El lenguaje de la música moderna
La música clásica es un organismo vivo en el que los estilos del pasado han terminado por metabolizarse hasta configurar un eclecticismo que es el camino del futuro
29 julio, 2021 00:00“Hoy en día la elección no parece plantearse entre lo serial y lo no serial (un conflicto agotado) sino entre la comprensibilidad y la incomprensibilidad. Es el propio concepto de la música como lenguaje lo que hoy por hoy está en juego”. Así terminaba Donald Mitchell su ensayo El lenguaje de la música moderna, publicado por primera vez en 1963 y traducido ahora por Acantilado, en impecable versión de Juan Lucas. Mitchell, crítico y editor de música en Faber, especialista en Mahler y Britten, se atrevió en aquella época a tratar de dilucidar qué había ocurrido de verdad en la música clásica del siglo XX, escindida entre la vanguardia dodecafónica y lo que entonces se denominaba, despectivamente, neoclasicismo y que incluía a todos los compositores que seguían cultivando la tonalidad.
Para ello, Mitchell se centró en la obra de Schoenberg y de Stravinsky, analizando su evolución, su relación con otras artes –el cubismo y el expresionismo en pintura, sobre todo– y la influencia que habían ejercido. Tácitamente, el crítico parecía estar contestando a Adorno, que en 1949 había publicado su muy influyente Filosofía de la nueva música, un ensayo en el que, de forma tajante y categórica, se condenaba a Stravinsky como mercader y se consagraba a Schoenberg como verdadera encarnación del arte incorrupto.
En 1963, las ideas de Adorno constituían aún un dogma en el mundo del pensamiento musical, aunque quizá no tanto en el ámbito anglosajón, que siempre ha mantenido una distancia irónica con la vanguardia. En cualquier caso, Mitchell se atrevió entonces a hablar de la música contemporánea sin el maniqueísmo del teórico alemán, por otra parte hoy ya caduco. Sus reflexiones, inspiradas por el common sense británico, fueron a la vez menos ambiciosas y más iluminadoras. Para él, Schoenberg había abierto la puerta a la exploración de una nueva sonoridad que al principio se había encontrado con el mismo rechazo que antes habían sufrido otros compositores radicales como Beethoven o Debussy.
El problema era que, es su caso, la atonalidad constituyó en los primeros tiempos un ejercicio de negación absoluta que no compensó la pérdida de la tonalidad hasta que se organizó en el método serial. Mitchell es muy hábil al recordar que la tonalidad también fue un sistema, impuesto a lo largo de varios siglos y mediante una férrea disciplina. La atonalidad apareció como expresión de una “crisis de la melodía” que puede empezar a detectarse en Beethoven, en Wagner, en el último Bruckner y por supuesto en Mahler. Esa crisis del oído sería comparable a otras crisis de representación evidentes en la literatura o en las artes plásticas. Mitchell compara el rechazo a la melodía con la desaparición de la perspectiva en pintura, pero también podríamos añadir la crisis de la narración en la novela, progresivamente adulterada por el ensayo y la especulación epistemológica.
La línea de investigación de Mitchell se parece mucho a la que siguió Leonard Bernstein en su fabulosas Norton Lectures de 1973, disponibles en la red y reunidas en un volumen. En la penúltima clase, Bernstein se dedicó a explicar al piano las características esenciales de la innovación de Schoenberg, preguntándose por qué su obra dodecafónica no había encontrado su público, a diferencia de lo que había ocurrido con la de su devoto discípulo Alban Berg, por ejemplo en el caso de su maravilloso Concierto para violín (1935).
Bernstein sostiene que Schoenberg tuvo que abrirse paso mediante una “ambigüedad negativa” que resultó demasiado dura para el oído, mientras que Berg pudo aprovecharse de la labor de zapa de su maestro y llevar a cabo una “ambigüedad positiva”. Con ejemplos del Concierto para violín, Bernstein demuestra cómo Berg construye su universo atonal con fuertes implicaciones tonales, dialogando críticamente con el pasado y reproduciendo incluso el principio de Es ist genug, la cantata de Bach, en medio de la tormenta de su concierto. Según Bernstein, ello demostraría que no se puede hablar, como por otra parte también defendió Schoenberg, propiamente de música atonal, puesto que el dodecafonismo surge del universo tonal y no es sino una transmutación de sus posibilidades armónicas.
