Lana del Rey durante un concierto / EUROPA PRESS

Lana del Rey durante un concierto / EUROPA PRESS

Músicas

Lana del Rey

El éxito de 'Born to die', un disco absorbente, hipnótico, personal, atemporal y melancólico, la empujó a componer y grabar sin parar, siempre con un punto de ironía

6 noviembre, 2022 21:30

La lanzaron tan a bombo y platillo, con tanto hype, que a mucha gente se le puso la mosca en la oreja: su álbum Born to die (2012) dividió enseguida a la audiencia entre quienes la consideraban una artista de lo más singular y los que solo la veían como un producto de márketing. Sus fotos parecían las de una buena chica norteamericana que tal vez, si te fijabas bien, no lo era tanto. Su nombre, Lana del Rey, era falso (nació como Elizabeth Woolridge Grant en Nueva York en 1985), pero resultaba muy sugerente, pues recordaba al de alguna inexistente actriz de Hollywood de los años 50. Sus detractores le echaban en cara su condición de niña rica (Rob Grant, su padre, ejercía de inversor en dominios de internet) y la consideraban una snob a la que le había dado por interpretar el papel de una estrella anticuada y algo excéntrica que no podía ser tomada muy en serio. Para salir de dudas, me hice con Born to die y lo estuve escuchando de forma obsesiva durante varias semanas (que en el caso de la hija adolescente de una buena amiga fueron meses: extraña unanimidad entre una menor y un aspirante a carcamal). El disco me resultó absorbente, hipnótico, absolutamente personal y yo diría que también atemporal. Su tono melodramático sonaba levemente impostado, pero daba lo mismo y, en cualquier caso, la melancolía era auténtica, así como las incursiones en la torch song y en un pop onírico que no habría desentonado en las películas de David Lynch (algunos temas recordaban a los que Lynch y Badalamenti escribieron para la difunta Julee Cruise): no en vano la habían encerrado en un internado de Connecticut a los 15 años por una temprana adicción al alcohol.

Antes de Born to die, la señorita Grant había publicado un disco que no tuvo ningún éxito, Lana del Ray aka Lizzy Grant (2010), que ella misma se ha encargado de hacer desaparecer tras convertir Ray en Rey (previamente, ensayó otros alias, como May Jailer o Sparkle Jump Rope Queen). El éxito de Born to die fue inmediato y le dio ánimos para componer y grabar sin parar, mientras se convertía en un excéntrico personaje de la escena pop cuya misión parecía ser detectar lo siniestro que oculta el mal llamado American dream. Tras inventarse un personaje a medio camino entre un sex symbol retro y la estudiante de Metafísica que fue en la universidad, Lana del Rey se convirtió en pasto de oyentes atormentados sin una franja de edad concreta (pensemos en la hija adolescente de mi amiga y yo mismo); seres atormentados, eso sí, dotados de cierto sentido del humor que también lo intuían en las melodramáticas canciones de nuestra heroína, capaces de ser sinceras y levemente irónicas a la vez, recurriendo a ese tono que los anglosajones definen como de tongue in cheek.

Tras tres álbumes simplemente correctos, aunque algo repetitivos Ultraviolence (2014), Honeymoon (2015) y Lust for life (2017, título de una canción de Iggy Pop y de una biopic de Van Gogh protagonizada por Kirk Douglas—, llegó la que a mí se me antoja la obra maestra de la señorita Del Rey, Norman Fucking Rockwell (2019), disco impecable de principio a fin en el que se consolida el personaje de Lana –“en parte falso, en parte cierto, como todo”, que decía la canción de Roxy Music For your pleasure— como femme fatale que no se acaba de tomar completamente en serio y como americana que alberga sentimientos ambivalentes sobre su propio país (de ahí el título: definir al principal ilustrador del american way of life como El puto Norman Rockwell tiene narices). La mejor descripción irónica de sí misma podemos encontrarla en esta estrofa de uno de los temas del disco: Hope is a dangerous thing for a woman like me to have… (La esperanza es un peligro para una mujer como yo..). A lo que añade, en voz baja, But I do (Pero la tengo).

La principal ironía en la obra de Lana del Rey consiste en la demanda por plagio que le puso Radiohead por la canción Get free, incluida en Lust for life, que el grupo consideraba una copia de su celebérrimo Creep, que a su vez acabó en los tribunales por una denuncia de Albert Hammond (ganó el juicio), quien consideraba que compartía demasiados compases con su viejo tema para los Hollies The air that I breathe: el gran Thom Yorke convertido en el regador regado.

Los álbumes posteriores a Norman Fuckin Rockwell no llegan a su misma altura, pero siempre se encuentran momentos de especial inspiración. Los que odiaban a Lana del Rey parecen haber dejado de hacerlo y la artista ha pasado a integrar la lista de valores seguros del pop. Su principal logro, en mi opinión, es haberse reinventado como megaestrella irónica y haber compuesto el material adecuado para el personaje. Lamento su tendencia a la cirugía plástica, pero no descarto que eso también forme parte del peculiar, fascinante y divertido personaje en el que decidió convertirse cuando dejó de llamarse Lizzy Grant.