Letra Clásica
Andreu Jaume: "El mundo catalán y el castellano han vivido siempre de espaldas"
El editor y crítico, que se suma a la lista de escritores de #LetraGlobal, defiende el cosmopolitismo de la cultura frente a la estrecha visión chauvinista del nacionalismo
14 mayo, 2018 00:00Editor de T. S. Eliot, de W. H. Auden o de Shakespeare, Andreu Jaume (Palma 1977) es uno de nuestros intelectuales y humanistas más lúcidos. Crítico literario, poeta –es autor del poemario Camp de mar– y uno de los mayores especialistas en la Generación literaria del 50, especialmente de la obra de Carlos Barral y Jaime Gil de Biedma. Actualmente es director del Centro Libre de Arte y Cultura (CLAC), un foro ciudadano desde donde impulsa y organiza ciclos de conferencias sobre pensamiento con la noble pretensión de recuperar la atmósfera de libertad y pluralidad que antes tenía la cultura en Barcelona. Esta semana debutará como nuevo colaborador en #LetraGlobal, el spin-off cultural de Crónica Global, donde escribirá quincenalmente una crónica sobre las apasionantes relaciones entre la literatura y la política.
–Editor, crítico, poeta. ¿Con qué definición se queda?
–Creo que he construido mi identidad pública a través del trabajo de editor que, poco a poco, me ha ido llevando a otras disciplinas. Empecé trabajando con Esther Tusquets y trabajé muchos años como acquisitions editor, es decir, comprando obras, tanto novela como poesía; con 34 años, más o menos, decidí dejar de trabajar dentro de la empresa y comenzar a trabajar desde casa y así emprender otra etapa que fuera menos comercial y más artesanal e intelectual. Quería poder hacer libros de fondo y hacer mis propias ediciones; esto me llevó a trabajar con más detalle autores a los que siempre había leído, como Gil de Biedma, Eliot, Auden, Shakespeare... y a traducir. El trabajo de traducción, sin embargo, viene derivado del de edición y, en parte, también de la crítica literaria: para mi editar textos es una forma de estudiar e interpretar textos literarios.
–Es decir, hace ediciones críticas.
–Sí, y ediciones anotadas. En algunos casos, me gusta también traducir las obras que edito, entendiendo la traducción como una herramienta interpretativa. No soy un traductor profesional capaz de traducir cualquier cosa, yo solo traduzco aquello que me propongo estudiar. Por lo que se refiere a la etiqueta de poeta, es un título bastante intimidante, pero, sí, me dedico a escribir poesía: he publicado un poema largo y ahora estoy terminando otro.
–En su poemario, Camp de mort, está muy presente un sentimiento melancólico por la pérdida del vínculo de unión con la tradición europea, pérdida que, por otro lado, parece querer remendar a través de su trabajo como editor, ocupándose de los grandes nombres de dicha tradición.
–Europa, antes de una unión económica y política, es una unión cultural y, probablemente, los intereses económicos y la ansiedad política nos han hecho olvidar que lo que realmente nos une en tanto que ciudadanos europeos es una tradición que está en Jerusalén, que está en Atenas, que está en Londres, en París, en Madrid y en Barcelona y que es una gran conversación filosófica, poética, musical y artística que se inició hace muchos siglos. Ni por parte del estamento político ni por parte del estamento educativo se ha subrayado suficientemente esta unión cultural, de la que deberíamos ser más conscientes, puesto que es lo que realmente singulariza Europa. Frente a las otras potencias económicas globales, es decir, frente al modelo de vida estadounidense y el asiático, queda una franja que solo podemos ocupar los europeos y lo podemos hacer solo a través de la cultura. Nosotros no podremos competir nunca económicamente con la potencia de Estados Unidos y con la de Asia, pero sí podemos reivindicar este legado europeo que, por otra parte, ya es universal, pertenece no sólo a todo Occidente, sino a todo el mundo. La influencia de la cultura y de la filosofía europea ya es palpable incluso en Oriente, aunque Europa es la depositaria y, por ello, deberíamos conscientes de esta tradición, fomentarla, estudiarla y no dejarla morir.
–Sin embargo, da la impresión de que ahora Europa es solo una administración político-monetaria.
