Rainer María Rilke en el Duino / DANIEL ROSELL

Rainer María Rilke en el Duino / DANIEL ROSELL

Poesía

Rilke y las marionetas sagradas

Andreu Jaume y Adan Kovacsics traducen y editan para Lumen la 'versión maestra' en español de las ‘Elegías de Duino’, una honda meditación sobre la trascendencia humana frente a la muerte

3 marzo, 2023 22:00

El mejor método para entender a un poeta es recurrir a la intercesión de sus semejantes: otros poetas. Para desentrañar la obra de Rainer María Rilke (1875-1926), el último gran titán de la poesía moderna en alemán, sirven Borges (un cuarto de siglo posterior en la línea del tiempo) y Novalis, que le antecedió un siglo. El primero dejó escrito en el prólogo de Los conjurados una idea memorable: “Al cabo de los años he observado que la belleza, como la felicidad, es frecuente. No pasa un día en que no estemos, un instante, en el paraíso”. El segundo, en su poema ‘Nostalgia de la muerte’, entona un deseo ancestral: “Loada sea la noche eterna; / sea loado el sueño sin fin. / El día, con su sol, nos calentó, / una larga aflicción nos marchitó. / Dejó ya de atraernos lo lejano, / queremos regresar a la casa del Padre”.

Ambas sensaciones forjan la existencia de cualquier ser humano, sea rey o mendigo. La felicidad sin atrio y la certeza, teñida de un vago y temeroso deseo, del momentum postrero del último adiós. Rilke navega entre estas dos orillas en las Elegías de Duino, una honda meditación sobre la trascendencia humana cuya versión maestra en español, al cuidado de Andreu Jaume y Adan Kovacsics, irrumpió hace semanas en las librerías –con notable éxito, puesto que el libro acaba de alcanzar su segunda edición– cuando se cumple un siglo de su gestación, que en realidad data de 1922, aquel annus mirabilis de la literatura moderna.

Retrato del poeta Rainer Maria Rilke / LEONID PASTERNAK 

Retrato del poeta Rainer Maria Rilke / LEONID PASTERNAK 

El año pasado las calendas culturales conmemoraron el Ulysses de Joyce, la muerte de Proust y The Waste Land, de T.S. Eliot, pero Rilke, que publicó su opera magna un año después, en Leipzig, aunque su composición esté documentada un decenio antes, se alza, rodeado de efemérides tan capitales, como una flor extraña. Es un hito secreto. Canonizado por la crítica pero todavía hermético para audiencias más numerosas, cosa que acostumbra a suceder con muchos poetas, sus versos atesoran toda la sabiduría metafísica que hace una centuria lo elevaron a la cumbre del Parnaso, pero lo alejaron –en apariencia– de la calle, encerrándolo en la maravillosa jaula de la alta cultura.

Y, sin embargo, como explica Andreu Jaume en ‘El tiempo de lo decible’, el antológico prólogo escrito para esta edición, “aunque la fachada clásica y la apelación existencial de su poesía puede hacernos creer en un principio que sus preocupaciones son extemporáneas, en realidad la atención de Rilke está puesta en algo que nos incumbe absolutamente”. No cabe duda: la muerte, el sentido último de la vida en un mundo en descomposición, es una materia universal porque –Borges, de nuevo– la muerte de un hombre es la de todos los hombres.

Orfeo, Rilke

El poeta concibió las Elegías más de un decenio antes de su publicación, recién entrado en la cuarentena –una leucemia se lo llevó del mundo tras superar el medio siglo–, mientras bajaba a la playa de Sistiana desde las alturas, geográficas y metafóricas, de la fortaleza de Duino, donde disfrutaría de la comodidad aristocrática que tan grata es para los nómadas, y que se repetiría en Muzot con los Sonetos a Orfeo. Una voz (imaginaria) le dictó el verso inicial de la primera elegía: “¿Quién si yo gritara llegaría a oírme desde los coros / de los ángeles?”.

Si se rastrea la genética de esta poderosa dicción oracular, sin duda prodigiosa, hay que remontarse a los tres años anónimos que van desde 1903 a 1906, cuando escribe las misivas (episódicas) a Franz Xaver Kappus, cadete militar en Viena y poeta diletante, al que el poeta dedica las diez epístolas privadas que terminarían dando forma (involuntaria, pues fueron dadas a la imprenta por su destinatario) a las célebres Cartas a un joven poeta. Todo lo que cristalizaría mucho después ya está en estas páginas en potencia. En embrión. Haciéndose.

