Radio 3, 'jukebox' sentimental
La emisora de Radio Nacional dedicada a la música ‘indie’ atesora un patrimonio cultural que documenta la experiencia generacional de la modernidad en España
26 septiembre, 2020 00:10Muchos chavales de finales del siglo XX cambiamos los cuentos que nos leían antes de irnos a dormir por un transistor escondido bajo de la almohada. De aquellos pequeños receptores salían voces que nos acompañaban en las noches en las que nos costaba conciliar el sueño. Pero, a diferencia de nuestros progenitores, la radio no se cansaba si le pedíamos que se quedara un ratito más con nosotros. No nos abandonaba en mitad de la noche hasta que las pilas decían basta. Gracias a su crepitante arrullo modulado crecimos. Desarrollando el gusto creciente por el ancho mundo que allí se presentaba –política, cine, deportes– tan diferente al que escuchábamos en casa.
En paralelo al poder de la superaudición –que muchos desarrollamos debido a lo bajito que teníamos que poner el volumen para no molestar a los demás–, al llegar la adolescencia nos nacieron las malvas ojeras, compañeras del insomnio radiofónico nuestro de cada día, y se nos fue refinando –o eso creímos– el criterio estético. Lo que teníamos claro es que de entre todas las emisoras posibles, había un bicho raro. Todavía no sabemos si era un perro verde o un mirlo blanco, pero su cantinela era tan especial y genuina que ni si quiera necesitábamos memorizar el dial en la que se encontraba para dar con ella. Nos limitábamos a ir girando la pequeña rueda dentada hasta que dábamos con ese tono, entre desganado y perdonavidas, o con aquellas músicas –todavía ínsulas extrañas: a un tiempo enigmáticas e íntimas– que estábamos deseando conocer a fondo.
Logo antiguo de Radio 3 / JLECHUGA 86
Sí, se llamaba Radio 3 y al escucharla nos daban ganas de subir el volumen. Había nacido como una sección nocturna del Tercer Programa en plena Transición, aunque no fue hasta los años ochenta cuando se ganó el permiso para ser una emisora de ámbito nacional con programación propia. Desde su origen trató de captar a un tipo de oyente concreto: modernoso e inquieto, apasionado y –para qué vamos a engañarnos– algo snob. Es decir, lectores, nosotros, mon semblance, mon frère.
Jesús Ordovás – uno de los conductores icónicos de la emisora junto a los otros J: Julio Ruiz y Juan de Pablos–, confiesa que durante la primera época estuvieron a punto de echarle un par de veces debidos a su osada selección musical. Como los técnicos formaban parte de RNE desde la época preconstitucional, se dedicarom a censurar los singles que el entonces joven periodista pinchaba. Los mensajes que Kaka de Luxe, Ramoncín o La banda trapera del río tenían para la juventud patria parecían no ser del gusto para la vieja guardia franquista. Ante las amenazas de despido, Ordovás decidió dedicar un par de programas a grupos internacionales más políticamente correctos y después ya nadie le molestó. Los gerifaltes dejaron de escuchar su programa pensando que estaba en la senda correcta.
Ya desde aquellos años en Radio 3 se combinaba la música con la información y los espacios dedicados a la creación en un sentido amplio. Sus programas descreían de lo obvio para adentrarse en un mundo cultural –literatura, arte, cine, cómics– que hasta entonces no sabíamos ni que podía ser considerado valioso. Nos parecía lo contrario de lo académico, lo engolado y lo aburrido. El asunto es que sus locutores no querían vendernos ni convencernos de nada. No engolaban la voz con ese tono artificial de las otras cuarenta radiofórmulas comerciales más. Las canciones que seleccionaban parecían no atender a más ley que la de la calidad o el deleite. Los géneros programados poseían tal eclecticismo, su anchura de miras nos parecía tanta, que muchas veces hacíamos el chiste de que los presentadores se inventaban nombres de géneros y grupos.
Algunos todavía recordamos el día del flechazo originario con la emisora. La tarde remota donde nos llevaron a conocer la experiencia estética y quedamos prendados de una sintonía, de un comentario o una canción. Y, desde entonces, quienes la escuchábamos, creíamos pertenecer a una suerte de secta para iniciados. Una vez fanatizados, cuando los rigores de los horarios escolares o sociales no nos permitían escuchar nuestro programa favorito, dejábamos al cuidado a la abuela o al hermano menor con la misión de grabar el programa en cintas de cassette, o escondíamos el auricular tras la greñas en el instituto para que no nos pillaran.
Como todo grupo de iniciados, también disponíamos de códigos severos y excluyentes. Un elitismo de pacotilla –perdónenos, éramos jóvenes e ignorantes– que nos hacía sentir especiales por desechar buena parte de la música comercial de la época y, lo que es peor, a no apreciar las músicas de raíz patria a no ser que tuvieran coartada modernosa, tipo Morente con Lagartija Nick. La tontería, por ejemplo, nos llevaba a llegar hasta las lágrimas con el bluesman más añejo de Carolina del Sur pero de ninguna manera emocionarnos con el último disco de Camarón de la Isla. En la autoescuela o en la cafetería nos avisaban: “eh, en aquella calle vive uno que le gustan ésa música que te gusta a ti”. O nos reconocíamos por las camisetas de Sonic Youth o las recortes de Los Planetas en la carpeta de apuntes.
