'1922', una narración del 'annus mirabilis'
La editorial Pretextos publicará el 26 de enero una novela de Antonio Rivero Taravillo, Premio Comillas, que rinde tributo al París de los grandes escritores de la modernidad
14 enero, 2022 00:00Antonio Rivero Taravillo (Melilla, 1963) es Premio Comillas por su biografía de Luis Cernuda y Premio Antonio Domínguez Ortiz por su vida de Juan Eduardo Cirlot. Ha publicado tres novelas: Los huesos olvidados (2014), Las máscaras de Yeats (2017) y El Ausente (2018). Poeta, ensayista, autor de libros de viajes y de aforismos, es traductor de numerosas obras, entre ellas La Dama de Shalott y otros poemas de Alfred Tennyson, Nadan dos chicos, de Jamie O’Neill, Poemas de Robert Graves y Poesía reunida de William Butler Yeats. Dirige la revista Estación Poesía.
Letra Global publica como adelanto editorial, por cortesía de la editorial Pretextos, el primer capítulo de 1922, una novela –que sale a la venta el próximo 26 de enero– donde el escritor y traductor narra las peripecias en París de tres de los más influyentes escritores del siglo XX, que se reúnen para cenar en casa del poeta norteamericano Ezra Pound. El irlandés James Joyce y el estadounidense T. S. Eliot acaban de terminar respectivamente la escritura de Ulises y La tierra baldía, que se publicarán ese año gracias al apoyo del anfitrión. A finales de diciembre, ya aparecidas ambas obras y con los Cantos de Pound en plena fase de composición, en el mismo lugar se reúnen para cenar Joyce y el poeta W. B. Yeats.
Entre ambas fechas discurre la novela, que cuenta la relación entre personajes como Joyce, Proust, Stravinski y Picasso, en una trama de encuentros y desencuentros que evidencia la efervescencia cultural de ese momento histórico, cuando se alumbra el surrealismo, expatriados norteamericanos como la librera Sylvia Beach o Hemingway se instalan en la capital francesa y crean su obra Virginia Woolf, Cocteau, Pessoa, Rilke, Kafka o Borges. Todos representan la nueva literatura moderna que se abre paso en este annus mirabilis. Un retrato de cuerpo entero de toda una época literaria.
POST SCRIPTUM UILIXI (P. s. U)
Gasta corbata lisa o de listas, de lazo simple. Lleva desabotonado el último botón de la camisa como para resolver, por ahí, toda la complejidad llena de nudos que enmaraña su cerebro. Alas de mariposa blanca o celeste, los cuellos de la camisa se posan sobre la chaqueta como esperando que alce el vuelo algún pensamiento. No siempre camisa y corbata están a juego con la barba bermeja y la pelambre del mismo color que incendian, acompañando a sus palabras nunca tibias, la habitación en que esté.
Comienza el año, el primero de la nueva era –p.s.U., post scriptum Uilixi– que él, Ezra Pound, ha nombrado como “posterior a que se haya escrito Ulises”: después de la novela de James Joyce que ha ido apareciendo por entregas y a la que el irlandés ha puesto fin la noche del 29 al 30 de octubre. En realidad, Ezra no ha echado un cable a Joyce para que salga a la luz Ulises. Le ha echado todo el cordaje, menos el relajado nudo de su corbata. Tiene ideas acerca del patrocinio de los mejores, cree que estos deben escribir sin presiones ni agobios económicos; y él está dispuesto, como lleva ya haciéndolo un tiempo, a mediar, a conseguir ayudas y recursos, a canalizar las obras más valiosas para que lleguen a los destinatarios que las esperan, aunque estos no lo sepan todavía. Por ejemplo, las de James Joyce y las de T. S. Eliot.
Él llegó a Europa en 1908 y agitó las estancadas aguas de la poesía británica con libros que nada tenían que ver con lo que por entonces se hacía. Azuzó gustos, impulsó revistas, trajo aires orientales al viejo Imperio en el que no hacía tanto había muerto Victoria, la longeva reina que transmitió inmovilidad desde el trono. Pero Inglaterra acabó por cansarle, tan insular, tan deliberadamente refractaria a lo nuevo. Tenía que ir a donde se estaba cociendo el mejor arte y donde la mejor literatura podía florecer. Hace un par de años que se estableció en París con Dorothy, su esposa, a la que conoció en Londres.
