La música de Francis Wolff
El Paseo y Serie Gong editan en español el ensayo del filósofo francés sobre el lenguaje de la música, el más universal y perfecto de todos los modos de comunicación artísticos
15 marzo, 2022 00:00“Hay música por doquier. Dondequiera que hay hombres, hay música”. Esta es la premisa de la que parte el filósofo francés Francis Wolff en su ensayo Por qué la música, recientemente traducido en la editorial El Paseo por Juan Córdoba, con prólogo de Félix de Azúa. Se trata de una de las reflexiones más amplias y útiles que se han escrito sobre un fenómeno tan difícil de analizar como es la música. El hecho de que el arte de los sonidos sea a la vez un universal antropológico, que para Darwin existió incluso antes que el lenguaje, lo mismo, tal vez, que la pintura, nos obliga a pensar más allá de los límites estéticos.
La música nos constituye hasta un extremo que ya somos incapaces de imaginar en nuestro mundo sordo y ruidoso, convertido en un vertedero de imágenes. Como ha observado Ramón Andrés, el oído fue nuestro primer sentido pensante. Cada vez que sufrimos pánico, volvemos a experimentar una suspensión del sentido de la realidad que nos devuelve a un terror primigenio, idéntico al que los griegos sentían por obra del dios Pan, del que se derivó la voz griega panikós. No hay ningún arte que manifieste con tanta radicalidad la hondura de la conciencia en su doble condición de origen y presente. Como recuerda Wolff, en la cueva de Hohle Fels, cerca de Tubinga, se han encontrado trozos de una flauta de hueso que data del Auriñaciense (37000 a 29000 años antes de nuestra era). Pero es seguro que los humanos llevaban haciendo música desde hacía mucho más tiempo. Y si recordamos la idea de Giacinto Scelsi según la cual el sonido es el primer movimiento de lo inmóvil, oiremos de inmediato un origen que no tiene principio.
El filósofo francés Francis Wolff / @JAIMEFOTO
Francis Wolff, que además es hispanófilo, experto en vinos y aficionado a la tauromaquia, sobre la que ha escrito también páginas estupendas, lleva a cabo en este libro una indagación fenomenológica de la música, tratándose de explicar cómo de los sonidos surge algo que llamamos arte. Para ello, el filósofo se sirve del mito de la caverna platónica, imaginando que los prisioneros son ciegos y que por tanto en lugar de ver sombras oyen ruidos que no saben identificar, aterrorizados, hasta que un día logran romper sus cadenas y salir al mundo, donde aprenden a reconocer esos sonidos como acontecimientos que de pronto tienen relación entre sí y que pueden replicar ellos mismos:
“Pasado ya mucho tiempo, su nuevo mundo se les presenta por fin tal y como es. Perciben cómo los acontecimientos del mundo pueden combinarse, sucederse y encajar. Entienden que el mundo en el que están no difiere del que dejaron. Pero este nuevo mundo sí es inteligible. Basta con oírlo: los acontecimientos que ahí suceden están bien templados. En verdad, nadie puede decir cuál de los dos es reflejo del otro: las músicas que ahí se hacen y escuchan, ¿son solo imágenes idealizadas de posibles peripecias acontecidas en el mundo de abajo? O por el contrario, este mundo que ahora habitan, sin vivir en él en puridad, ¿es el único mundo real, del que antes sólo percibían una imagen degradada? ¿Sueño o vigilia? Ya no saben. Un día se sientan tranquilamente y, desocupados por vez primera, con el cuerpo en calma y libre de ajetreos, sin que en sus labios haya verbo ni canto, se ponen a escuchar. Simplemente. Callados. Algunos lloran. ¿Pero por qué?”
A partir de ahí, Wolff se lanza a una larga, compleja y didáctica disquisición sobre cómo nos afecta la música, física y anímicamente, a través del ritmo, las emociones, la idea de belleza, el sentido de orden, sobre su forma de representación, sobre lo que dice, sobre su relación con las demás artes. Aunque se notan sus preferencias, Wolff no se ciñe a ningún tipo de repertorio en concreto sino que incluye ejemplos de todas las músicas del mundo; disponibles por cierto en la página www.pourquoilamusique.fr que la editorial francesa del libro ha confeccionado ad hoc.
Como decía Celibidache, no hay ninguna definición posible para la música, que está siempre fuera del pensamiento. La música tan sólo se puede experimentar. De ahí que Wolff se dedique sobre todo a organizar una panoplia de los distintos grados de experiencia que la música nos puede proporcionar, sin encerrarse en los límites de ninguna escuela de pensamiento, atendiendo a su sintaxis, a su semánticas y a sus distintas formas de expresión y de discurso. La música carece de contenido eidético, de tal manera que se constituye en lenguaje autónomo, el más universal y perfecto de los modos de comunicación artísticos. De ahí la llamada paradoja de Mendelssohn, un compositor para quien la música era mucho más precisa que la palabra, ya que su significado era absoluto e inamovible, a diferencia de la polivalencia y la ambigüedad de cualquier sistema verbal.
Quizá las páginas más hondas y difíciles de todo el ensayo sean las referidas a la relación entre la música y el tiempo. La música es una de las pocas artes –la otra es la poesía– capaz de crear un tiempo paralelo al nuestro y alterar nuestra percepción del mismo. La simple relación consecutiva de nuestras nociones de pasado, presente y futuro se complican e incluso se disuelven gracias a la polifonía y a la simultaneidad. Mozart es capaz de convertir el barullo de una conversación a cuatro o cinco voces en un coro lleno de armonía y contrapunto, transformando la banalidad del discurso en una arquitectura perfecta y eufónica.
Dice Wolff que “la música, desprovista de capacidad para inventar cosas en el espacio, inventa su equivalente racional: la sustancia, una cosa permanente y cambiante, cambiante por permanente. Y debe ser sonora, solo sonora”. La observación es exacta, pero habría que añadir que la música, además de constituirse en sistema autónomo de referencias sin relación con el objeto, sólo se manifiesta a través del espacio, que le confiere su última realidad. Es decir, la música prescinde del espacio para su semántica pero se desarrolla sólo gracias al espacio.
Con respecto a la simultaneidad, Wolff afina mucho la cuestión en una página espléndida:
“Porque la simultaneidad no es sino la relación del presente…con el presente. O sea, nada. Por eso también, la mayoría de los filósofos o musicólogos que han tratado de teorizar la temporalidad musical se han ceñido a la relación horizontal de sucesión, tomando como ejemplo musical ‘una melodía’, por vaga que fuera. Y bien cierto es que en una melodía, y hasta en la mínima secuencia de notas que desgranamos silbando, o también en un ritmo que escuchamos o repetimos con los nudillos, el pasado y el presente se funden, porque la permanencia y la sucesión son racionalmente perceptibles. Y también es cierto que basta con la melodía y el ritmo para que haya musicalidad. Pero las músicas que oímos tienen mayormente una dimensión vertical, una relación de simultaneidad entre acontecimientos musicales. […] Pensada en estos términos, la simultaneidad ya no es la inconcebible relación del presente con el presente, sino una de las dos relaciones posibles entre los acontecimientos; porque estos son sucesivos o simultáneos; ¡incluso en la física relativista!”.
Se podría decir que en la música los acontecimientos son a la vez sucesivos y simultáneos. El final está siempre contenido en el principio. De ahí que la música sea uno de los pocos medios –tal vez el único que nos queda– para trascender el tiempo y entender o vislumbrar algo de lo que está fuera de la contingencia.