–Este es uno de los grandes fallos de la Unión Europea. Yo soy un convencido europeísta, pero creo que falta integración democrática, puesto que los ciudadanos europeos debemos sentirnos más cerca del funcionamiento de la Unión Europea, que ahora es vista como una híper-burocracia en la que tenemos poco que ver, y falta cultura. Tendría que ser obra de todos los gobiernos y de la administración europea fomentar la cultura. Cualquier hecho cultural relevante en un país europeo está relacionado con la cultura compartida: Cervantes, Shakespeare, Goethe, Victor Hugo, Dante… Todos ellos tienen una dimensión europea y ser consciente de ello ayudaría a crear una conciencia de ciudadanía, que se reconoce más desde afuera, desde Estados Unidos, por ejemplo, que desde la propia Europa.
–Indispensable para esta conciencia es el conocimiento mutuo y, por tanto, como ya sostenía Goethe, apostar por la traducción como herramienta fundamental para conformar una cultura universal.
–Cierto, el problema es la miopía propia de Europa, que es una de las consecuencias del mal que nos asola: el nacionalismo y el chovinismo. Ahora, cada nación solo se preocupa por su cultura, cuando, en realidad, sobre todo desde el invento de la imprenta, toda la cultura europea funciona a partir de la traducción y del conocimiento de los demás: Shakespeare leyó muy probablemente a Cervantes, que, sin embargo, por culpa de la Contrarreforma, no llegó a leer a Shakespeare, pero, en uno de los episodios más significativos de la llegada a Barcelona, hace que Don Quijote entre en una imprenta, donde se encuentra con la impresión de El Quijote apócrifo y con una impresión de una traducción. Esto es una genialidad absoluta, porque Cervantes sitúa el nacimiento de la imprenta en su personaje, que va a tener una influencia decisiva en toda Europa a través de la traducción.
–Bueno, el propio Quijote comienza como una traducción.
–Desde luego. Además de la traducción, otro elemento clave es la música. La gran tradición musical europea es un punto de encuentro fantástico como saben bien en Alemania y como sabe bien alguien como Barenboim, que ha hecho un trabajo excepcional para crear conciencia de lo que es la cultura. La música es un arte que no necesita traducción, inmediatamente todos nos podemos sentir vinculados a ella.
–Usted ha escrito sobre la crisis del canon y me gustaría preguntarle si esta crisis tiene que ver, en parte, con una voluntad de cuestionar el legado cultural y, en específico, literario.
–Sobre todo, tiene que ver con una renuncia a la ambición. Muchas veces se entiende mal el canon y se piensa que es una imposición patriarcal e ideológica, cuando, en realidad, es un lugar que te enseña a medirte con textos, autores, ambiciones y límites realmente complejos y estimulantes. Si uno se encierra en las literaturas nacionales y limita el campo de acción a los autores estrictamente contemporáneos, evidentemente el nivel de la literatura se resiente inmediatamente. Decía Gabriel Ferrater, uno de los poetas olvidados de esta ciudad: si yo imito a Auden, que por entonces era un poeta todavía vivo, seguramente fracasaré y con un disparo muy corto; si, en cambio, imito a Shakespeare, también fracasaré, pero el salto será tan grande que el resultado beneficiará mi propia osadía. El canon enseña, sobre todo, a tener un sentido histórico y a tener rivales verdaderamente considerables. Ya lo decía Gil de Biedma: “Escribo para unos cuantos contemporáneos amigos y para mis antecesores”.
–Puede que El canon occidental de Harold Bloom popularizara el concepto, pero no sé si, al final, terminó por banalizarlo, sobre todo por sus listas finales.
–El canon es un gesto por parte de Bloom en un momento distinto al de ahora. Bloom se jubila como crítico y como profesor a través de una serie de comentarios sobre los que para él son los libros esenciales del canon occidental, resituando a Shakespeare en el centro del canon en contra de Eliot. En efecto, lo que más se tuvo en consideración de El canon occidental fueron las listas finales y todo el mundo estaba pendiente de si salían más catalanes que españoles, si salían Juan Ramón Jiménez, Gimferrer o Eliot. Sin embargo, lo importante del canon es el comentario que hace Bloom a Shakespeare, que hace a Cervantes o a Dante. Por otra parte, el canon nunca ha sido un lugar cerrado, siempre ha sido un espacio en perpetua modificación. Eliot construyó un canon previo a Bloom que demolió el construido por los románticos y los victorianos. Lo importante es saber si queremos estar dentro de un lugar, por definición complejo, inseguro, pero profundo, que se llama canon, del que pueden entrar y salir nombres y títulos, pero siempre desde un punto de vista problemático, exigente y vivo.
–La idea de un canon exigente está directamente relacionada con la de una crítica que busque la complejidad. Parafraseando a Terry Eagleton, ¿cuál es, para usted, la función de la crítica?