Mitchell recuerda cómo el propio Schoenberg admitió que, si bien llegó un momento en que no pudo seguir componiendo en el estilo de Noche transfigurada, siempre le acompañó un “vigoroso anhelo” de regresar al viejo lenguaje. Por su parte, Stravinsky, según Mitchell, también tuvo que enfrentarse a una crisis melódica no menos acuciante, emancipándose de la tradición folklórica rusa y experimentando con el ritmo como principio rector de su método compositivo. Y luego, cuando se decidió a componer música serial, su veta melódica salió fortalecida, más que debilitada o constreñida, puesto que su forma de cultivar el sistema dodecafónico no pudo ser sino una variante de su estilo consolidado, más que una imitación epigonal, una liberación, en el fondo, que le permitió enlazar con la melodía de la que se había zafado, pero ya con un sentido crítico que al principio de su carrera no se habría podido permitir. Cuando Stravinsky, en la década de 1950, empezó a componer música serial, el método era ya tradición y había alterado para siempre el pasado. Como Berg, su obra pudo explorar una vía afirmativa a partir de la negación acuñada por Schoenberg.
Aunque advierte que sus juicios pueden ser precipitados, Mitchell se atrevió a predecir buena parte de lo que ha ocurrido. Además de igualar a Schoenberg y Stravinsky en sus méritos, señala que ya entonces, en 1963, la obra de algunos estrictos vanguardistas como Pierre Boulez o Stockhausen había entrado en vía muerta, mientras que compositores como Britten o Schostakovich demostraban más vigor que nunca. De Britten dice que probablemente “se acabará convirtiendo en uno de los grandes del siglo”, como así fue.
La música conseguiría desprenderse de dogmas y fundamentalismos para ofrecer toda la variedad de una inagotable experiencia acústica. Un compositor tan radical e innovador como Charles Ives llegaría a decir que no veía por qué había que decantarse por un método u otro, teniendo la posibilidad de utilizar los dos lenguajes. Desde la atalaya del siglo XXI, como por otra parte ya demostró Alex Ross en su imprescindible El ruido eterno (2007), la música del siglo pasado se ha convertido en un organismo vivo en el que los distintos estilos han terminado por reconocerse y metabolizarse, apuntando a un eclecticismo que será, como Bernstein profetizó y demostró en su propia obra, el camino del futuro.
Ya no podemos hablar de Schoenberg o Stravinsky, sino de Schoenberg, Stravisnky, Berg, Janacek, Bartók, Sibelius, Schostakovich, Britten, Ligeti, Lutoslawski o Copland. Ahí es donde tal vez pueda entenderse esa distinción final que hace Mitchell entre comprensible e incomprensible, términos demasiado vagos como para aplicarse a la música pero que cualquier aficionado sin prejuicios entiende de forma instintiva. Para oír el siglo XX es tan importante la Rapsodia en azul de Gerschwin como los últimos cuartetos de Schostakovich, la segunda sinfonía de Bernstein, el Cuarteto para cuerda de Lutoslawski, la quinta sinfonía de Sibelius, el himno The Dove Descending Breaks the Air de Stravinsky (basado en un poema de T. S. Eliot), el Requiem de Ligeti, Territoires de l’oubli de Tristan Murail o La pasión según San Juan de Sofia Gubaidulina. Todas esas obras son inteligibles en el sentido apuntado por Mitchell.
Stravinsky se arrollida ante la tumba de Sibelius
En 1984, el compositor norteamericano Morton Feldman, de adscripción vanguardista, dio una conferencia en Darmstadt en la que acabó admitiendo que “los autores que uno considera radicales quizá sean conservadores y los conservadores quizá sean en el fondo los radicales”. Y luego empezó a silbar el principio de la quinta de Sibelius, un compositor maravilloso que había sido menospreciado durante mucho tiempo por la vanguardia. En esa tesitura se está produciendo la mejor música clásica de nuestros días. Thomas Adès, por ejemplo, uno de los compositores contemporáneos más prolíficos y brillantes, ha desarrollado un estilo vigoroso que bebe de todas las tensiones del siglo XX, con especial atención a aquellos autores que, como Janacek, Bartók o Sibelius, vivieron entre dos mundos sonoros, mirando a lado y lado, manteniendo un equilibrio difícil que al final se ha demostrado muy fértil. Adès, por cierto, considera a Stravinsky el músico más importante de su personal genealogía.
Hace muy poco, en un álbum recopilatorio de su obra, se ha publicado el Concierto para violín (2020) del joven compositor español Francisco Coll, una de las estrellas ascendentes del panorama europeo. Hasta ahora, Coll, discípulo de Adès, nos había ofrecido composiciones interesantes e incluso excelentes, pero con este concierto ha dado un paso más allá. Con ecos de Ligeti y del propio Adès, pero con una voz genuina, irreductible, Coll ha escrito una pieza magistral, llena de imaginación, osadía, vivacidad, tensión y luminosidad. Su estilo no se adscribe a ninguna escuela sino que aprovecha y escucha todo el caudal del pasado para resonar en la caja de nuestro presente con una inventiva asombrosa. Ahí sigue viva la verdad artística que Donald Mitchell buscaba definir en su ensayo.