Portada de una antología de los escritos de George Santayana / CAMBRIDGE UNIVERSITY PRESS

Portada de una antología de los escritos de George Santayana / CAMBRIDGE UNIVERSITY PRESS

Filosofía

Reivindicación de George Santayana

La editorial Animal Sospechoso reúne en 'El intelecto no está de moda' una selección de verso y prosa del pensador madrileño, que escribió en inglés y combatió el fundamentalismo filosófico

7 noviembre, 2022 19:40

La literatura tiene su propia piedad y conciencia; no puede olvidar por mucho tiempo, sin renunciar a toda dignidad, que sirve a una criatura agobiada y perpleja, a un ser humano que lucha por convencer a la esfinge universal de que proponga un enigma más inteligible”. Leer a George Santayana (1863-1952) procura siempre una felicidad que no se encuentra en ningún otro filósofo moderno, como si nos protegiera de la catástrofe en lugar de abocarnos a ella. Por eso, aunque ocurra muy raras veces, es una gran alegría saludar una nueva edición de sus escritos, como es el caso de El intelecto no está de moda. Pequeños ensayos y poemas (Animal Sospechoso, 2022), una selección de verso y prosa hecha en 1920 por su amigo Logan Pearsall Smith y traducida ahora por Santiago Sanz y Misael Ruiz con su rigor habitual.

Santayana es hoy un pensador prácticamente olvidado y que apenas ha generado escuela, recordado tan sólo por unos cuantos aforismos que se han convertido en tópicos, como aquel de que “aquellos que olvidan su historia están condenados a repetirla”. En España, solo Fernando Savater, que fue quien primero nos animó a leerlo, no ha dejado de reivindicarlo, manteniéndolo vivo además en su propia filosofía moral. Quizá porque es un gran estilista y un esteta, su obra se ha descartado como fruto de otra época. Pero cuando uno atiende a sus meditaciones, a su actitud tanto intelectual como espiritual, a su extraordinaria capacidad de síntesis, inducida por un dominio de la cultura universal que ya nunca más volvería a ser posible de ese modo a la vez tan natural y feliz, se produce una especie de iluminación edificante.

A veces Santayana parece un sabio del siglo I de nuestra era que hubiera cruzado océanos de tiempo para comentar, con ironía, gusto y conmiseración, el mundo moderno. Hay en su prosa una serenidad clásica transida al mismo tiempo de un desapego hacia toda convicción que produce un efecto sedante. “No os toméis tan en serio”, parece decirnos, “recordad vuestra pequeñez, mirad cómo se hundieron las grandes ideas del pasado, no olvidéis el origen animal de todo cuanto sentimos y hacemos”.

Portada de 'El intelecto no está de moda', de George Santayana / ANIMAL SOSPECHOSO EDITORIAL

Se da en Santayana una peculiar y encantadora mezcla de tradiciones. Nacido en Madrid, pero emigrado con sus padres a los nueve años a Boston, donde se educó, nunca renunció a la nacionalidad española y, a pesar de su ateísmo confeso, se consideraba un católico cultural. Escribió toda su obra en inglés, pero se sentía un infiltrado latino en el mundo anglosajón, especialmente en Estados Unidos, cuyos mitos –desde la democracia absoluta, hasta el individualismo y el trascendentalismo– discutió con mucha gracia y respeto. Como dijo Richard Rorty, “Sólo Santayana fue capaz de reírse de nosotros sin despreciarnos”. En Harvard llegó a ser catedrático de Filosofía y tuvo como alumno, entre muchas otras eminencias, a T. S. Eliot.

