
La pareja protagonista la interpretaban Lucille Ball y Desi Arnaz y al respecto merece la pena apuntar dos cosas interesantes: por un lado se establece un curioso juego especular entre realidad y ficción, ya que Ball y Arnaz eran un matrimonio en la vida real que interpretaba a un matrimonio de ficción, en el que además él era –como en la realidad– un músico cubano. Y de esto deriva el segundo punto a destacar: Ball aceptó encabezar el reparto a condición de que su partenaire fuera Arnaz, lo cual generó tensiones y reticencias, porque para la televisión de la época mostrar un matrimonio racialmente mixto era bastante subversivo.
La serie rompió algunos otros tabúes: por ejemplo, en la segunda temporada Ball se quedó embarazada. Aunque hoy pueda parecernos increíble, en la época era impensable que en la televisión diera protagonismo a una mujer embarazada y se propusieron posibles argucias argumentales para disimular el embarazo. Ball y Arnaz se negaron y el embarazo se acabó incorporando en la trama. Y se enfrentó tercer tabú: en plena psicosis anticomunista, el comité de McCarthy desempolvó un viejo papel electoral en que una jovencísima Ball se significaba como comunista, porque su abuelo, que la crio, era militante del partido. Se montó contra ella una operación de acoso y derribo que Arnaz desmontó llamando en directo al todopoderoso J. Edgar Hoover para que aclarara si había alguna acusación contra su mujer y, tras el desmentido de Hoover, pronunció una famosa frase: “Lo único rojo de Lucille Ball es su cabello y hasta esto es falso” (este episodio es el punto culminante de Being the Ricardos, en la que Sorkin, con la inteligencia que despliega en sus guiones, contrapone este gesto heroico de Arnaz con sus engaños y continuas infidelidades en el ámbito íntimo).
I Love Lucy contiene algunos gags que forman parte de la historia de la televisión (como la escena en que Ball y su amiga, interpretada por Vivian Vance, tratan de mantener el ritmo en una cadena de empaquetado de bombones). Detrás del humor de la serie estaba un sólido equipo de guionistas capitaneado por el también productor Jess Oppenheimer y con aportaciones cruciales del tándem formado por Madelyn Pugh y Bob Carroll Jr. Tras las cámaras, William Asher, que es uno de los directores que más contribuyó a dar forma al lenguaje de la sitcom, con el uso de tres cámaras simultáneas en la grabación. Y no menos importantes son las innovaciones que introdujo en la iluminación para televisión nada menos que Karl Freund, legendario director de fotografía alemán, uno de los forjadores de la estética del expresionismo, que como muchos de sus compatriotas emigró a América y empapó de claroscuros el cine negro americano, además de dirigir un par de clásicos del horror: La momia con Boris Karloff o Las manos de Orlac con Peter Lorre.
Sin embargo, la contribución de Lucie Ball al mundo de la pequeña pantalla va más allá de su papel protagonista en I love Lucy. Con Arnaz fundaron la productora Desilu, que está detrás de series relevantes como Los intocables, Misión: imposible, Los héroes de Hogan y Star Trek entre otras. En sus momentos de máximo esplendor llegaron incluso a comprar los estudios RKO (aquella productora que la había tenido bajo contrato y que no fue capaz de hacer despegar su carrera). A partir de I Love Lucy y algunos otros programas de la época, la sitcom forma parte esencial de la historia de la televisión y tiene, además de valores artísticos, un evidente valor sociológico, porque cada generación cuenta con su sitcom de referencia (dos ejemplos básicos: hay una generación cuya educación sentimental está vinculada con Friends y otra posterior cuyo referente es The Big Band Theory; ambas están centradas en un grupo de amigos jóvenes, pero con referentes muy diferentes: los que van de los yuppies de los noventa a los nerds de principios del siglo XXI).
