'Homenot' José María Valverde / FARRUQO

'Homenot' José María Valverde / FARRUQO

Letras

José María Valverde, humanismo cristiano y alta literatura universal

La labor editorial y docente del gran crítico literario, extremeño afincado en Barcelona, nos ha dejado inteligentes ensayos, traducciones y su irrepetible 'Historia de la Literatura Universal'

29 noviembre, 2022 20:00

“Si de veras le interesa Joyce, lea el libro de Harry Levin o, en su defecto, lea el Ulysses”. Este comentario jocoso de Borges nos devuelve a Levin, el gran erudito y crítico literario estadounidense de origen judío experto en literatura comparada, que dejó el célebre ensayo James Joyce: A Critical Introduction y contribuyó con relevantes trabajos sobre Marlowe, Hawthorne, Balzac o Stendhal. Con justicia podemos decir que la traducción al castellano del Ulysses de José María Valverde contenía un mínimo toque del descomunal Levin, tal como le ocurrió también a Claudio Guillén, políglota y experto en comparaciones mil, colega académico del primero y de Francisco Rico que los observa a ambos desde “el ángulo fúlgido” del salón de las letras (Una larga lealtad).

José María Valverde, fallecido en 1996, habita en su propia poesía, tomada en el aire quebradizo de su figura, la de un erudito vinculado a la literatura universal y también padre putativo del ser de palabra que quiso ser. A esa voluntad de ser y amar, el profesor de Estética de la UB le llama conciencia lingüística. En uno de sus ensayos lo explica a través de Canetti, vienés sobrevenido y escritor en un alemán más químico que literario. A partir de 1939, Canetti, de origen búlgaro y familia sefardí, se instala en Londres, donde obtiene el Premio Nobel. El dato resulta pertinente porque, utilizando este pretexto, Valverde expone la base doctrinal de su enorme aportación a las lenguas, no en un sentido evasivo, sino de rigurosa crítica moral, como vía para romper las cadenas tribales de la nación y aproximarse al nihilismo, más allá del bien y del mal.

José María Valverde en 1980 / ELISA CABOT

José María Valverde en 1980 / ELISA CABOT

La reflexión de Valverde, católico y defensor de la Teología de la Liberación, es resueltamente concomitante con el citado nihilismo, más allá de las apariencias. Su trayectoria revela la ruptura de las cadenas morales que conduce a la exégesis, bajo la influencia de Thomas Merton, autor de La montaña de los siete círculos. Las aportaciones del monje trapense del monasterio de Gethsemani (Kentucky, EEUU) son, en parte, la guía de Valverde para adentrarse en el comunismo de raíces cristianas –matizado por Nietzsche, Unamuno, o Rilke– que va creciendo en su interior con el tiempo. Su encuentro con la Revolución Sandinista en 1979 significa un salto decidido en favor de la causa de los pobres. Entra en el país centroamericano por la puerta de Solentiname, la comunidad indígena creada por Ernesto Cardenal, sacerdote y monje trapense.

Valverde no abandona nunca la causa traicionada hoy por el presidente Daniel Ortega, que ha renunciado a los principios en favor de los intereses, hasta constituir una plutocracia criminal. Adopta una posición crítica con el sandinismo oficial, pero es solo su prematura muerte la que interrumpe su mano pacificadora en “la Nicaragua de timbucos y calandracas”, en palabras de Cardenal (en sus memorias). Su cristianismo le impele hacia mensajes alejados de la revelación cristiana en sentido literal; se aparta del dogma que rechaza la letra al margen de los Rvangelios, como una sarta de superstitiones et nepharia sacra.