T. S Eliot, Tom (refirámonos ya a este como él lo llama), acaba de llegar también a París procedente de Lausana, en Suiza. Conoce bien la capital de Francia, pues aquí amplió estudios de filosofía en la Sorbona, alumno de Henri Bergson y amigo de un compañero de pensión cuya ausencia no ha llegado a cicatrizar del todo: el estudiante de medicina Jean Verdenal, muerto en la Gran Guerra durante la batalla de Gallipoli y destinatario de la dedicatoria de Prufrock y otras observaciones, libro que Ezra ayudó a publicar. Pero no ha venido a regodearse en los recuerdos ni para quedarse. En París se reúne con Vivien, su esposa, que ha estado las semanas pasadas en un hotel de la ciudad. Ella ha pasado durante el año anterior meses terribles, sin moverse, hecha una constante lamentación, un amasijo de dolores que aquejan sus nervios, todo ello complicado con la enfermedad de su padre, también postrado como si una maldición hubiese tocado su casa.
Tom tampoco ha estado nada bien. Su propia crisis, que él reconoce no meramente nerviosa sino psicológica, con nudos complejos como los del cerebro de Ezra pero con cortocircuitos que no dan chispazos sino que lo funden a él, lo ha llevado igualmente a una situación límite. El médico le ha prescrito tres meses de reposo, aislado en el campo, sin apenas leer ni escribir cartas. Los meses anteriores ya no podía sostener la triple demanda: trabajador en el Departamento de Extranjero de Lloyds Bank de nueve y media de la mañana a cinco de la tarde seis días a la semana, ocupándose de la marcha de las principales economías mundiales y cómo esta evolución afecta a las obligaciones de pago y a las expectativas del dinero; futuro coeditor de una revista literaria, que va perfilando; autor tanto de prosa crítica como de versos.
A esto se le suma el asistir impotente a la enfermedad de Vivien, que no es una mera enfermedad física sino del ánimo, al igual que la suya. Como en tantas ocasiones de sobresfuerzo, es el cuidador quien se va a pique. Él lo ha hecho. Pasó, sí, una temporada retirado en el hotel Albermarle de Margate, junto al mar, y luego se fue a Lausana a ver a un especialista que le había recomendado su amiga lady Ottoline Morrell: el doctor Vittoz. Los tres meses que le concedió Lloyds para que se repusiera ya han pasado.
Hay médicos que prohíben escribir, como una censura de galeno destinada a alejar las preocupaciones de la cabeza del paciente, y los hay que, por el contrario, piden a este que se exprese hasta con verborragia, ya sea tumbado en un diván mientras ellos escuchan y anotan, ya en un cuaderno a modo de diario en el que el sufriente registra sus acciones y pensamientos, que suelen ser la misma cosa porque no importa tanto qué hacemos como lo que pensamos que hacemos, no tanto lo que nos hace mal como lo que creemos que nos hace mal.
El daño no es una herida, sino la percepción de esa herida a través de enlaces nerviosos y neuronales. Este médico no es psicoanalista, pero tiene un peculiar sistema por el cual hace que el paciente se concentre en una palabra y la repita, mientras él posa la mano en su cabeza tratando de detectar ondas y turbaciones, sismólogo del cerebro y de los desastres naturales que este provoca. Son reverberaciones que conocen en otras tradiciones y de cuyo alcance Tom tiene cierta idea. ¿No es como esa sílaba, el OM, que al vibrar crea un pulso, el mantra del hinduismo y el budismo, corrientes espirituales que él ha estado estudiando?
El control sobre uno mismo que predica la religión hindú es algo que ha practicado en Lausana bajo la supervisión del doctor Vittoz, hasta el punto de que consigue dormir con solo desearlo, lo cual es un bálsamo para alguien que padece a menudo, como su esposa, ataques de insomnio, aunque él no se medique contra ellos y solo permita a veces que el whisky lo amodorre, haciéndole olvidar sus preocupaciones pero empezando a depender del somnífero ambarino.
En Lausana, Tom se ha alojado en la pensión en que ya lo hizo lady Morrell (en la misma habitación, le aseguran, y él lo cree, por qué no va a hacerlo, tampoco es tan grande el establecimiento). Se trata del Hôtel St. Luce, un lugar cercano a la estación y tranquilo, como la ciudad, que en su mayor parte es una sucesión tras otra de chocolaterías y sucursales bancarias, donde jamás se ve un papel en el suelo o un borracho por la calle y donde no parece que ocurra nada salvo, rasgando el aire, el ruido de alguna motocicleta que baja la calle o el cantar de un disciplinado cuco en su reloj. Tom también tiene cara de pájaro. Más que de cuervo o gorrión, de pelícano, aunque solo sea porque se clava el pico en el pecho para alimentar su congoja. El tiempo libre, que es casi todo, lo entretuvo paseando por las márgenes del lago Leman. “Junto a las aguas del Leman me senté y lloré”, escribe en su poema, remedando el comienzo del Salmo 137, donde se habla en realidad de los ríos de Babilonia. Por imponentes que sean, apenas pudo ver los Alpes suizos, casi siempre cubiertos por la niebla que, más que del valle y del lago, parecía emanar de su corazón.
