El juicio de Adolf Eichmann, el ejecutor del Holocausto / RTVE

El juicio de Adolf Eichmann, el ejecutor del Holocausto / RTVE

Filosofía

Los rostros de la maldad

La obra de Ana Carrasco-Conde 'Decir el mal. Comprender no es justificar' ahonda en hechos que proceden de la ficción, mientras que Arendt presenta el mal en la figura de Eichmann

13 marzo, 2022 00:10

La última novela de Luis Landero, Una historia ridícula, habla de un personaje que ha descubierto la existencia del mal. “Conozco bien la crueldad de los hombres, de esta aciaga especie a la que pertenecemos, y su facilidad y gusto para hacer el mal cuando se le presenta la ocasión”, explica. Consciente de que también dentro de uno mismo puede anidar la maldad, al analizar sus propias pulsiones, se dice: “No eres propiamente tú sino tu pensamiento montaraz, y la bestia que lo gobierna, ese Príncipe del Mal que habita en las negras mazmorras del alma, allí donde no llega la razón y no rige más ley que la soberana de la bruta libertad”. Landero, que es novelista, explora el mal desde la ficción. Sorprende que algunos filósofos recurran también a mundos ficticios para explorar la esencia o la existencia del mal. Lo hace Terry Eagleton. En Sobre el mal, aunque remite a Schopenhauer, Kant,  Kierkegaard, Marx o Freud, los núcleos de su reflexión proceden de autores como William Golding, Graham Green, Shakespeare o Thomas Mann. Igual que Georges Bataille. En La literatura y el mal recorre los textos de Emily Brontë, Baudelaire, Jules Michelet, William Blake, Sade, Proust, Kafka y Jean Genet. Como si, pese a asumir la existencia real del mal, creyeran difícil encontrarlo en el hombre real. Basta con leer los diarios para descubrir especímenes de comportamientos perversos. Ahí está la guerra en Ucrania (“la guerra es un infierno y su gloria, tonterías”, decía el general Sherman) o las dictaduras del golfo pérsico, cuya larga mano llega hasta Estambul, donde fue asesinado el periodista Yamal Kashogi por agentes del gobierno saudí. Y hay más.

Ana Carrasco-Conde acaba de publicar Decir el mal. Comprender no es justificar. Aunque, como Eagleton, emplea referencias filosóficas (Platón, Kant, Aristóteles, Leibnitz, Agustín de Hipona), centra luego su reflexión en hechos que proceden de la ficción. El primero, la muerte de Astianacte, a quien Neoptólemo, hijo de Aquiles, arroja desde la muralla de Troya en presencia de su madre Andrómaca. Luego será Sade quien sirva de apoyo para la comprensión de una de las principales visiones del mal, la que lo concibe como una acción que no produce beneficio al agente; a veces ni siquiera placer. Finalmente, de la mano de Hannah Arendt, el mal adopta la forma humana de Adolf Eichmann.

Cortedad de miras

Dejando de lado quienes consideran que la maldad es producto de la enfermedad física o mental, lo que haría injustas las penas legales para cualquier comportamiento, muchos filósofos han intentado explicar la relación del bien y el mal con la naturaleza humana. Unos sostienen que el hombre es esencialmente bueno; otros, que es pura maldad. Rousseau suponía que la sociedad corrompía al individuo; Hobbes, en cambio, ha sido leído como avalador de un principio agresivo que sólo la razón, encarnada en la violencia del Estado, puede aplacar. En medio se halla Konrad Lorenz para quien “el hombre no es por naturaleza tan malo como afirma el Génesis. Lo que pasa es que no es tan bueno como exige nuestra vida social moderna”. Y Christopher Hitchens: el hombre perpetra atrocidades amparándose en la religión, “no porque seamos malos, sino porque en la naturaleza es un hecho que desde el punto de vista biológico la especie humana es racional sólo en parte”.

Sello alemán del 250ª aniversario del nacimiento de Immanuel Kant.

Sello alemán del 250ª aniversario del nacimiento de Immanuel Kant.

En el mito bíblico peca el primer hombre a instancias de Lucifer, quien se rebeló ante Dios, la bondad suprema. El segundo hombre, Caín, mató a su hermano sin necesitar ayuda del maligno. Eran otros tiempos: Épocas “en que el Diablo prosperaba, el pánico, el horror, los desórdenes eran males que gozaban de protección sobrenatural: se sabía quién los provocaba”, dice Ciorán.

El mal es una piedra en el zapato de los creyentes. Si hay un Dios bueno y todopoderoso, ¿por qué lo permite? Responden Agustín de Hipona y Leibnitz. Para el primero, Dios creó al hombre libre de hacer el mal; para el segundo, el mal no es más que el resultado de la cortedad de miras, de ignorar qué hubiera ocurrido sin ese supuesto mal. El mal, en realidad, no existe. El pretendido mal, en expresión de Lorenz, “no es nada grave ni diabólico”, sino “parte esencial en la organización conservadora de la vida de todos los seres”. En su opinión, “la agresividad de muchos animales [incluido el hombre] respecto de sus propios congéneres no es nada perjudicial a la especie en cuestión, antes bien, es un instinto indispensable para su conservación”, si bien “esto no debe inducir al optimismo acerca de la actual situación de la humanidad, sino todo lo contrario”.

Por encima del rebaño

Convendría, no obstante, distinguir, como resalta Carrasco-Conde, entre el mal que se hace y el daño que se sufre. Sólo el hombre es capaz de hacer el mal. Del comportamiento del resto de la naturaleza no cabe predicar que sea bueno o malo. La erupción del volcán de La Palma es moralmente irrelevante, aunque suponga ruina y miseria para parte de la población. Los efectos de los fenómenos de la naturaleza sobre el hombre carecen de relevancia moral.

