La musa rural
La obra de Maurice Carême, poeta belga, descubre el influjo de la naturaleza, un mundo en extinción, en la configuración de la sensibilidad artística europea
24 abril, 2019 00:00Hubo un tiempo en que la poesía francesa era la pauta, espejo donde querían reflejarse los poetas del mundo. Al menos, esto fue particularmente así en España desde Baudelaire, Mallarmé, Verlaine, Rimbaud, Valéry, y luego con el furor surrealista de Breton y compañía. Se puede decir que la égida de la poesía francesa duró hasta el estallido de la Segunda Guerra Mundial y luego perdió fuelle. En las décadas pasadas son pocos los autores de esa lengua que han llegado con brío hasta nosotros, y una figura sobresaliente como la de Yves Bonnefoy no es golondrina que haga verano. Esto por lo que se refiere a Francia; si pensamos en la poesía de la vecina Bélgica, aún son menos nombres y obras los que han circulado en España. Ese silencio se repara ahora con la aparición de Poemas al lado de la Naturaleza. Antología, de Maurice Carême.
Se trata de una de las selecciones posibles de un autor de obra amplia, presidida, como indica el título, por la Naturaleza. Carême (1899-1978) fue maestro de escuela durante veinticinco años, y luego de compatibilizar ambas cosas se dedicó de lleno a la creación literaria. Buena parte de esa creación tuvo lugar a lo largo de sus caminatas por el Brabante natal, y gracias a la contemplación de árboles, carrizos, aves, huertos. Leer estos poemas es pasear con él, y dejar que llame nuestra atención sobre un trino o una flor. Difícilmente se hallará mejor guía.
Son los aquí reunidos poemas que exponen con sencillez un mundo en vías de desaparición, y esto en un doble proceso: de un lado, la realidad rural cambia --eso sí que es un paseo-- a pasos agigantados, con explotaciones agropecuarias que poco se distinguen ya de la industria y donde la maquinaria ha ido sustituyendo la mano del hombre; de otra parte, cada vez más se va perdiendo el vocabulario que define esa realidad y se va empobreciendo el léxico, lo mismo el aplicado a plantas o aves que a aperos y tareas agrícolas.
Un ejemplo de libro bellísimo, que salvaba mucho de ese mundo es Las cosas del campo, en la prosa de José Antonio Muñoz Rojas. Si miramos fuera de nuestras fronteras, hallamos que Carême tiene sintonía con cierto Wordsworth, con lo fundamental de Frost, con casi todo Clare (excepción hecha de la locura que invadió como una mala hierba el jardín de su verso). Y dentro del ámbito de la francofonía, hay una marcada similitud con el bearnés Francis Jammes, tan reivindicado por estos pagos por Trapiello.
Un ejemplo de libro bellísimo, que salvaba mucho de ese mundo es
A veces por su condición de maestro y por la cordial transparencia de sus composiciones se ha encasillado a Carême como un poeta para niños. Lo cierto es que fue galardonado con importantes premios de su país e internacionales, y que ha sido traducido a bastantes lenguas. Traductor él mismo, vertió a poetas neerlandeses de la comunidad flamenca de Bélgica (él, valón, tenía como lengua materna el francés). La traducción suya corre aquí a cargo de Rosa Barasoain y de María José Barasoain, y la introducción que precede a los poemas, de la primera y de Fernando López. La editorial es la pequeña Tierra de Sueños, de la localidad navarra de Artaza.
En alguna ocasión se ha modernizado según los usos actuales y una inclusividad lingüística en este caso bien resuelta: un homme pasa a ser “un ser humano”. Alguna vez, en fin, se mejora el original no mediante ese error, embellecer con un lenguaje peraltado, sino mediante algún hallazgo que seguramente el autor no habría despreciado: l’anémone sylvie se convierte en la muy eufónica “la anémona nemorosa”. Hay, con todo, algún caso en que sin gran esfuerzo ni apartamiento del original se habría mejorado un verso, como en el cierre de “Como dos escolares”, donde habría sido preferible el endecasílabo “que ni el propio pasado lo recuerda” al impreso “que ni el propio pasado se acuerda”.
Hay un puñado de textos muy hermosos en Poemas al lado de la Naturaleza, por los que uno queda agradecido al poeta y a sus traductoras: “La cocina” (con ese emotivo final: “Y apenas se oye, / Reloj familiar, / El humilde corazón de mi madre / Que late dentro de la casa.”), “No te he apretado”, “Pon la mesa, amada mía”, “Alba”, “Dulzura de la tarde”... A menudo aporta vislumbres desusados y sorprendentes, como cuando al recordar a su padre, pintor de brocha gorda, evoca el hijo con fino pincel: “Pintor, mi padre se subía al cielo; / la escalera era su golondrina.” Otros versos remueven, con el brillo de su imagen, la conciencia: “La dicha es una ardilla / que vive de poca cosa".