Y aunque no fue profesor suyo, como a veces se dice, también hizo amistad ahí con Wallace Stevens, que siempre guardó de él un recuerdo lleno de veneración. A los cuarenta y ocho años, sin embargo, gracias a la herencia de su madre, Santayana dejó la universidad y abandonó para siempre Estados Unidos, instalándose en Europa, dedicado exclusivamente al estudio y la escritura. Todos los veranos solía pasar una temporada en Ávila, donde había vivido parte de su infancia. Y al final de su vida se retiró en el convento de las Hermanas Azules de Roma. Allí le visitaron varias generaciones de escritores, desde Edmund Wilson hasta Gore Vidal. (El filósofo solía decir que, como el Papa, recibía visitas que no estaba obligado a devolver). Según sus biógrafos, Santayana era homosexual, pero no hay constancia de que mantuviera relaciones íntimas con ningún ser humano, así que muy probablemente era más bien etéreo sexual, como tantos estetas de su generación. En sus últimos años vivó bajo el cuidado de David Cory, un joven secretario que acabó siendo su albacea.

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En la vasta y laberíntica obra de Santayana destaca para empezar su ensayo seminal Tres poetas filósofos, sobre Lucrecio, Dante y Goethe. El estudio acerca de Lucrecio es una pieza magistral y pionera en la moderna reivindicación del De rerum natura, un poema del que Santayana se sabía largas tiradas de memoria. (Su padre había sido latinista). Lucrecio, además, está en la base de su pensamiento, como lo está en la poesía de Wallace Stevens, que lo empezó a leer gracias a su amigo y maestro. Se puede decir que su obra filosófica está resumida en un libro espléndido titulado Escepticismo y fe animal (1923), cuyas premisas desarrollaría de forma más torrencial en los cuatro volúmenes de Los reinos del ser (1927-1940). Notables son también sus Soliloquios en Inglaterra y soliloquios posteriores (1922), escritos cuando vivió en Oxford durante la Primera Guerra Mundial.

Santayana es autor de una única y bellísima novela autobiográfica, El último puritano (1935), que fue un inesperado éxito de ventas en la época. Y sus memorias, Personas y lugares (1944), eran comparables para Edmund Wilson a Henry Adams e incluso a Proust. En su juventud, Santayana fue un poeta muy fino y su primer libro, Sonnets and Other Verses (1894), contiene algunos poemas memorables, incluidos ahora en esta edición de El intelecto no está de moda. Lo primero que llama la atención en Santayana es la ausencia de cualquier forma de fundamentalismo. Acostumbrados a la intransigencia y el sectarismo de la filosofía moderna, compuesta por absurdos bandos irreconciliables, el pensamiento de Santayana empieza por relativizar la seguridad de los sistemas filosóficos con la ironía de quien los conoce todos sin creerse ninguno.

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El escepticismo con respecto a las convicciones humanas es la fuerza motriz de su método. Pero por otra parte, Santayana sabe que somos criaturas verbales y que estamos condenados a elaborar fantasmagorías. Por ello, aunque se declaraba ateo, al mismo tiempo valoraba las religiones como “los cuentos de hadas de la conciencia”. Para Santayana lo único seguro es la materia, la fysis de los antiguos, y todo, desde la razón hasta el espíritu y la poesía se deriva de ello. Pero al mismo tiempo dejó claro que el conocimiento es tremendamente limitado y que la ilusión de dominio absoluto de los modernos es un espejismo. Tanto la ciencia como la filosofía o la literatura están determinadas por los límites de nuestra imaginación, que no es en el fondo sino una forma de supervivencia en un medio natural que existía mucho antes que nosotros y que seguirá impasible cuando hayamos desaparecido. Ahí se nota el aliento de Lucrecio, el primer poeta que cantó la realidad entendida como un mundo a la vez vivo e interpretado en su poema sobre el movimiento.