Mientras mejoraba bajo la mano de Vittoz, Tom ha estado trabajando en el poema, trasformación de un malestar que ya venía de unos años antes, y ha revisado y añadido secciones. La escritura junto al doctor tuvo efectos terapéuticos en él, que se sirve de los versos para expresar veladamente su experiencia bajo una fachada o máscara, y también para, al componerlos, ahuyentar esa experiencia, sus emociones, su personalidad. Pero no solo es el paciente quien escribe; igualmente el doctor es autor de un libro sobre el tratamiento de la neurastenia que, en francés, el poeta de Prufrock ha leído antes de someterse a sus cuidados como quien recorre el menú de un restaurante antes de probar sus platos. En su ejemplar, Tom ha subrayado la palabra aboulie, abulia. Se trata de una palabra en francés, pero podría ser su firma.
El tratamiento, con una sesión diaria de media hora, parece haber funcionado, o la licencia por causa médica que le dieron en el banco (“crisis nerviosa” fue el motivo) ha expirado finalmente, se ha disipado su niebla. De modo que ahora, no bien comenzado enero de 1922, se reúne en París, acompañado de Vivien, con los Pound: Ezra y Dorothy. Si a Suiza se había llevado el poema que venía componiendo, el más extenso suyo hasta la fecha, de ella ha regresado con la obra concluida, a la que ha añadido, con cierta seguridad y fluidez tras las numerosas dudas, una nueva parte.
Ezra es una enciclopedia viva de literatura, está al tanto de todo lo que se publica en inglés y en otras lenguas, y tiene incontables elementos de comparación que aportan perspectiva. Familiarizado también con lo que se hace en Francia, informa de la actualidad cultural de aquí y ha reseñado en The Dial el año pasado, por ejemplo, un libro de poemas de Jean Cocteau en el que ha hablado de este como poeta de la ciudad. Algo muy inteligente escribió ahí Ezra: que una aldea es una narración, cuando pasa no sé qué cosa, y luego Monsieur C. hace lo otro, etc., a través de determinados hitos que rompen la monotonía del lugar, pero que en una ciudad las impresiones se solapan unas con otras, se entrecruzan, son cinematográficas, suceden tantas cosas que todas se agolpan en la experiencia de quien allí vive. Él, Tom, que ha leído la crítica, también siente que es un poeta urbano, de ese Londres en el que tiene residencia su infortunio. Y tal vez haga falta un buen montador del mucho celuloide que ha rodado con sus versos.
¿Podrá salir algo bueno de tal cúmulo de tensiones y angustias?
Confía en Ezra, en su criterio, y esta noche en el nuevo estudio que su compatriota tiene en la rue Notre Dame des Champs hablarán del poema. No solo de él, naturalmente, porque hay más invitados y los temas se ramifican. También acuden a cenar entre esas paredes de color adobe James Joyce y Horace Liveright, paisano de Ezra y suyo. El novelista vive desde no hace mucho en París. Fue aquí donde Tom lo conoció hará algo más de un año, y le resultó encantador pese a ser irlandés (no termina de entender a los de esta raza). Se nota que es un tipo absolutamente obsesionado con su obra, la cual antepone a todo lo demás. Sin embargo, a Vivien se le antoja un cegato vanidoso y egoísta.
A él le parece magnífico lo que ha leído de Ulises, sus últimos capítulos, y en ello coincide, claro, con Ezra. No todo el mundo, sin embargo, es de la misma opinión. Richard Aldington expresó en la English Review sus reservas ante la influencia de Joyce, que considera perniciosa. Él pensó en salir en su defensa en otro artículo, pero finalmente no lo hizo. Esto, aunque lo prometió, naturalmente no se lo confiesa a Joyce ahora que lo tiene frente a él. En cualquier caso, a este ya le ha manifestado su entusiasmo por la obra. Fue cuando hace poco le agradeció por carta, con objeciones muy menores dentro de la general admiración, el envío de tres manuscritos de Ulises: los capítulos “Circe”, “Eumeo” y “Los bueyes del Sol”.
