Escultura de Friedrich Hölderlin en Nürtingen (Alemania), obra de Waldemar Schröder

Escultura de Friedrich Hölderlin en Nürtingen (Alemania), obra de Waldemar Schröder

Poesía

Hölderlin, un resto cantable

Los menesterosos tiempos de miseria e indigencia augurados a finales del XVIII por el poeta alemán, de cuyo nacimiento se cumplen ahora 250 años, son ya los nuestros

24 noviembre, 2020 00:00

“¿Para qué poetas en tiempos de miseria?”, se preguntó Hölderlin en la primera versión de Pan y vino, formulando al mismo tiempo el cometido de la poesía moderna, que desde entonces no sería otro que preguntarse acerca de la progresiva desaparición de esa extraña y esencial dimensión del lenguaje. Cuando se cumplen 250 años del nacimiento del poeta alemán, contemporáneo estricto de Beethoven y Hegel, esos tiempos de miseria, menesterosos o de indigencia (dürftiger Zeiten) ya son plenamente los nuestros. Todo aquello que empezó a gestarse a finales del siglo XVIII  –el desencantamiento del que habló Weber, la decapitación de los reyes absolutistas, el desarrollo técnico y científico o el imperio democrático– es ahora nuestra seña de identidad.

En estos días enfermos damos clase, por ejemplo, sobre El archipiélago del propio Hölderlin, en aulas vacías, frente a una cámara que retransmite nuestras explicaciones a cientos de hogares donde se oculta un público disperso pero aún interesado por estas cosas remotas que, sin embargo, constituyen nuestro origen. Al salir las calles están vigiladas por más cámaras y un despliegue policial controla que todas las caras estén bien cubiertas. ¿Qué rostro emergerá de esta crisis? ¿Qué quedará de nuestra expresión cuando se descorra el velo de la enfermedad?

Retrato del poeta Hölderlin (1792). Franz Karl Hiemer.

Retrato del poeta Hölderlin (1792) / FRANZ KARL HIEMER 

En una primera lectura superficial, Hölderlin puede parecer un poeta anticuado, un vate tronado y neoclásico que hablaba de templos caídos y dioses huidos, con una dicción acartonada y trasnochada. De hecho, en vida fue motivo de escarnio tanto por parte de sus maestros como de sus colegas. Sin embargo, a medida que nos adentramos en sus poemas –sobre todo los que compuso en su último periodo de lucidez, entre 1800 y 1806– vamos viendo cómo Hölderlin se aventuró en una tierra desconocida, advirtiendo, con esa presciencia que sólo tienen los grandes poetas, cómo se estaba subvirtiendo un mundo que había durado más de mil años, encarnando la imposibilidad moderna de habitar la tierra, exponiendo la propia disfunción del lenguaje en un tiempo sin canto, rastreando los residuos de lo sagrado entre los primeros vertederos de basura.

El signo de la vida de Hölderlin fue el desahucio, que es ahora nuestra forma de morar. Los hombres ya no habitamos propiamente la tierra. Hölderlin se pasó la vida huyendo, escapando del destino que le habían asignado como pastor protestante, malviviendo como preceptor privado en las casas de los demás, negándose a domiciliarse y casarse, yendo a pie de una ciudad a otra, a veces en condiciones durísimas, como cuando regresó andando desde Burdeos a Nürtingen, en mayo de 1802, un viaje en el que sufrió una transformación física y moral. Al llegar, se había convertido en un indigente, delgado, envejecido, balbuciente. No sabemos qué ocurrió ni qué vio durante aquellas semanas. Parece improbable que se hubiera enterado de la enfermedad de Susette Gontard, su gran amor adúltero, que moriría en junio de aquel año. El caso es que aún le quedaba lucidez suficiente para escribir, pero sólo para escribir. Su desahucio casi se había cumplido.