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La biografía intelectual de Valverde empieza en el Madrid de los años 40, donde traba amistad con varios miembros de la Generación del 36 –Luis Rosales, Leopoldo Panero, José Luis López Aranguren o Luis Felipe Vivanco, y publica su primer libro de poesía, Hombre de Dios (1945), marcado por una religiosidad introspectiva, casi solitaria. En 1949 obtiene el Premio Nacional de Poesía por La espera. Su primera traducción, Doce poemas de F. Hölderlin, data de 1949 (Adonais); en 1957 apareció el volumen Cincuenta poesías de R. M. Rilke (Ágora), y recupera a Rilke con Elegías de Duino (Lumen) y Cartas a un joven poeta (Alianza). De Goethe publica una primera edición de Obras, que incluían dos versiones de Fausto, una métrica y otra en prosa (Planeta) y, ya más tarde traduce Los sufrimientos del joven Werther (Planeta) y Las afinidades electivas (Icaria). Del inglés traduce a T. S. Eliot, W. Whitman y Thomas Merton.

En 1957, obtiene la cátedra de Estética en la Universidad de Barcelona, y durante su magisterio acude a la UB en transporte público. Se aplica en el heterónimo machadiano, Juan de Mairena –una recolección periodística y uno de sus libros de cabecera– por su voluntad de ser “el tiempo de un hombre, igual a todos los hombres”. Diez años más tarde renuncia al puesto en protesta por la expulsión de la universidad de López Aranguren y Tierno Galván. Hace pública su renuncia con la célebre frase Nulla esthetica sine ethica, escrita con tiza en la pizarra de su aula. Y casi tres décadas después, el humanista Rafael Argullol, en junio del 96, nos deja este recuerdo indeleble tras su muerte: “Valverde ha enseñado, y enseñará, la tremenda exquisitez de los buenos; las grandes lecciones de quien no es aleccionador, las grandes verdades de quien no pretende tener ninguna verdad, las grandes propuestas de quien está desposeído de ambición”.

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Al dejar la universidad, Valverde vive en Estados Unidos y Canadá, dedicado a la docencia y a la traducción, y a la muerte de Franco recupera su cátedra. El reencuentro con los alumnos abre un paréntesis de fortaleza y energía; sus clases magistrales colonizan a lo mejor de varias generaciones, mientras el Patio de Letras de la Central se convierte en el cráter de la invención y la docencia en igualdad. Sin teatralidad, sin pompa ni frases huecas, Valverde riega el saber con un gusto desmesurado por la ironía y la precisión.

Utiliza un humor compasivo y pone en jaque los juegos del lenguaje. Su oralidad en las clases magistrales muestra el placer de la conversación sencilla, acompañada de una elocuencia casi algebraica por su exactitud. Presta a su auditorio discente sus ojos color aguamarina para que se escudriñe la falsedad y la gloria. Enseña a dudar, muestra el valor del titubeo ante los grandes momentos del arte. “Con peripatético estilo, el maestro pasea la palabra alrededor de las palabras”, escribe Albert Chillón. Finalmente, Valverde huye del axioma inmutable, conócete a ti mismo y crea su Agón particular: “yo solo me conozco de oídas”.

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El mundo de la investigación ensalza a Valverde por su Historia de la Literatura Universal, un texto escrito junto a su maestro Martín de Riquer, el enorme medievalista, que lideró los estudios de Humanidades, a lo largo de casi un siglo. La primera edición de este libro, salida en los años 50, sorprende por su originalidad poco acostumbrada; pero es 1984 cuando Planeta lo hace definitivamente accesible al publicar la obra ampliada y retocada en diez tomos de tapa dura y grandes ilustraciones.

A día de hoy, esta recopilación sigue siendo el resumen de autores y obras más completo de cuantos se han elaborado en España; no escrito ex cathedra, sino desde el conocimiento de dos conspicuos lectores, capaces de añadir a sus textos una oralidad incontenible. Al trasladarlas al texto, las conversaciones exploratorias de los autores muestran un simbólico mise en abyme o algo parecido a las matrioskas, las muñecas rusas que viven una debajo de la otra y así, sucesivamente, hasta la miniatura. Ambos se sumergen en una forma de conocimiento cuyo contenido se ha hecho canónico como la Historia de Francia de Jules Michelet, conocida como el Michelet. En los años ochenta, la Historia de Riquer y Valverde abre la puerta del mundo clásico, el  barroco español, la Pléyade francesa, la literatura británica o las vanguardias, frente al recato todavía instalado en la España académica de la Transición.