Liveright, judío de los que han hecho carrera en el mundo editorial, fundó hace un lustro la Modern Library y dirige con su socio el sello Boni & Liveright, donde han aparecido hace poco unos poemas de Ezra. Aquí en París se encuentra con él por primera vez y queda impresionado por las amistades de este, quien en los cinco días siguientes, cuantos dure la estancia parisina de Liveright, irá con él a fiestas en las que los otros invitados son Stravinski, Satie, Brancusi, Picasso. Qué tipos. Ay, lástima que yo no hable francés. Lo que podría haber aprovechado esas visitas. Merde! Menos mal que Morand habla inglés. Y que no faltan aquí los estadounidenses, como esa chica, Djuna Barnes, con la que estuve bailando. Qué bien mueve el esqueleto, no como Ezra, que parece que le ha dado el baile de san Vito y se mueve sincopado como alguien que está fuera de sí.
Ezra lo tiene en la más alta estima. Va hacia la luz, no huye de ella, escribe a John Quinn, su picapleitos por amor al arte para asuntos editoriales allá de donde Liveright viene: Nueva York. Si se va a escribir una literatura nueva, hacen falta editores nuevos, valientes y que apuesten por la vanguardia y que, ante el dilema de si incomodar o plegarse al gusto ordinario, no lo duden ni un instante. Y hay que ser ambicioso, jugársela. A diferencia de Ezra, a quien nunca nadie ha visto ebrio a pesar de sus danzas desenfrenadas, Liveright bebe bastante, como resarciéndose de la Ley Seca que impera en su país y que manda a muchos americanos sedientos a Europa, y en especial a Francia. Su negro pelo rizado, cuyo oleaje no consigue aplacar el planchado de la gomina, refleja a veces la luz del estudio.
Él, hombre de negocios, sí tiene bien asentadas las puntas del cuello de la camisa en las lindes de la chaqueta de un muy buen cortado traje. El pañuelo violeta que asoma del bolsillo como las orejas de la liebre de un mago por la pequeña ala de un sombrero delata su condición de dandi, o acaso la vocación de serlo, reforzada por el escenario: no la vivienda un tanto destartalada de Ezra, sino París, el París elegante. Nadie se ha despojado de la chaqueta para cenar. Y bajo esta, todos menos Joyce llevan chaleco. Sin esta prenda, la pajarita que gasta el irlandés parece mayor, competidora casi de la mariposa de Ezra. Ala sola, tétrica, un parche negro tapa ahora la luciérnaga del ojo diestro. El frío parisino de enero juega una partida de ajedrez con la calefacción, y de momento están en tablas. Tom, desde luego, siempre tan delicado y recordando las enfermedades de los pasados meses, no quiere que le dé jaque y se arrima a la estufa.
Tampoco ha estado bien últimamente la esposa de Ezra, Dorothy, que a mediados de diciembre tuvo que ser ingresada en un hospital por un panadizo que tuvo en la mano izquierda y que se complicó. Le han dado el alta la semana pasada después de tener que amputarle una falange. Aunque ya no lleva vendado el dedo, las jornadas hospitalarias la han dejado debilitada y además detesta guisar, de modo que ha sido Ezra, buen cocinero en cualquier caso, quien ha preparado los hoeurs d’ouvre para sus amigos.
Va a ser un inconveniente para pintar, pero espero habituarme enseguida, dice Dorothy, que tiene a la vista, apoyada en el zócalo de madera y aún sin enmarcar, una reciente acuarela con figuras geométricas y colores intensos, que parecen querer tomarse la revancha de esas cubiertas en blanco y negro que ha diseñado para libros y revistas de su marido.
Nora, la compañera de Joyce, con quien este no ha querido casarse para no conceder tal triunfo a la Iglesia, también sufrió un percance poco antes de Navidad, y aún no se ha recuperado del susto. Estaba esperando el ómnibus cuando, ah, por fin, ahí viene, este perdió el control y se montó en la acera, ay, ay, ay, dando a Nora un topetazo que la estampó contra una farola. Milagrosamente, no le pasó nada, pero el accidente espoleó la paranoia de Joyce, que se lo tomó como una especie de ataque personal contra él. Que los ómnibus de París sean verdes, el color tradicionalmente ligado a Irlanda, no ayudó a aliviar su manía persecutoria, para él ojeriza por parte de sus paisanos.
Más entrado en calor por el vino que no ha dejado de trasegar que por la cilíndrica estufa Godin que Ezra acaba de comprar e instalar en la estancia, Liveright está lanzado. Para eso ha venido, ¿no? Para cazar autores, libros, oportunidades de negocio. Ha venido de compras a Europa. Pues sí, señor Joyce, estoy muy interesado en publicar en los Estados Unidos su Ulises. Ya tiene editor en América, no se hable más. Le ofrezco mil dólares de anticipo, ¿eh? No está mal, no está nada mal. Los lentes de Joyce reproducen dos de los ceros de la cifra sobre el bigote, la mosca y la perilla. La corbata de pajarita luce lunares que también quisieran ser ellos ceros, monedas manadas de esa fuente que ha abierto Liveright.