–La crítica se ha entendido muy mal en este país, se ha confundido muchas veces con la publicidad, que ha terminado por sustituirla. Los periódicos han tejido alianzas con los grandes grupos editoriales y se ha considerado que los suplementos, en lugar de la vieja crítica, tenían que estar al servicio de esa enorme maquinaria de propaganda y de publicidad. Sin embargo, cuando comenzó a inventarse la esfera pública, la crítica tenía que ser un contrapoder que pusiera en tela de juicio aquellos títulos por los que el mercado apostaba. El diálogo entre el crítico, el autor y el editor conformaba una serie de tensiones que, al final, redundaban en beneficio de la calidad de la vida intelectual de toda una sociedad. Esto se agotó, la critica se ha menospreciado y ahora estamos en un momento de transición, pero todavía no sé cómo cambiará el escenario, pero lo cierto es que el papel de los viejos suplementos está en decadencia y se está creando una nueva forma de opinar y de hablar de libros en la red que, imagino, irá constituyendo sus pequeños satélites. Imagino que, como siempre, se terminarán creando pequeños grupos muy críticos frente a otros grupos más amplios, donde estará el mainstream.
–Tanto Bloom como Eagleton comentaban que uno de los problemas de la crítica es que ha dejado de lado el elemento estético en favor de otros valores.
–Sí y seguramente se ha criminalizado lo estético. Nunca ha estado mal que haya criterios ideológicos a la hora de juzgar una obra literaria, lo que no puede hacerse, al menos a mi juicio, es valorar una obra literaria porque cumple con un determinado juicio apriorístico ideológicamente correcto. Ahora bien, la interpretación crítica es siempre compleja y pone en movimiento un amplio abanico de elementos: el estético, el ideológico, el social, el político. Todo puede estar ahí, dependerá del enfoque del crítico.
–Lo cierto es que estamos en un momento en que no sólo el debate en torno a Lolita, sino que el escándalo por la posible publicación de Las Bagatelas para una masacre de Céline da cuenta de una voluntad moralizadora de la crítica.
–Sí, hay una voluntad de convertir la crítica en una crítica moral y, sobre todo, de querer esconder lo que es el hombre, lo que es la humanidad. El caso de Céline es paradigmático: este moralismo no es europeo, estamos heredando una moralina y un puritanismo estadounidense que en Europa nunca hemos aceptado en ningún campo. Ahora estamos viviendo una censura tremenda, volviendo a Céline, ¿por qué no se puede publicar las Bagatelas para una masacre si se pueden encontrar por internet? ¿Por qué no pueden estar en Gallimard? Bien editado, bien analizado y bien anotado, es un documento histórico imprescindible para entender a un escritor extraordinario. Es absurdo pretender que Eliot no fuera antisemita, lo era como tantísimos otros, pero la categoría estética y la categoría moral son distintas y ambas reflejan la complejidad de la naturaleza humana.
–Escribía usted que “si bien la tarea del crítico consiste en “socializar” la experiencia de la lectura”, debe ser consciente de que su destinatario no es “el público en general, sino una comunidad siempre en construcción de individuos susceptibles de ser “movilizados” a partir de esa experiencia”. En relación a la más de una vez criticada distancia elitista de la crítica, ésta ¿no tiene otra opción que asumir dicha distancia?
–Sí, siempre, porque si no se puede constituir como crítica. Estamos viviendo la apoteosis de la cultura de masas; a lo largo de estos últimos 100 años, la cultura de masas ha ido sustituyendo la cultura popular y creando una élite que no era élite: muchas cosas que no pertenecían a la élite ahora son élite precisamente porque han sido arrinconadas por esta cultura de masas, que ha criminalizado a todo aquello que se desprende de ella. Evidentemente, el terreno político es el terreno único en el que todos somos iguales ante la ley y es una absoluta isonomía, pero, en cambio, en terreno estético es imprescindible discriminar. Evidentemente, uno puede elegir ir con la corriente de la cultura de masas, pero entonces nunca ejercerá ningún tipo de crítica, porque la crítica consiste en discernir.
–La oposición élite y cultura de masas hace pensar en el debate anglosajón acerca de si la élite debía mantenerse siempre distanciada de la cultura masas, posición más o menos representada por Leavis y Eliot, o si la cultura de élite debía dejar de ser elitista y debía fomentar la integración en ella de toda la sociedad.
