Portada de la revista de vanguardia peruana 'Amauta'

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Poesía

La panoplia vanguardista

Juan Manuel Bonet y Juan Bonilla resucitan el espíritu de las vanguardias latinoamericanas en ‘Tierra negra con alas’, una antología de transgresiones poéticas

20 diciembre, 2019 00:00

Las antologías líricas son libros absolutamente prescindibles –por efímeros– y, sin embargo, en momentos muy concretos de la historia (literaria) sientan cátedra, aunque sea a la inversa. Existen poetas sublimes que jamás aparecieron en una de ellas y otros que, siendo los protagonistas recurrentes de estos cánones in fieri, tan prematuros –ni siquiera el curso del tiempo es confiable como hacedor de listas–, no han logrado sobrevivir a su propia estampa. En poesía, el don de la eternidad es un rarísimo milagro, como dijo –para siempre– Borges cuando entonó su famoso canto (fúnebre) dedicado “A un poeta menor de la antología”: 

"¿Dónde está la memoria de los días
que fueron tuyos en la tierra, y tejieron
dicha y dolor y fueron para ti el universo?

El río numerable de los años
los ha perdido; eres una palabra en un índice".

De ahí que uno de los divertimentos más frecuentes entre aquellos que tienen la suerte de conocer anticipadamente su destino –que también es el de todos– sea descubrir autores malditos, ínfimos, minúsculos, víctimas involuntarias del tiempo o asesinados por los grandes capitanes de la nave de los locos que intentan vencer esta ley de gravedad que es la irrelevancia. Claro que entre tantos candidatos a los laureles del vacío a veces aparecen perlas, mirlos blancos y nombres que, incomprensiblemente, no recordamos porque –y aquí se cumple la  condición imperfecta de todas las antologías– no fueron incluidos, por unas u otras razones, en la nómina académica, escolar o popular. El fenómeno es especialmente intenso en el caso de las vanguardias, ese tiempo (pretérito) tan dado a los fuegos de artificio, la música ligera y la grandilocuencia gamberra de quienes, sabiendo que no iban a llegar nunca a nada en la vida, se empeñaron (precisamente por eso mismo) en fabricar un mito propio que los convirtiera en los eternos inmortales por descubrir. 

Tierra negra con alas / FUNDACIÓN LARA

Tierra negra con alas / FUNDACIÓN LARA

De esta galería de iluminados ya existía una visión de conjunto –Antología de la poesía latinoamericana de vanguardia (1916-1935), de Mihai G. Grünfeld (Hiperión)– que ahora expande y amplía Negra tierra con alas (Fundación Lara), casi una enciclopedia plebeya al cuidado de Juan Manuel Bonet y Juan Bonilla sobre la panoplia de las vanguardias poéticas en la América ibérica. El libro condensa en sus casi mil páginas –190 autores, 825 poemas– a la pléyade de escritores que, en las diferentes esquinas del continente americano, o desde sus mismísimos centros culturales –México, Buenos Aires y Sao Paulo–, trazaron en los años veinte del siglo pasado una deslumbrante red de influencias, imitaciones, herejías, haikús verticales y divergencias con la pretensión de renovar el arte poético, custodiado bajo siete candados por las usuales retóricas muertas. Un trabajo ímprobo, porque la característica de estos ismos es su naturaleza fragmentaria, su vocación de grito, su espíritu de estallido sin descendencia. 

La herencia de las vanguardias se nos presenta, vista tras la lectura de esta cartografía, como un patrimonio soberbio. Su belleza consiste en el viento que las conduce, sonámbulas, hacia una gloria imposible. Sus resultados son discutibles, entre otras cosas porque fueron sucesivamente cuestionados por sus propios practicantes que, incapaces de organizar una iglesia, practicaban con entusiasmo ingenuo la religión de las sectas ilustradas. Siempre lo hemos creído: no hay nada más enternecedor que la prosa encendida de los manifiestos de vanguardia que elogian la guerra, preconizan la destrucción del arte anterior y proclaman la vigencia de un nuevo tiempo que el año próximo cumplirá un siglo. Tempus fugit. 

En la antología de Bonet (autor del gran Diccionario de las vanguardias) y Bonilla (cuya biblioteca esconde los tesoros del bibliómano ejemplar) todo esto aparece con nombres propios, concretos, mezclando con acierto a poetas sancionados (Huidobro, Borges, Vallejo, Neruda, Girondo, González Tuñón, Carpentier, Nicolás Guillén o Pablo de Rohka) con las caligrafías y poemas (visuales) de personajes desconocidos, como Alberto Hidalgo, Arturo Cambours, Juan Florit, Alfredo Mario Guerrero, Óscar Cerruto, Alejandro Peralta, Hugo Mayo o Gonzalo Escuredo, de cuyo poema “Los huracanes” los autores de este donoso escrutinio, por decirlo a la cervantina manera, han tomado prestado el título de la antología, una montaña rusa poética –usamos ahora el símil de don Nicanor (Parra)– que tiene momentos excelentes, curiosidades deliciosas, algunas pretensiones fallidas (y justo por eso encomiables) e instantes donde el espíritu de lo nuevo hace tábula rasa con la tradición previa antes de convertirse, inevitablemente, en parte de aquello que ansía destruir.

Juan Bonilla y José Manuel Bonet, en el Hotel de las Letras de Madrid / RICARDO MARTÍN

Juan Bonilla y José Manuel Bonet, en el Hotel de las Letras de Madrid / RICARDO MARTÍN

Bonet, autor de la fichas biográficas que presentan a cada poeta, dibuja desde ellas una tupida red de asociaciones que abarcan desde las influencias (compartidas) a las revistas (culturales), sin olvidarnos de las escisiones –existen vanguardias unipersonales, igual que los antiguos partidos comunistas–, los arrepentimientos y las devociones transoceánicas, como sucede con París, verdadera capital de la Latinoamérica vanguardista, donde buena parte de estos poetas inventaron formas de decir de otra manera –más rotunda, más cercana, más simple; en casi todos los casos mucho más sincera– lo que otros, antes que ellos, ya intentaron expresar mejor que nadie. Escritores tan extraordinarios como para escribir, sin saberlo, el epitafio de su propia revolución, como hace el peruano Alberto Hidalgo: 

(…) Y es la raza

Los muertos izados como lábaros

Los muertos que claman.

Troncos de encinas bárbaras.

Monolitos horizontales.

Torreones calcinados.

¡Los muertos!

¡Ellos!

Los que blandieron las hachas hímnicas

y agitaron los mazos

y aguzaron las piedras lisas

y humedecieron las claridades

con su voz diluvial

¡Ellos!

Traen en sus ojos escarabajos lucientes”. 

Son los difuntos (de la vanguardia) que vuelven a hablarnos desde las páginas de este libro, su última y postrera tumba, y nos sacan –¡benditos sean!– la lengua antes de tragársela.