Bécquer, río subterráneo
En 2020 se cumplen los 150 años de la muerte del escritor sevillano, creador de una voz sincera e íntima, alejada de la grandilocuencia de la poesía previa, que ha perdurado
11 enero, 2020 00:00España y lo hispánico tienen algunas notables anomalías en la historia de la literatura comparada. Una de ellas es el movimiento denominado Modernismo, que entre nosotros posee unas características formales y una fechas (anteriores) que no coinciden con las del Modernism anglosajón. Otra, que nuestro verdadero Romanticismo, aunque en muchos casos equiparable en estética al de otros lugares, es bastante tardío. En el campo de la poesía, feudo sin duda de lo romántico, Gustavo Adolfo Bécquer (1836-1870) es la figura principal, aunque su voz suene décadas después de las de las dos generaciones románticas inglesas: la primera formada por ese par fundacional que publicó al alimón Baladas líricas en 1798 (Samuel Taylor Coleridge y William Wordsworth), y la segunda compuesta por, ciñámonos a tres nombres, Lord Byron, Percy B. Shelley y John Keats.
La magia, el encanto de Keats, está reñido con todo lo rimbombante y declamatorio de nuestra poesía de aquel tiempo. Solo cuarenta años después Bécquer logra imponer un acento personal en los versos, y ya como eco amortiguado del romanticismo inicial, pero con un aire que tiene mucha más verdad que lo impostado. Exagerando, pero solo un poco, se puede afirmar que escribe rimas donde otros han engarzado ripios. Es además, paradigma de lo lírico: cuando otros componen largos poemas o dramas en verso, él desdeña esos tupidos bosques y se fija en las florecillas del camino.
Retrato de Gustavo Adolfo Bécquer (1862) / VALERIANO BÉCQUER
Bécquer, como suele suceder, fue un excelente prosista. El género del relato en español sería muy diferente sin sus Leyendas. También Desde mi celda, escrito en el monasterio de Veruela, posee las más altas calidades. Historia de los templos de España iba a abarcar varios tomos, pero se quedó en el primero, con ilustraciones de su hermano Valeriano. En las Cartas literarias a una mujer cifra sus ideas sobre el amor y da la llave con la que abrir la cerradura de no pocos de sus versos. Con el deseo de hacer carrera literaria, en 1854 viajó a Madrid, donde lleva una vida bohemia y a duras penas sale adelante escribiendo incluso libretos de ópera, género al que era aficionado. Es allí donde empieza a leer traducciones de Byron y, más importante aún, de Heine, además de la literatura francesa, que era la que más circulaba en aquella centuria. Vivaquea en la prensa, que le da de comer y se convierte en una tenia que sorbe las energías destinadas a otros proyectos
Pero es, quién lo duda, en la poesía donde el sevillano descuella singularmente. Y es su obra en verso la que le ha dado la sólida fama póstuma que en su día solo acarició sin llegar a poseer del todo. Son las Rimas, publicadas casi siempre junto con las Leyendas, la fuente de su atractivo y su influencia que llega a día de hoy, aunque no siempre de manera visible y directa, sino soterrada. En la capital lo acomete la tuberculosis, que ya lo perseguirá hasta su muerte. Es la enfermedad que se lleva a tantos y tantos escritores y artistas, que van del mencionado Keats a, un siglo después, Katherine Mansfield, y sobre la que Thomas Mann edifica su novela La montaña mágica.
También hubo de ser atendido de una enfermedad venérea, y en la casa del galeno fue precisamente donde conoció a su esposa, con quien contrajo matrimonio en 1861. Simultáneamente empezó a trabajar como redactor en El Contemporáneo, hasta 1865, fecha en que dejó de salir la publicación.
En Madrid, Bécquer conoció el amor, pero no el correspondido al principio. La joven que recibió sus sentimientos sí surtió sin embargo el efecto que nos importa: le inspiró algunas de sus Rimas. De otras es más difícil averiguar la destinataria, pero solo un biografismo enfermizo puede obsesionarse con ese dato, pues la historia de la poesía está empedrada –con espléndidas losas del mejor mármol– de relaciones más imaginadas que reales. Bécquer pidió que se quemaran sus cartas pero que se editaran sus poemas, y con el cadáver aún caliente los amigos se pusieron a ello, capitaneados por el pintor José María Casado del Alisal y mediante el sistema de suscripción. Cuidaron la edición de las entonces Obras completas (posteriormente aumentadas) Augusto Ferrán y Ramón Rodríguez Correa.
Si conmemoramos hoy a Bécquer no es por un mero afán histórico, sino por el gran magnetismo de su influjo, tan potente como duradero. Y este consiste precisamente en una reacción al endeble romanticismo español: en Bécquer no hallaremos grandilocuencia, sino un tono íntimo que conecta con los lectores por separado a través de composiciones breves que hacen alarde de una gran variedad métrica cuya consecuencia es la falta de previsibilidad y de fatiga, consiguiendo que cada poema cree su propia música, que rara vez comparte con otro. El duque de Rivas, Zorrilla y Espronceda tienden a la altisonancia decimonónica; Bécquer, a la contemporaneidad sencilla y emocionante.