Santayana no descarta las conclusiones del positivismo lógico ni las elucubraciones de la metafísica, pero sabe que nunca habrá nada definitivo en nuestra relación con la naturaleza, por eso el escepticismo, “la castidad del intelecto”, es para él una ética. Fijémonos qué sana, honesta y meridiana suena esta reflexión de Escepticismo y fe animal, sobre todo en una época como la nuestra, de nuevo atenazada por fundamentalismos de todo pelaje:

“Yo aguardo a que los hombres de ciencia me digan qué es la materia en la medida en que puedan descubrirlo, y en absoluto me sorprende o me preocupa la abstracción y la vaguedad de sus concepciones más recientes: ¿qué otra cosa podrían ser, sino esquemáticas, nuestras nociones de cosas tan apartadas de la escala y el alcance de nuestros sentidos? Pero sea lo que fuere la materia, yo la llamo materia sin tapujos, como llamo Smith y Jones a mis amistades aunque no conozca sus secretos; sea lo que sea, debe mostrar los aspectos y experimentar los desplazamientos de los burdos objetos que llenan el mundo; y si creer en la existencia de partes y movimientos ocultos en la naturaleza es metafísica, entonces la cocinera hace metafísica cada vez que pela una patata”.

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Santayana siempre desconfió del platonismo más radical y, en general, de las filosofías idealistas, persuadidas de nuestro derecho a reducir el universo a una suma de ideas y arquetipos, constructos al fin y al cabo falibles del intelecto humano. Ahí su guía fue Spinoza, el camino de vuelta a los presocráticos, a la observación desapasionada y reverencial de una naturaleza a la que damos nuestro espíritu sin que podamos apropiarnos de ella:

“Los primeros filósofos, los observadores originales de la vida y la naturaleza, fueron los mejores; y pienso que sólo los indios y los naturalistas griegos, junto con Spinoza, han acertado sobre la cuestión principal, la relación del hombre y de su espíritu con el universo. No es la negativa a ser un discípulo lo que me incita a mirar más allá del revoltijo moderno de filosofías: con gusto aprendería de todas ellas, si ellas hubieran aprendido más unas de otras. Aun así, me propongo conservar la intuición positiva de cada una, reduciéndola a su escala natural y manteniéndola en su sitio; de modo que soy platónico en lógica y moral, y trascendentalista en el soliloquio romántico cuando decido abandonarme a él”.

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Santayana fue más allá del pragmatismo y del evolucionismo romántico de su maestro William James, con quien siempre tuvo una relación difícil. Para él, más que considerar la supremacía de las ideas o de las ecuaciones, bastaba conformarse con algo más modesto, las esencias, aquello que percibimos de acuerdo con nuestra constitución biológica y que traducimos al dialecto de nuestra mente pero que no puede aspirar a convertirse en verdad absoluta:

“Por descontado, la selección y el interés de las esencias proviene enteramente de la inclinación del animal que genera su visión desde su propia alma y sus aventuras; y nada salvo la afinidad con mi vida animal confiere a las esencias que soy capaz de discernir su color moral, de forma que para mi mente resultan bellas, horribles, triviales o vulgares. Las esencias buenas son las que acompañan y expresan una vida buena. En ellas, ya sean buenas o malas, esa vida tiene su eternidad. Es verdad que, cuando cese de existir y de pensar, esa seguridad se me escapará; pero el tema en el que por un momento hallé el cumplimiento de mis impulsos expresivos seguirá siendo, como fue siempre, un tema digno de ser considerado, aun si nadie más lo considera y yo no vuelvo a considerarlo nunca más”.

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La esencia tiene propiedades higiénicas con respecto a las supersticiones y los dogmas porque su reino es “una democracia perfecta donde todo lo que es o podría ser tiene carta de ciudadanía”. Frente a la claudicación de las demostraciones y las deducciones, Santayana opone el olvidado poder de la intuición, ahí donde el conocimiento se inflama y aúna experiencia y saber. Gracias a ello, su pensamiento logra elevarse por encima tanto de las constricciones del subjetivismo romántico como del empirismo científico para alumbrar algunas reflexiones tan potentes como esta:

Dejar de vivir en clave temporal es salvarse intelectualmente; es άθανατίζειν [inmortalizarse], apagarse, o iluminarse en la verdad, y volverse eterno. El propósito más íntimo y el más elevado logro de la cognición es cesar de ser conocimiento para un yo, abolir la parcialidad y trascender el punto de vista por el que el conocimiento establece sus perspectivas, de modo que todas las cosas puedan estar igualmente presentes y la verdad pueda ser total”.