–El problema es considerar la élite como algo cerrado y estanco y preestablecido, donde hay una serie de privilegiados que defienden sus privilegios, incluso desde un punto de vista ideológico. Esta idea de élite me parece condenable y caduca, pero, en cambio, la idea de élite a la anglosajona, una élite a la que todo el mundo está invitado a entrar es la que yo defendería. Es una idea en la que se parte del presupuesto de que hay una élite y, por tanto, hay obras superiores, hay autores mejores que otros, que hay una aspiración estética y, a la vez, redunda en beneficio de lo social y de lo político y es una élite a la que todo el mundo está invitado siempre cuando se acepten estas premisas y, por tanto, esta ambición de excelencia. En la élite inglesa han terminado entrando gente que pertenece a la clase alta y gente que pertenece a clases sociales más humildes por el sistema de meritocracia.
–Aquí habría que repensar educación, en concreto en términos meritocráticos y no económicos.
–Es el gran debate pendiente y es la gran catástrofe que han cometido todos los gobiernos, tanto de izquierdas como de derechas.
–A partir de la decisión del crítico de The New Yorker Lee Siegel comentaba usted la tendencia a dar solo valoraciones positivas. ¿Podríamos añadir también la tendencia de darlo todo masticado, eliminando la complejidad?
–Esta es una cuestión que ha puesto de manifiesto internet; de pronto, todo tiene que ser favorable y la idea negatividad y de oposición ha quedado relegada al campo de lo elitista e, incluso, de lo reaccionario. Me sorprendió mucho la reacción de este crítico, porque es un poco de claudicación. El otro día, en la presentación del libro de Jordi Llovet, Ignacio Echevarría impugnó públicamente la sección de clásicos latosos de Kiko Amat, utilizando frases bastante severas. Alguien del público se levantó, diciendo que no podíamos utilizar ese lenguaje, porque es importante que nos entendamos todos. Hay una idea de ecumenismo según al cual todos tenemos que llevarnos bien, cuando, por otro lado, la red está alimentado una agresividad brutal. Lo que está pasando es que esta falta de negatividad está convirtiendo al público en un público infantil, está puerilizando a la sociedad que, por un lado, acepta salvajadas como desear que se viole a una política de forma tranquila y, por otra parte, se escandaliza frente al hecho de que alguien diga que un libro es una basura. La pirámide se ha invertido y la masa está ocupando los lugares de fuerza.
–¿Ignacio Echevarría representa aquello que debe ser la crítica?
–Sí, Ignacio es el único o, por lo menos, uno de los pocos que ha intentado cultivar en España una crítica responsable y tratar de enfrentarse la literatura se su tiempo, que es algo muy incómodo y muy difícil. Una cosa es hablar de los textos del pasado que, como decía Benjamin, no es tarea de crítico: la tarea de crítico es expresar un juicio sobre la literatura de tu tiempo. Y esto lo han hecho muy pocas personas en España, Ignacio lo ha hecho con resultados extraordinarios, pero también con resultados muy difíciles para él, puesto que ha terminado siendo expulsado por el propio sistema.
–¿Se ha leído mal a la Generación del 50?
–La Generación del 50 es una generación de muchos autores y bastante diversos entre ellos. Por lo que se refiere a los poetas, creo que Gil de Biedma ha pagado un poco cara la facilidad con la que se ha leído y se ha asimilado su poesía. Él era un poeta muy transparente y cultiva una poesía opuesta al simbolismo y esto se tradujo en los años 80 en una asimilación rápida y superficial de toda su obra. Faltaba una lectura en profundidad del trayecto crítico que llevaba a cabo. Creo que la complejidad de Gil de Biedma es extraordinaria y es de una complejidad moral inagotable. Hay otros autores que no han tenido tanto éxito popular, como es el caso de Carlos Barral, que también es un poeta excelente y prosista espléndido y su apuesta poética es muy distinta a la de Gil de Biedma y de Ferrater. Luego está Claudio Rodríguez, que también en un poeta de primer nivel. Por lo que se refiere a los novelistas, algunos han sido bien recibidos y bien metabolizados, pero otros están todavía por descubrir. Juan Benet ha tenido una escuela más personal que literaria: sus discípulos le reconocen su categoría de maestro personal, pero su literatura ha quedado un poco olvidada o sustituida por un modelo de novela más asequible y de tradición anglosajona.
–Dice que se ha considerado fácil a Gil de Biedma. Sin embargo, tenía como maestro y referente a Eliot.