Manuscript of Friedrich Hölderlin  Der Archipelagus,

Manuscrito de Der Archipelagus (1800), de Friedrich Hölderlin

El archipiélago, escrito en 1800, es el poema más perfecto de Hölderlin, el más acabado y conseguido, aunque no sea propiamente el mejor. Luego su poesía estará ya sacudida por la tormenta que nos empujó a lo fragmentario e inacabado, a la imposibilidad de completar, de unir el principio con el final. Pero en El archipiélago, Hölderlin es aún dueño de todos sus recursos, sabe volver la mirada a Grecia, evocarla y reconstruirla, invocando todo el ciclo de su escatología, que va de las islas y el mar hasta los astros y el fuego celeste, para luego ir deslizando señales de agotamiento, regresos a su propia época –el otoño perpetuo en el que Alemania había ingresado–, y que no son sino prefiguraciones de los tiempos de miseria. 

El poema comienza con una serie de preguntas, una interrogación musical con la que el mundo empieza de pronto a moverse, tratando de imitar la entonación del hexámetro homérico, que al mismo tiempo reproduce el ritmo del oleaje. “¿Vuelven de nuevo a ti las grullas y van otra vez los barcos rumbo a tus costas?”. Con tan sólo un verso y una pregunta, Hölderlin ha presentado un mundo y ha constatado al mismo tiempo su desaparición. La pregunta describe un movimiento pero también acusa una ausencia. El mundo que aparece ya no existe más que en la mente del poeta, que por otra parte nunca estuvo en Grecia. 

Hölderlin, Heidegger

Grecia será a partir de entonces una pregunta, la pregunta que todavía habitamos, el reflejo invertido de nuestra negación, la representación de nuestra imposibilidad de morar, de estar aquí. Hay un momento en el poema en el que Hölderlin describe cómo los atenienses, después de la batalla de Salamina, se reúnen para reconstruir sus casas y su comunidad: “Pero el pueblo levanta tiendas y se reúnen de nuevo / los viejos vecinos y siguiendo hábitos del corazón / disponen las leves viviendas en torno a las colinas cercanas”. En alemán, como en español, el hábito (“Gewonheit”) y la vivienda (“Wohnungen”) están relacionados con el verbo wohnen (vivir, habitar). La construcción está ahí todavía íntimamente ligada con el habitar. 

En 1951, un siglo y medio después de que se escribieran estos versos, Heidegger pronunció en Darmstadt, en un congreso para abordar la reconstrucción de Alemania, una conferencia titulada “Bauen, wohnen, denken” (“Construir, habitar, pensar”), hoy en día un clásico de la teoría en torno a la arquitectura. Para estupefacción de la mayoría de los asistentes, preocupados por cuestiones prácticas –el país estaba reducido a escombros–, Heidegger no propuso sino una pregunta acerca del habitar: “Solo si tenemos la capacidad de habitar, podremos construir”. La moderna arquitectura ya no construía casas para ser habitadas sino que edificaba desahucios masivos. Como diría Ceronetti muchos años después, los ferris no son ya propiamente barcos, sino continuaciones de autopistas.

Poemas, HölderlinSigue en El archipiélago Hölderlin su viaje mental por Grecia, diciendo que los poetas eran entonces como los navegantes y vivían integrados en una armonía inquebrantable entre cielo y tierra, palabra y canto. Píndaro alienta siempre tras sus versos: “No ansíes, alma mía, la vida inmortal, mas agota el camino de lo posible”. Hölderlin recuerda la voz que retumbaba en el ágora –el fundamento de la política–, saluda a los oráculos hoy mudos, evoca a Edipo en Tebas y no olvida que la tragedia fue el género de la democracia. Arriba están aún los dioses, pero de pronto aparece ese ay (“aber weh”), que será el quiebro de su poesía tardía, una especie de filo en el que se abre el precipicio y que nos asoma a nuestras calles desahuciadas y frenéticas, vigiladas por cámaras, dedicadas ya sólo a la producción: “Pero, ay, deambula, vive en la noche, / como en el orco, nuestro linaje sin divinidad. / Concentrados tan sólo / en su propio trajín, ya sólo se escuchan a sí mismos / en el taller estruendoso y mucho trabajan los bárbaros / con poderosos brazos, infatigables, mas una y otra vez, / infructuoso, como el de las furias, se revela el esfuerzo de los infelices”. 