Rilke 2

Un Rilke que no llega a los treinta años describe en esta correspondencia con su admirador, que le pide consejos y le envía versos, la necesidad que para un artista supone convivir con la soledad, señala que el único camino de la revelación es la introspección, mira a Dios como un final, en vez de pensarlo al modo de un comienzo, y descubre que los poetas deben “transformarse, duros, en palabras / como el cantero de una catedral / se transforma en la calma de la piedra”. Son los impulsos, todavía confusos, pero enunciados, que alumbrarían el ciclo de Duino. Palpitaban en el ánimo del poeta dos décadas antes de la gran iluminación.

Haría falta mucho tiempo, días y noches, para que el escritor descubriera la manera enunciar lo indecible e iniciase un viaje a un mundo sin ironía; primero en gestación; más tarde, en extinción. Con razón, emulando una de las voces del Shakespeare del King Lear, Rilke le escribiría a su pupilo: “No hay medida en el tiempo: no sirve un año y diez años no son nada; ser artista quiere decir no calcular ni contar: madurar como el árbol que no apremia a su savia, y se yergue confiado en las tormentas de primavera, sin miedo a que detrás pudiera no venir el verano, que llega sólo para los pacientes (…) ¡La paciencia lo es todo!”.

La primavera será –una década después– el duro invierno de la Navidad de 1912 y la soledad sonora (rugiente y profunda) del mar chocando contra el acantilado, adriático y pedregoso, de Duino. Dios, como dijo Nietzsche, había muerto. La confianza del positivismo pereció con la Gran Guerra. El cristianismo ya no es un consuelo, sino un vano ritual. El hombre parece el triste protagonista de ‘El organillero’ de Schubert: “(…) Con dedos entumecidos le da a la cuerda penosamente. / Se tambalea desnudo / sobre el hielo / Y su platillo siempre / está vacío. // Nadie quiere oírle, / nadie le mira. / Y los perros gruñen alrededor del pobre viejo”.

El mundo en el que germina la semilla de las Elegías, como escribe Nicanor Parra sobre el cielo, “está cayéndose a pedazos”. Los muertos del ayer todavía persisten en nuestra sangre. “Lo que llamamos destino” –había escrito el poeta una década antes– “sale de los hombres, no entra a ellos desde fuera”. El estoicismo del Rilke de las Cartas se torna primero meditación, y después transformación interior, en las Elegías. Sus hexámetros están cargados de una religiosidad pura, sin deidades. En ellos encontramos esa certeza de la que hablaba Borges –existir es maravilloso– y la melancolía, convertida en resignación fecunda, de Novalis.

Manuscrito de las 'Elegías'

Manuscrito de las 'Elegías'

Esta edición de Jaume y Kovacsics es una obra capital porque, en lugar de limitarse a limpiar y trasladar al español los poemas de Rilke, cosa que ya hicieron personajes como Torrente Ballester o José María Valverde, desbroza los múltiples caminos del itinerario del poeta y los enriquece con una selección de otros poemas coetáneos a la composición de las Elegías –muchos, inéditos– y cartas de taller. El caleidoscopio textual desvela el work in progress de Rilke, cuya poesía navega, igual que un barco de vela griega, entre el misticismo y la carne.

Rilke fue el último poeta moderno que, frente al desprecio del pasado, tan habitual en nuestros días, se acoge al fuego de la tradición occidental para encontrar un asidero frente a la tempestad. Su estilo está cargado de pureza y fuego. Sus imágenes hablan de una humanidad atrapada entre la renuncia a la religión y el desengaño tras la Ilustración. La belleza se ha convertido en una compañía siniestra y el hogar al que ambicionaba regresar Novalis no existe. La humanidad parece los saltimbanquis de Picasso: ¿Quiénes son, dime, esos titiriteros / aún más borrosos que nosotros mismos. / ¿Quiénes son ésos / a los que tuerce como a ropa, de improviso / (¿en pro de quién?) / una premiosa voluntad insatisfecha?.

'Familia de Saltimbanquis' : PICASSO

'Familia de Saltimbanquis' : PICASSO

Nada encaja. El mundo desacralizado, sin trascendencia, sabe que no existe más desenlace que la extinción. Y, sin embargo, el fondo del pozo no es una trampa. Es la vía de escape. La honda carga metafísica de las Elegías está concentrada en la búsqueda de una nueva forma de trascendencia. Rilke, al contrario que los nostálgicos, sabe que no puede regresar al pretérito. La mímesis es una práctica difunta y retroceder no es posible. Existe, no obstante, una esperanza: el poeta la descubre en el élan vital que vincula a los amantes, a los santos, a los muertos prematuros, a los héroes y a los niños. Todos viven ajenos a su desaparición, ya sea por ignorancia, aceptación ingenua, épica o por su ceguera ante la tragedia comunal.