En su crítica al libro La soledad de su amigo Ferrán, lo explicó así: “Hay una poesía magnífica y sonora; una poesía hija de la meditación y el arte, que se engalana con todas las pompas de la lengua que se mueve con una cadenciosa majestad, habla a la imaginación, completa sus cuadros y la conduce a su antojo por un sendero desconocido, seduciéndola con su armonía y su hermosura. Hay otra, natural, breve, seca, que brota del alma como una chispa eléctrica, que hiere el sentimiento con una palabra y huye; y desnuda de artificio, desembarazada dentro de una forma libre, despierta, con una que las toca, todas las mil ideas que duermen en el océano sin fondo de la fantasía”.
Él vio en la segunda tendencia sus propias Rimas, que quiso situar en el ámbito de la poesía popular, con lo que esta tiene de esencialidad y síntesis. De la sutileza de estas composiciones habla el hecho de que apenas hallamos en ellas consonancias, sino el eco mucho más suave y fino de lo asonante. Otra de las características que hacen muy modernas las Rimas es la meditación sobre la poesía. La suya es mucho más que un arpa, unas golondrinas y una pupila azul. Hablar de la poesía es escribirla con mayor conciencia. Y garantizarse el diálogo con otros poetas. Si su huella se puede rastrear en Rubén Darío, José Martí o José Asunción Silva, en España en nadie es tan notable como en Juan Ramón Jiménez, quien también tituló uno de sus libros Rimas y escribió de la vigencia del sevillano en Españoles de tres mundos: “¡Qué bien se defiende!”
Está claro el aprecio de Antonio Machado por su paisano, y también en Manuel Machado, que por cultivar metros populares se acerca mucho a él. Rafael Alberti le dedicó uno de los poemas más hermosos de Sobre los ángeles: “Tres recuerdos del cielo”, una pequeña suite de tres partes cada una de ellas encabezada por una cita de Bécquer. Dámaso Alonso puso sobre él uno de los focos de su filología y no dudó en llamarlo “el primer poeta contemporáneo”. También está presente en Cernuda, quien adopta un verso suyo: Donde habite el olvido (rima LXVI) Igualmente, Esperando la mano de nieve (rima VII) será el último libro de poemas de José Bergamín.
Cernuda escribió de Bécquer: “Él es quien dota a la poesía moderna española de una tradición nueva, y el eco de ella se encuentra en nuestros contemporáneos mejores”. Le dedicó además páginas muy agudas en las que vino a decir cómo la poesía española despertó de un letargo de más de siglo y medio con las Rimas, que enlazan tras ese paréntesis llenado por nombres olvidables con Garcilaso o San Juan de la Cruz. En Bécquer sí halla Cernuda la chispa que falta en los neoclásicos y en los románticos anteriores a él. El autor de La realidad y el deseo escribe: “Se ha dicho que es el poeta del amor, lo que puede aceptarse con la aclaración necesaria de que lo que expresó del amor fue, de una parte, su estado preliminar, en el cual el amor es un presentimiento, un alba sonriente; y de otra, el desengaño final, la desolación del fracaso amoroso”. En ese mismo ensayo alabó la prosa de Bécquer.
Años después profundizó en el estudio “Bécquer y el poema en prosa español”. Ahí vierte juicios muy esclarecedores sobre el tipo de texto que él cultiva, pues no debe olvidarse que estamos ante el autor de Ocnos, cuya prosa posee las cualidades que él halla en algunas Leyendas. Al margen de lecturas propias, Cernuda es la vía por la que Bécquer late en poetas como Jaime Gil de Biedma. Luis García Montero le ha dedicado la monografía Gigante y extraño, donde analiza algunas de las cuestiones aquí expuestas. Antes, Fernando Ortiz acuñó un sintagma que da noticia de esta familia lírica: La estirpe de Bécquer. Poetas posteriores que han cultivado cierta línea becqueriana son Aquilino Duque, Antonio Carvajal y Javier Salvago. Rafael Montesinos, del mismo linaje, le ha consagrado muchísimos años de dilucidación.
Bécquer nunca es cursi: lo serán sus epígonos hasta el empalago. En él es contagiosa la canción. Y es fácil distinguir en la poesía posterior a él los hipérbatos en que la suya abunda, con retorcimiento de la sintaxis que no es gongorina, sino becqueriana: “Del salón en el ángulo oscuro”, “de tu balcón los nidos a colgar”, “yo soy de la alta luna / la luz tibia y serena”. Cuántas rimas falsas se han compuesto al calor de las suyas verdaderas, y cuánto plagio se ha dirigido a muchachas, señoritas, amadas porque el libro que contiene las cien rimas escasas de Bécquer solía ser el único de poesía que formaba en la estantería de los salones españoles y lo primero que leía como poesía cualquier adolescente.
¿Y en la poesía actual? ¿Qué pinta? Como clásico que es, resulta ya insoslayable. Lo lean o no los poetas más jóvenes, que lo cierto es que no lo tienen como vate de cabecera, les llega deglutido, sintetizado, metabolizado, en los mayores de varias generaciones. Hasta en una lectura traviesa está presente, porque líneas suyas se han grabado a fuego en cualquiera que tenga un mínimo de cultura, hasta para la parodia. “Y tú me lo preguntas? / Antipoesía eres tú”, ironizó Nicanor Parra.