–Exacto. Este es el punto que debería hacer sospechar a todo el mundo de que algo falla. Muchos de los imitadores o seguidores de Gil de Biedma, prácticamente no han leído a Eliot. Gil de Biedma consideraba al Eliot de Los cuartos cuartetos su referente, pero ¿cómo puede ser que un poeta ateo, homosexual, que habla sobre todo de problemática humana bastante común pueda identificar en su genealogía a un poeta y a un poema que busca la comunión con Dios? En esta aparente contradicción aparece toda la complejidad de Gil de Biedma, cuya gran obsesión es el paso del tiempo, que es también la gran obsesión de Eliot. Aunque los resultados y las ansiedades son muy distintas, la enorme sensibilidad de Gil de Biedma por el tiempo es la misma que tiene Eliot. Sin embargo, sus seguidores o imitadores se han quedado con una mera imitación estilística, si bien el estilo de Gil de Biedma es inimitable, y a una soltura del yo lírico que cuenta lo que le ocurre.
–Antes, ha comentado que Ferrater es un autor olvidado. ¿Es posible hablar de autores olvidados?
–Sí, yo creo que sí. Cabría preguntarse qué ha dado la literatura catalana de calidad en los años de democracia. Yo encuentro muy pocos nombres reseñables y, en cambio, un nombre como Ferrater, creo que, por razones políticas, está prácticamente desaparecido o marginado; pero no solo Ferrater, ahora hay una serie de poetas que se dedican a denostar a poetas como Carner, que es extraordinario, Joan Vinyoli o Foix. El legado poético catalán es superior al castellano en esa generación: si uno compara poetas del 27 con ciertos poetas catalanes de su misma edad, los poetas catalanes son mucho mejores. Y me da la impresión de que todo este patrimonio está descuidado y el caso de Ferrater es flagrante: es alguien que, es cierto, siempre fue por libre, alérgico al patriotismo y al nacionalismo y que es imposible de clasificar, pero es un poeta enorme cuya obra, compleja, sin embargo, no ha sido releída por los contemporáneos y sus textos non ha sido objeto de una relectura atenta, profunda y anotada que tuviera en cuenta toda su hondura y complejidad. A mí me gustaría que su próximo centenario, que es de aquí a pocos años, sirviera para que se hicieran conferencias, cursos y ediciones para que se pusiera al día la lectura crítica de Ferrater.
–También habría que hablar de la ceguera del otro lado. Solo ahora se ha traducido en castellano La muerte y la primavera de Mercè Rodereda. ¿Cuestiones de mercado?
–No solo el mercado, sino también la política. Uno de los errores de la Transición es no haber considerado toda la riqueza cultural y literaria en todas las lenguas de España como algo común. Esta estrategia de dejar en manos de los nacionalismos periféricos la cultura catalana, la vasca, la gallega, la mallorquina o la valenciana ha provocado que, efectivamente, una novela como La muerte y la primavera que, a mi juicio, es una de las mejores novelas que se han escrito en España en el siglo XX, sea completamente desconocida, que su traducción al castellano apenas haya circulado y que no haya ejercido un papel importante en el canon español. Esto es fruto de un problema político y educativo. Tendríamos que sacar de las manos políticas y de lo ideológico este patrimonio cultural que es un patrimonio de todos.
–¿Una de las consecuencias de este error político ha sido la polarización cultural?
–Esta es otra de las cuestiones. El mundo catalán y el mundo en castellano han vivido siempre de espaldas el uno del otro, incluso en Barcelona, siendo dos lenguas de la misma familia y, por tanto, teniendo una genealogía crítica muy cercana. Y no entiendo por qué. Yo escribo en castellano, pero siempre digo que tengo influencia de autores catalanes, como la tengo de autores ingleses o italianos; para mí todos ellos forman de una misma familia en la que uno debería moverse como en casa.
–¿Y esta separación viene de siempre?
–Por lo menos, desde la Guerra Civil. Autores como Unamuno o Juan Ramón Jiménez tenían mucho más contacto en los años 20 o 30 con autores catalanes de la que tuvieron autores que vinieron después. Uno de los poetas más grandes del siglo XX, Bartomeu Rosselló Porcel escribía en catalán, pero su maestro era Jorge Guillén y también fue discípulo de Carles Riba. Por temas políticos y, obviamente, por el franquismo, esa comunicación entre autores se perdió y se perdió para siempre; creo que el último diálogo que hubo realmente es el de Ferrater y de Gil de Biedma y, luego, está el caso de Gimferrer que ha estado entre los dos mundos siempre con mucha excelencia y mucha comodidad.