Son seres mortales que desprecian, omiten o ignoran la muerte. Hijos de una civilización desvinculada por completo de la naturaleza que ya no puede contar con el consuelo de la inmortalidad que representaba Dios. La biología no admite excepciones: el final del camino llega, el sendero se termina y la muerte, tras ser cancelada, irrumpe a nuestro paso como una agonía. La realidad desmiente la ensoñación moderna de reducirla mediante una elipsis.

Vista del Castillo de Duino

Vista del Castillo de Duino

Los poetas griegos, sin embargo, la celebraban porque consideraban que era el faro de la existencia. La salvación espiritual –musita Rilke en sus versos– depende de la aceptación de la mortalidad: “Oh, tiempo de la infancia, / cuando tras las figuras había / más que simple pasado y luego ningún futuro (…) Y allí estábamos, sin embargo, a solas / con la alegría de lo duradero, / en el intersticio entre el mundo y el juego, / en un lugar desde el comienzo / fundado para un puro acontecer”. Esta certeza es la única épica que queda a nuestro alcance. La elegía séptima indica el camino para volver a dotar de sentido al canto (a esa vida que incluye también a la muerte, evitando la mutilación artificial del espíritu) que Rilke entona en busca de la restitución de lo que somos, siguiendo a Píndaro, Lucrecio y Hölderlin.

El poeta no siente nostalgia por el mundo (clásico) perdido. Entre otras razones porque el arquetipo de la cultura griega no es un punto fijo, detenido de la historia, sino un proceso que discurre desde la cohabitación con los dioses al desarraigo, que comienza con la mímesis y conduce –sin remedio– al nihilismo. Feuerbach lo resumió con estas palabras: “El primer pensamiento fue Dios, el segundo fue la razón y el tercero, el hombre”. “Las Elegíasexplica Andreu Jaume– “son un intento de revertir esa separación entre el decir poético (convertido primero en ornamento y más tarde en frustración) y la verdad, devolviendo la belleza a su lugar originario”. A la cotidianidad en la que, sordos y ciegos, habitamos.

Rilke

Rilke encuentra así la restitución que transforma el espíritu: venimos al mundo para cantar la vida –mientras acontece– porque los templos antiguos han sido derribados para siempre. Carentes de refugio, nuestra salvación reside en esa variante de abstracción sensorial que juzga a la naturaleza, y a las cosas, como las expresiones del tránsito humano. El poeta fabrica de esta manera una epifanía íntima que recuerda al Plotino de Las Enéadas. El principio de unidad del antiguo filósofo griego se convierte en Rilke en una apertura hacia la muerte.

La eternidad, lo perpetuo, lo irremediable, es la desaparición de todos los seres. Los animales, los niños o los héroes, sin embargo, ignoran esta fatídica certeza. Son locos felices. Inmortales en su perpetuo presente. Su ignorancia ante esta amenaza define su relación con el mundo. ¿En qué puede creer la humanidad cuando se sabe condenada de antemano? En el lenguaje poético, que eterniza lo que nombra, dota de un aura perdurable a todas las cosas y nos arraiga en el tiempo pasajero. “Quizá hemos venido para decir casa / puente, manantial, puerta, frutal, ventana / a lo sumo columna, torre…pero decirlo, entiéndelo, / oh, decir tal como las cosas mismas nunca creyeron / íntimamente ser”.

Rilke en el Hotel Byron de París

Rilke en el Hotel Byron de París

Tras el velo de la alétheia está la negra sombra. Negarlo nos convierte en las marionetas del destino. Aceptarlo, disfrutando de la gloria de haber sido terrestres, ensancha el estrecho sendero de la vida y convierte a la imbatible adversaria en la llama de una existencia plena: “(…) Las noches, las altas noches estivales, / las estrellas, las estrellas de la tierra. / Oh, estar muerto un día y saberlas infinitas, / todas las estrellas, cómo olvidarlas”. El hondo aliento hímnico de Rilke proclama que vivir para siempre es una quimera imposible. Haber vivido con conciencia de lo sagrado, en cambio, es una victoria que dura toda la eternidad.