Se tiende a considerar la sitcom como un género televisivo conservador, tanto en lo estético (fórmulas y estructuras narrativas fijas que se repiten hasta la saciedad) como en lo social (uno de sus ejes principales es la familia, mirada con ironía, pero salvo excepciones no con contundencia crítica). Esta percepción, siendo en parte cierta, debe matizarse con un rápido recorrido por la historia de la sitcom, centrándome en las norteamericanas y destacando sus apuestas más innovadoras y rupturistas, década a década. Años, junto con I Love Lucy destaca The Phil Silvers Show en la que el cómico interpretaba el personaje del caradura sargento Bilko, sustituyendo el típico núcleo familiar por otro más heterodoxo, el del cuartel.
Y sobre todo The Honneymooners, en la que Jackie Gleason (con el gran Art Carney como secundario) daba vida a un conductor de autobuses neoyorquino. Pese a que la serie no tuvo en su momento demasiado éxito –se canceló tras una única temporada–, el personaje quedó grabado en el imaginario de los espectadores y se le acabó dedicando una estatua en la terminal de autobuses de la Port Authority de Nueva York, un buen ejemplo del enorme peso emocional de las sitcoms.
En los sesenta, la pieza fundamental es The Dick Van Dyke Show (cuyo showrunner era Carl Reiner y la coprotagonista Mary Tyler Moore, que en la siguiente década tendrá su propia y muy exitosa serie). El ámbito familiar se explora con un toque de fantasía en Embrujada, que convierte a la prototípica ama de casa en una bruja con poderes especiales, sin que ello implique ninguna verdadera subversión de valores. Sí la hay en dos sitcoms rompedoras que también tiran de la fantasía, pero con un humor más acerado: La familia Addams (basada en los personajes creados por Charles Addams en sus viñetas para The New Yorker) y La familia Monster, ambas con protagonistas disfuncionales que parodian las estructuras sociales más tradicionales.
Los setenta son la década en que se incorpora a la televisión el humor transgresor de Saturday Night Life, cantera inagotable de cómicos americanos. Los aires contraculturales se perciben en la versión televisiva de MASH (en sus primeras temporadas, hasta que en 1976 el guionista original, Larry Gelbart, dimitió por desacuerdos con los productores sobre el tono con el que se abordaban ciertos temas y tomó las riendas Alan Alda, que moderó mucho la acidez del humor). Pero la gran sitcom de estos años es Taxi, cuyo escenario es el garaje de una flota de taxis y la singular familia son un grupo de asociales, entre ellos el malhumorado jefe de la empresa interpretado por Danny DeVito y varios chalados metidos a taxistas para ganarse un sueldo: un aspirante a actor, un boxeador, y sobre todo el tronado Reverendo Jim (interpretado por Christopher Lloyd), un superviviente de los sesenta que vive en un estado de permanente colocón. La figura estelar de la serie y uno de los motivos por los que devino de culto es Andy Kaufman, uno de los cómicos más transgresores y que más jugaron con los límites del humor (quien no lo ubique, puede ver Man in the Moon de Milos Forman, un buen biopic en el que lo interpreta Jim Carrey) en el papel de Latka, un emigrante de Europa del Este muy peculiar y que habla en un idioma todavía más peculiar.
Es en esta década cuando el humor televisivo da un giro radical, apuntalado por la relajación de los límites de lo tolerable en la pequeña pantalla. Buena prueba de ello es Enredo (el título original, Soap, ironizaba a cuenta del concepto de Soap Opera, es decir folletín). La irreverente propuesta de su creadora, Susan Harris (autora años después del superéxito Las chicas de oro) era una parodia salvaje de la sitcom, el melodrama familiar, la telenovela y todo lo que se ponía a tiro, con dos familias no ya disfuncionales sino directamente psicóticas, en las que hay adulterios, problemas económicos, rivalidades, amnesia, vouyerismo, travestismo, una abducción alienígena, la aparición de la mafia y de una guerrilla latinoamericana… Ya antes de su emisión hubo protestas de la Iglesia Católica y otras instituciones pidiendo su prohibición.