Hay en este párrafo más profundidad que en muchas de las sofisterías del siglo XX. Santayana, además, es siempre un gran escritor. Su estilo se salvó de la árida especialización, de la plúmbea jerga mistérica, como si hubiera escrito en el siglo XVI o en el XVII, como un Montaigne o un Descartes, antes de que la filosofía abandonara la confianza en el lenguaje. Pero al mismo tiempo hay en él una audacia que lo emparenta con lo mejor de la fenomenología e incluso con algunos aspectos de Heidegger. Aunque si hubiera que encontrarle un equivalente no sería filosófico sino novelístico: Henry James. Hay muchas veces en la prosa de Santayana una vibración, un gusto por la digresión y el circunloquio, un respeto por el matiz y el escrúpulo y una extraña frialdad crepitante, además de un temperamento idiosincrásico muy afín, que lo convierte en el interlocutor ideal del novelista, con quien por cierto solo se vio una vez en Inglaterra. Qué no hubiéramos dado por estar presentes.

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El intelecto no está de moda incluye poemas y una selección de ensayos breves que funciona como introducción ideal al mundo de su autor. La mayoría de las prosas tratan de poesía y poetas, pero hay también reflexiones maravillosas sobre música, filosofía, arte y sobre todo y nada. Como decía Bertrand Russell, leer a Santayana es fascinante aunque uno no sepa de qué diantre está hablando. Así, a propósito de cualquier cosa, el filósofo puede deslizar observaciones tan agudas como esta: “Los filósofos profesionales no ansían la verdad sino la victoria y disipar sus propias dudas”. O resumir todo su pensamiento en unas pocas líneas:

“Toda nuestra vida es un compromiso, una incipiente y vaga armonía entre las pasiones del alma y las fuerzas de la naturaleza, fuerzas que, a su vez, engendran y protegen las almas de otras criaturas y las dotan  de poderes de expresión y autoafirmación semejantes a los nuestros y de intenciones, a sus ojos, no menos amables y dignas”. (Trascendentalismo)

¿No hay ahí un poderoso envoi a las urgencias de nuestro tiempo? Porque la preocupación de Santayana ya quedó resumida en los versos finales, imposibles de olvidar desde que uno los leyó hace tantos años, de su poema 'Cape Cod': “And among the dark pines, and along the flat shore, / O the wind, and the wind, for evermore! / What will become of man?” (“Y entre los negros pinos, y en la llana ribera, / ¡el viento, siempre el viento, y por siempre jamás! / ¿Qué será de los hombres?”). La eternidad del viento atravesando la duda del hombre.

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En los años cuarenta, Wallace Stevens leyó un artículo en el que Edmund Wilson relataba una visita a Santayana en Roma y que le sirvió de inspiración para escribir un extraordinario poema titulado 'A un anciano filósofo en Roma', que Santiago Sanz y Misael Ruiz, con muy buen criterio, han incluido al final de su edición. En la primera estrofa, Stevens acierta a resumir toda la filosofía de su viejo amigo y maestro en un acto a la vez de reconocimiento, homenaje y despedida: “On the threshold of heaven, the figures in the street / become the figures of heaven, the majestic movement / Of men growing small in the distance of space, / Singing, with smaller and still smaller sound, / Unintelligible absolution and an end” (“En el umbral del cielo, las figuras de la calle / se vuelven las figuras del cielo, el majestuoso movimiento / de hombres cada vez más pequeños en las distancias del espacio, / cantando, con voz cada vez más débil, / una absolución ininteligible y un final”).