Que el mal existe es evidente, el problema es averiguar por qué el hombre lo comete.

Para Platón, el hombre propende al bien. Actúa mal por ignorancia. Una tesis ampliamente aceptada, aunque no por Nietzsche. Así resume éste la visión platónica del mal: “Nadie quiere causarse daño a sí mismo (...) el hombre malo es malo sólo por error; si alguien lo aparta del error, necesariamente lo vuelve bueno”. Ahora, la crítica: “Este modo de razonar huele a plebe”, porque exalta la moral de los débiles frente al superhombre cuya voluntad “eleva al individuo por encima del rebaño e infunde temor al prójimo”.

Grabado que representa la 'Alegoría de la caverna' de Platón (1604) / JAN SAENREDAM

Grabado que representa la 'Alegoría de la caverna' de Platón (1604) / JAN SAENREDAM

Frente a los platónicos y neoplatónicos, que sostienen que el hombre hace el mal por ignorancia, se alzan quienes sitúan la raíz del mal en el egoísmo. El propio Platón contó el mito de Giges, un pastor que, tras encontrar un anillo que le proporciona la invisibilidad y con ella la impunidad, decide aprovecharla para convertirse en rey. Decide hacerse el bien aunque para otros resulte el mal. Casos de comportamientos egoístas impunes figuran también en las páginas de los diarios. Así, las andanzas de Juan Carlos de Borbón, legalmente inmune.

La misma acción tiene dos nombres: bien para quien se aprovecha de ella; mal, para quien la sufre. Carrasco-Conde percibe esta situación en Sade para quien “es la moral la que invierte el orden egoísta de la naturaleza al convertir el mal en lo que de suyo no lo es: la moral y lo que llamamos ‘virtud’ son contra natura. Más bien al contrario, el mal, el daño, el sufrimiento son en realidad la norma natural que, de llevarse a término, genera en principio placer al que lo provoca”. De ahí que el peor de los males sea el innecesario, algo que la autora ilustra con una cita de Carlos Thiebaut: “Propongo, a partir de ahora, que comprendamos el daño precisamente como aquel tipo de mal que no es necesario que ocurra o que hubiese ocurrido y que, además, sería necesario que no ocurriese”.

Hannah Arendt

Hannah Arendt

Coincide parcialmente con Bataille: “No podemos considerar como representativas del Mal unas acciones cuyo fin es un beneficio, un bien material. Ese beneficio, es, sin duda, egoísta (...) En el sadismo, en cambio, se trata de gozar con la destrucción contemplada, siendo la destrucción más amarga la muerte del ser humano. El sadismo es verdaderamente el Mal: sólo nos hallaremos ante el verdadero Mal, el Mal puro, si el asesino, dejando a un lado la ventaja material, goza con haber matado”.

El mal, sin necesidad de pensar

Se puede explicar el comportamiento perverso de los hombres con el argumento de Ramon Llull sobre la virginidad de María. “Potuit, voluit, ergo fecit”, sostuvo. Dios pudo y quiso, luego lo hizo. También Kierkegaard afirma que el hombre hace el mal simplemente porque puede hacerlo. Y Carrasco-Conde escribe, evocando a John Bowlby, “el victimario desea que la víctima exista porque la necesita para elevarse sobre ella y sentir su poder”.

El peor de los males, el verdadero mal, es el mal sin causa (Eagleton). Indiferente frente al daño. Quien lo ejecuta convierte a la víctima en cosa. Es el mal “banal” que describe Arendt.  Aún Jean Genet, señala Bataille, busca el mal confundido. “Sartre lo ha resaltado perfectamente; buscamos el Mal en la medida en que lo tomamos por el Bien”. Pero Eichmann no actúa con esa conciencia, al contrario, se convierte maquinalmente en monstruo y, como dice Eagleton “es mejor ser monstruo que máquina”. Eichmann es un burócrata del mal considerado un comportamiento normal, legal. Cosifica al otro y se deshumaniza, convirtiéndose en instrumento.

La Villa veneciana donde residió Nietzche

La Villa veneciana donde residió Nietzche

Eichmann no fue ni es el único capaz de hacer el mal sin necesidad de pensar. El mal, sostiene Ana Carrasco-Conde, citando a Kant, “está en la historia”. Y se exalta. “Recientemente, Judd Marmor ha subrayado el hecho de que, incluso en la actualidad, ‘los libros de historia de todas las naciones justifican sus guerras por valientes, justas y honrosas’. Una glorificación con dejes de patriotismo, de amor a la patria. El heroísmo y el valor militar se consideran ‘viriles’ y se asocian tradicionalmente a las acciones guerreras. La evitación de la guerra y la búsqueda de la paz suelen considerarse acciones propias de afeminados, cobardes y débiles, deshonrosas y subversivas. Se glorifican y disimulan las realidades brutales de la guerra mediante innumerables relatos de heroísmo y gloria” (Lorenz).

El mal entronizado y convertido en bien común. Una contradicción, que decía Nietzsche, para quien “lo que puede ser común tiene siempre poco valor”. Pero el hombre es hábil exculpándose, de ahí que atribuya el mal que él hace a los mismos dioses. Como ya vieron Carrasco-Conde y Eurípides, quien pone en boca de Ifigenia: “Creo que los habitantes de esta tierra, homicidas como son, atribuyen a la diosa su maldad. Pues no creo que ninguno de los dioses sea malvado”. ¿Cómo iban a ser malvados unos seres que ni siquiera existen?