Los ochenta –la década del viraje conservador y el rearme moral de Reagan– rebajan mucho el listón de lo provocador. Es la década de sitcoms más tradicionales y menos punzantes como Rosseane, Casado con hijos, Las chicas de oro, el Bill Cosby Show y Cheers (de la que saldrá un spin off mejor que el original en la década siguiente: Frasier, protagonizado por uno de sus personajes). Sin embargo, a finales de los ochenta aparecen dos series que rompen muchos moldes. En primer lugar, Seinfeld, en la tradición del humor judío neoyorquino y cuyo tono no es provocador, pero sí rompedor al trabajar sobre las situaciones cotidianas más anodinas convertidas en puro disparate; era, en palabras de sus creadores Jerry Seinfeld y Larry David, “un show sobre nada” y ahí estaba asentada su innovación. Jugaba además en la ambigüedad entre la realidad y la ficción, ya que su protagonista Jerry Seinfeld, que venía de la stand-up comedy, se interpretaba a sí mismo. Una de las principales claves del éxito son los tres amigos que lo acompañan: la ex novia y ahora amiga Elaine, el estrambótico vecino Kramer y el desventurado y metepatas George Constanza (que tenía mucho de alter ego de Larry David). En una de las temporadas se incorporaba un juego metaficcional, ya que los personajes proponen a una cadena televisiva hacer una serie sobre sus vidas, en lo que es una declaración sobre los postulados humorísticos de la serie.
La segunda serie que merece una mención especial es Los Simpson, algo así como la primera sitcom de dibujos animados (con permiso de los clásicos Picapiedra de Hanna-Barbera) y cuyas treinta y tres temporadas dibujan una de las crónicas sociológicas americanas más suculentas de la historia de la televisión. Los noventa producen varios títulos icónicos sin demasiadas innovaciones: Sexo en Nueva York, El príncipe de Bel Air, la muy exitosa e influyente Friends, convertida en estandarte generacional, y la que tal vez sea la joya de la corona en cuanto a calidad del humor: Frasier, que sigue las andanzas del psiquiatra de Cheers, con la incorporación de su esnob hermano, su rudo padre ex policía y la fisioterapeuta de este.
En el siglo XXI destacan The Big Bang Theory con su retrato generacional de nerds y frikis embebidos de referentes pop, y Curb Your Enthusiasm de Larry David, que con su estética verista de vídeo doméstico, su humor acidísimo y su exploración de lo políticamente incorrecto abre un campo que renovará los planteamientos más clásicos: desde Girls de Lena Dunham (una suerte de versión indie y con salto generación de Sexo en Nueva York, que sí apuesta por un humor de verdad transgresor frente a las falsas subversiones de la serie de Sarah Jessica Parker) hasta Louie, del hoy apestado Louis C. K. En esta estela, en Inglaterra aparecen propuestas también rompedoras como las del tándem Ricky Jervais-Stephen Merchant (la más célebre The Office, después trasladada a Estados Unidos con Steve Carell) y la de la superdotada Phoebe Waller-Bridge, que transformó su propio monólogo teatral en una de las series humorísticas más estimulantes de los últimos años: Fleabag.
Este sucinto repas, no tiene la pretensión de trazar una historia completa de la sitcom, tan solo la de apuntar que el género, pese a su apariencia monolítica y conservadora, ha hecho aportaciones notables y en ocasiones transgresoras al humor contemporáneo. Cerraré el recorrido con una propuesta que sorprenderá a algunos, pero que es la aportación más brillante a la sitcom en bastantes años: WandaVision de Marvel, que se puede ver en la plataforma de Disney. La serie se basa en dos personajes salidos de Los Vengadores, Wanda, la bruja escarlata y el sintezoide Visión, el amor de su vida. Los dos últimos episodios (los menos interesantes) son puro Marvel, con superhéroes volando y lanzándose rayos mortíferos, pero los ocho anteriores son una joya: Wanda y Visión viven en una sitcom (no explicaré por qué; solo apuntaré que la cosa tiene derivas filosóficas y metafísicas nada desdeñables) y cada capítulo se organiza como un homenaje a las sitcoms de las sucesivas décadas, de modo que los primeros son en blanco y negro, los posteriores toman un aire setentero, ochentero y contienen abundantes guiños a sitcoms clásicas, de modo que la serie es un recorrido por ese género que levantó el vuelo con Lucille Ball.