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Apenas seis años después de escribir estos versos, en septiembre de 1806, Hölderlin sería ingresado contra su voluntad en la clínica del doctor Autenrieth, en Tubinga. El día en que se lo llevaron –él creyó que lo apresaban, como habían hecho con su amigo Sinclair, por razones políticas– se resistió con todas sus fuerzas, gritando y arañando a sus captores, a los que dejó cubiertos de sangre. El doctor Autenrieth era una especie de psiquiatra primitivo que había inventado una máscara para locos, una funda de cuero que cubría toda la cara excepto la nariz y los ojos. Es muy probable que se la pusieran a Hölderlin, a quien además suministraron un tratamiento a base de opio y digital

A plan of the Harbour of Troezen and of the Island of Calaurea with the adjacent coast   Chandler Richard   1776

Plano del Puerto de Troezen y de la Isla de Calaurea con la costa adyacente (1776) / RICHARD CHANDLER 

Por suerte, un ebanista llamado Zimmer, vecino de Tubinga y que trabajaba en la clínica reparando muebles, había leído el Hyperion. Al enterarse de que su autor estaba ahí ingresado, quiso conocerlo. “Lamenté”, diría en una carta Zimmer años después, “que un espíritu tan grande y bello como el suyo estuviera por los suelos”. Tras certificar la imposibilidad de curar al enfermo, el doctor Autenrieth le propuso a Zimmer que se llevara al poeta a su casa, a la cercana torre asomada al Neckar y que aún se conserva. Ahí, en una pequeña habitación hexagonal situada en el primer piso, con tres ventanas que dan a los plátanos y el río, vivió Hölderlin los últimos treinta y seis años de su vida, cuidado por Zimmer y luego por su hija Lotte, a quien vio nacer. Su desahucio se había cumplido, incluso desde el punto de vista del lenguaje, ya que el poeta hablaba una extraña mezcla de alemán, griego y francés, una glosolalia que era el trasunto de todo lo que había experimentado poéticamente. 

A pesar de su enajenación, Hölderlin siguió escribiendo poemas rimados, sencillos, infantiles, que a veces firmaba con pseudónimos (Scardanelli) y que fechaba en el siglo anterior. “Yo ya no soy Hölderlin”, decía si alguien le llamaba por su nombre. Pero de vez en cuando aparecían aún destellos de su genio. Una vez, el poeta vio en casa un dibujo de un templo y le pidió a Zimmer que le hiciera uno igual de madera. Zimmer le contestó que él no tenía tiempo para eso, que tenía que ganarse la vida y no podía vivir como él “en una paz filosófica”. Entonces, Hölderlin dijo: “Ay, yo sólo soy un pobre hombre”. Y en ese mismo momento, escribió a lápiz, en una tabla, un breve poema para Zimmer: “Diversas son las líneas de la vida, / son como caminos y lindes de montaña. / Lo que aquí somos puede allá un dios completarlo / con armonías y eterna paz y recompensa”. Hölderlin seguía dando todo lo que tenía. “Lo que aquí somos puede allá un dios completarlo”. Ese era aún su templo. 

 Torre de Hölderlin en Turinga : Thomgoe.

Torre de Hölderlin en Turinga / THOMGOE

Como había dicho al final del poema Andenken (Memoria), “Was bleibet aber stiften die Dichter”, “lo que perdura lo fundan los poetas”. El rememorar, como había intentado hacer en El archipiélago, había sido la forma que tenían los poetas de fundar, de crear el mundo, como había hecho Homero con su épica o Píndaro con sus odas. “El devenir y el eterno mudar de las cosas es lenguaje de dioses”, se lee al final de El archipiélago. En la modernidad, en cambio, was bleibet ya no es lo que permanece sino lo que queda. Y stiften ya no es fundar, sino un simple dar todavía. El poeta da lo que queda, un “resto cantable”, en expresión de Celan.

En junio de 1843, pocos días antes de morir, Hölderlin, con setenta y tres años, escribió su último poema. Se titula La vista y empieza diciendo: “Cuando a lo lejos se va la vida habitada del ser humano…” Según contó Lotte, la hija de Zimmer que le cuidó hasta el final, la noche en que murió, Hölderlin estuvo tocando el piano, cual era su costumbre, luego se mostró muy contento cuando vio la luna y estuvo hablando de su belleza antes de irse a dormir.