Alrededor de ese entusiasmo galo –nos sentíamos irreductibles luchando contra el sistema– publicamos fanzines, grabamos maquetas, perpetramos programas en radio okupas a altas horas de la madrugada. Y, por increíble que pareciera, en Radio 3 se los leían, los escuchaban, y hasta era posible que nos hicieran caso. El escritor catalán Juan Marsé recordaba con emoción la primera vez que escuchó a un personaje de una película de Hollywood pronunciar la palabra Barcelona. Nosotros guardamos en el cajón más oculto de nuestra memoria el día en que Julio Ruiz citó el nombre de nuestro fanzine en su programa.
Radio 3 nos daba patente de corso. Validaba nuestra existencia. Tal vez por eso, pese a que en esa época, mediados de los años noventa, ya no competía con otras radios comerciales como parece que fue en los ochenta, multitud de futuros periodistas, músicos, escritores y demás mercachifles fuimos educados en su magisterio indie y elitista. Sin ella es impensable pensar en revistas míticas como la recientemente desaparecida Rockdelux –cantera de muchos de los periodistas culturales de medios generalistas– o incluso la plataforma cinéfila Filmin.
En los noventa quisieron repetir la jugada de la Movida –la popularidad generalizada de aquella escena cultural juvenil hubiese sido impensable sin el apoyo de Radio 3– con el movimiento de música indie, pero esta vez no resultó, como bien explica Nando Cruz en el muy recomendable Pequeño Circo: una historia oral del indie en España (Contra). Tal vez debido a la propia idiosincrasia del movimiento musical, que –salvo en contadas pero honrosas excepciones–, parecía descreer del esfuerzo necesario para ganar destreza musical, o ponía pegas a la comunicación con su público objetivo, empeñándose en cantar sus letras en un mal inglés y mirándose las zapatillas.
Si los grupos de los ochenta se hicieron de oro viajando de plaza de pueblo en plaza de pueblo y tocando en fiestas mayores, la parroquia indie –bien animadas desde los minaretes de Radio 3– acudíamos a los nuevos festivales de música como el FIB, el Summercase o el Primavera Sound. El éxito, como tantas otras cosas, era más cosmético que real; la mayoría de grupos patrios eran programados en horarios intempestivos y escenarios pequeños, muchos de ellos no cobraban. El numeroso público internacional nos miraba extrañados y se preguntaban qué demonios veíamos en esos artistas. Pese a lo artificial de la situación, el entusiasmo era verdadero.
Pasaron los años –trabajos, amores, hijos, hipotecas– y nos fuimos viendo viejos casi sin darnos cuenta. Hasta que una noche nos sorprendimos reconociendo que nos interesaba más el estado de ánimo con el que llegaba el mítico Juan de Pablos a su Flor de Pasión, cargado de sus viejas y sentimentales canciones de menos de tres minutos y su honestidad brutal, que estar al tanto de la nueva etiqueta de música electrónica o el cartel de los festivales. Hace algunos años De Pablos y Ordovás –así como también Ramón Trecet, Diego Manrique o el más contestario Javier Gallego– fueron obligados a dejar la casa en polémicas circunstancias. Muchos oyentes decidieron bajarse del barco ante esas circunstancias.
En la actualidad, de la vieja guardia de mentores solo queda Julio Ruiz, que sigue infatigable su labor de apoyo y difusión de los grupos emergentes, accesible y cercano como pocos. Pese a todo, Radio 3 sigue erre con erre con su labor divulgativa en pleno siglo XXI. Ampliando su ya de por sí abundante oferta de podcasts –ya no necesitamos los cassettes– y contenidos exclusivos para redes sociales. Diríamos que ahora la emisora es una perfecta viejoven. La tía enrrollada que venía de Londres con música buena y nueva.
El problema, dirán algunos, es que esa música ahora se puede encontrar en cualquier sitio gracias a internet. El algoritmo, dicen, no necesita fatigar mercadillos de vinilos de segunda mano para encontrar joyas emergentes o inmarcesibles. Y no pueden estar más equivocados: la labor de prescripción y guía es en la actualidad más necesaria que nunca. Delante de la totalidad proteica e inabarcable de la música en línea uno necesita de su hilo de Ariadna para no perderse. Radio 3 nos enseñó muchas cosas importantes, tal vez la que ahora más nos interese recordar es que lo que importa de verdad es lento y suele costar trabajo. Se nos viene a la mente aquel amigo que se había comprado un memoria externa de ordenador y se bajaba toda la discográfica de Bob Dylan, creyendo que así la poseía. A la semana, al preguntarle por su disco favorito, apenas podía decir nada más que Blowin in the wind. El exceso de oferta produce parálisis. O como aquel chiste de Woody Allen sobre un método rápido de lectura que permitía leer Guerra y Paz en menos de dos horas. Al ser preguntado por la trama, el esforzado lector declaraba: va sobre Rusia.
Aún teniendo sus indudables sombras –el elitismo, la recalcitrante anglofilia y cierto dogmatismo estético– no podemos dejar de querer a la emisora que nos hizo amar la música más allá de listas de ventas o las campañas publicitarias, que amplió las lindes de lo disfrutable, fundiendo lo cultural y lo personal en una dupla ganadora. Y que tan generosamente contribuyó a rellenarnos de belleza nuestra jukebox sentimental. No se nos ocurre otro cierre que aquel tantas veces escuchado, cuando acababa Flor de Pasión, y Juan de Pablos decía: “Forza, saluti a tutti, bacioni, auguri, in bocca al lupo, arriverderci i e presto pino” y sonaba Azzurro de Adriano Celentano.