Y usted, Eliot, amigo mío, no va a ser menos. Si Ezra me recomienda ese poema suyo del que dice maravillas, también lo publicaremos nosotros aunque no lo haya leído. Sí, sí, en Inglaterra será otro el editor y aparecerá primero como usted quiere, de acuerdo. Nada que objetar. ¿Qué dices, Ezra? No, muchacho, tú no quedas excluido del trato, no te pongas celoso. Quiero que me traduzcas libros franceses. ¿Quién mejor que tú? Sí, fijemos las condiciones y el estipendio, para que luego no haya malentendidos. Estos caballeros serán testigos, dice con pomposidad mientras –¿un poco más?, pregunta a los otros sin detener la mano– vuelve a llenarse la copa, que ya ha conocido ese gesto otras veces.
Liveright y Ezra tienen la misma edad: treinta y seis años. Les une la conciencia de ser de la misma quinta, además de una corriente de mutua simpatía. Su edad es el ecuador de las de los otros hombres de la reunión. Tom es tres años menor, y Joyce tiene tres años más. Ezra se va a un cajón de fruta reciclado en el que tiene apoyado el artilugio metálico: teclea a toda prisa en la máquina de escribir y saca del carro un papel con copia en el que se establecen las cláusulas de su traducción, reservándose, incluye, el derecho de que no aparezca su nombre en aquellos libros que le parezcan ser una vergüenza para la humanidad o cuya imbecilidad resulte insoportable. No se anda por las ramas, Ezra. El editor saca la estilográfica de oro y estampa su firma. Suena el papel, asintiendo dócil. Eliot se muestra favorable al acuerdo que le ha propuesto, aunque seguirá tratando del asunto epistolarmente. En cuanto a Joyce, ni que sí ni que no. Termina la velada, transcurre la semana, Liveright abandona París y no se ha decidido a cerrar con él trato alguno.
Tom y Ezra acuerdan que este revisará el manuscrito del poema, que queda en el estudio para que el segundo lo lea en los próximos días y puedan trabajar ambos en él. El estudio de Ezra está en un antiguo invernadero, y ciertamente hay que cuidar el poema como una flor rara y exótica, pero no para que crezca exuberante sino para que mengüe, haciendo de él, de su tupida fronda, un bonsái, forma mucho más sucinta de la lozanía. Por otra parte, tiene algo de secreto, de trabajo en la sombra, ese estudio. Se viene por la calle y lo que se ve es el número 76, con una fachada discreta retirada dos o tres metros de la verja que se interpone entre ella y la calle. Pero el 76 bis pasa desapercibido: una puerta metálica verde y de cristal opaco, lo que parece entrada de servicio de la casa colindante, es sin embargo la vía de acceso a un jardín al que se abren varias viviendas. Un mechinal está ocupado por un oscuro poeta norteamericano enganchado a las drogas, y William Carlos Williams, poeta de la misma nacionalidad y amigo de Ezra, se interesará por un pabellón de la finca como posible residencia parisina dentro de unos meses.
Si, antes de la Guerra, Ezra consiguió comprimir posibles y nonatos fárragos en la concisión de un par de versos cuando en Londres era el sogún del imaginismo, ahora se siente capaz –y Tom se lo pide, casi se lo ruega– de podar y comprimir para dejar la obra de su compatriota, si no en un haiku, sí en una composición de proporciones decentemente breves.
–Fuera.
–No.
–Mejor, no.
–Esto sí está bien.
–Cámbialo por esto otro.
Dedican varias sesiones a ello, y Ezra va haciendo su criba, que no está terminada (quiere hacerlo por tercera vez) cuando a mediados de mes Tom regresa a Londres solo, a su trabajo en el banco y a sus preocupaciones. Apenas hacen vida común Tom y Vivien, y adonde esta marcha ahora es, lejos de él, a Lyon. Por lo menos, él podrá concentrarse en lo suyo sin añadir a sus cavilaciones los cambios de humor de su esposa.
Cuando ya dejan de verse y uno sigue en París y el otro marcha a Londres, aún Ezra le manda comentarios sobre el poema y, como pelotas de tenis, versos y cambios saltan la red del Canal de la Mancha con aderezo de complicidades y gestos de familiaridad entre los dos amigos plurilingües. De este tenor son los encabezamientos: Caro amico, Cher maitre, Filio dilecto mihi.
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1922. Antonio Rivero Taravillo. Pretextos. Valencia, 2022. 324 páginas. 27 euros.