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La vivificante transmisión de conocimiento de Valverde convierte a sus alumnos en lectores de la novela francesa, inglesa, alemana y rusa. Desde el pequeño Napoleón de Stendhal, el Jean Sorel de El rojo y el negro, capaz de entender la vida como un ancho camino donde todo es posible, hasta las intrigas en una pequeña corte italiana, bajo el dominio del Emperador, vividas por Fabricio del Dongo (La cartuja de Parma), llegando a contornos infinitos en La comedia humana de Balzac, con sus 2.500 personajes, y también el naturalismo impasible que le confieren Flaubert a su heroína, Emma Bovary o Tolstoi a su Ana Karenina, símbolos majestuosos de la mujer doliente que derriba, con un gesto y pagándolo con su propia vida, los cuarteles de la poderosa masculinidad.

Las audiciones en directo de Valverde, igual que sus libros, se abren paso en medio de la metodología todavía abigarrada y rancia de la enseñanza universitaria d entonces. No se casa con nadie; educadamente se saca de encima la monería y el estereotipo de los más grandes, cuando lo considera necesario. Basándose en su extenso conocimiento como traductor, el profesor desvela a Defoe como uno de los iniciadores del periodismo moderno y defiende al librepensador Jonathan Swift, perdido entre países imaginarios, como Liliput o Brobdingnag, acompañando sus palabras con gestos pausados propios del toque satírico y de la condición humana del pesimista alegre. Proclama la obra paródica de Fielding y la descarada burla de la escritura de Laurence Sterne, cuyo Tristam Shandy, un personaje del XIX, se acaba convirtiendo en referencia para la novela experimental al final del siglo XX.

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Valverde vierte al castellano obras de más de treinta autores del inglés, alemán, griego antiguo y moderno, e italiano, muchas de ellas aparecidas en revistas literarias. Su portfolio abarca a escritores tan diversos como Saul Bellow,  Edgar Allan Poe o Emily Dickinson. Se bate a brazo partido con los textos sin dejarse llevar por los dictámenes convencionales. Premia y objeta nada menos que a Goethe, Góngora, Shakespeare o Conrad. En su libro, Mi experiencia como traductor defiende la literalidad absoluta; considera la traducción como un ejercicio moral: “si el traductor tiene un estilo literario propio, ha de olvidarlo completamente”.

Abarca todos los géneros: poesía, teatro, novela, ensayo, filosofía y teología e incluso traduce, en la época del concilio Vaticano II, los textos de la liturgia, El Nuevo TestamentoLos cuatro evangelios El Apocalipsis. Su repertorio alcanza trabajos tan ambiciosos como el Teatro completo de Shakespeare (1967), un volumen de Obras de Melville (1968) o los dos volúmenes de La segunda Guerra Mundial de Raymond Cartier (1966), todas publicadas por Planeta.

Acabada la guerra en las aulas ocupadas de los años setenta, la Universidad de Barcelona se vuelca en las clases de Valverde y Martín de Riquer, dos gigantes de la cultura humanista, tan doctos como alejados de la ambición. En sus seminarios no se toman notas porque el conocimiento se asimila por ósmosis cultural, un valor claramente en extinción. Al igual que el jesuita Miquel Batllori y Antoni Comas, Valverde forma parte del núcleo de sabios irrepetibles recogidos por Jordi Llovet en su libro, Els Mestres (Galaxia Gutenberg): “De ellos he aprendido a amar la sabiduría, la pasión por el estudio, a respetar a mis superiores y a mantener la fidelidad a los colegas y el amor a los alumnos”.