La alegría de Béla Hamvas
El escritor húngaro, que sufrió el nazismo y el comunismo, escribió algunos de los ensayos culturales más profundos del siglo XX sin renunciar a la celebración de la vida
15 febrero, 2022 00:00“El ser humano ha de crear de sí una obra para en ella vivir en la eternidad. Una obra abierta para acoger a quien quiera entrar en ella. Puede ser una casa, puede ser una pintura, puede ser un país. Aquiles no escribió poemas, pero nadie puede afirmar que no haya creado una obra, la obra de una vida heroica con sus actos. Los santos”. Cada nuevo libro de Béla Hamvas (1897-1968) es un regalo de los dioses por mediación de Adán Kovacsics, su traductor al español, a quien nunca le agradeceremos lo suficiente que nos haya descubierto a este maravilloso autor húngaro, cuya publicación dilatada a lo largo de estos últimos años nos hace creer que está vivo aún. Tras La melancolía de las obras tardías (Ediciones del Subsuelo, 2017) y aquel primer vislumbre que fue La filosofía del vino (Acantilado, 2014), llega ahora La obra de una vida (Ediciones del Subsuelo, 2022), otra selección de sus ensayos.
Como tantos europeos del Este, Hámvas tuvo una vida atroz. Su país fue ocupado primero por los nazis y luego por los comunistas. En enero de 1945, un bombardeo destruyó su casa. Más tarde, el nuevo régimen lo destituyó de su puesto en la Biblioteca Nacional por su anticomunismo, prohibió la publicación de sus obras durante veinte años y le obligó a trabajar como obrero en centrales térmicas. Desahuciado de la vida pública –del agon griego, sobre el que reflexionó con mucha pertinencia–, Hamvas se refugió en un exilio interior y construyó con algunos amigos, entre ellos el helenista Karl Kerényi (qué maravilla todos sus libros) un pequeño círculo que llegó a editar una revista que llevaba el mismo nombre del cenáculo, Sziget, que significa isla.
En ese destierro insular –no por casualidad Patmos fue el título bajo el que se reunieron por primera vez sus escritos póstumos–, Hamvas desplegó una meditación proteica que ya se cuenta entre las más poderosas y fascinantes del siglo pasado y en la que nunca asoma el horror que le tocó vivir. Si uno no supiera nada de su biografía y se guiara por la impresión que transmiten sus escritos, llegaría a la conclusión de que Hamvas vivió en el paraíso, en una casa en el campo, con una gran biblioteca, dedicado a leer, pasear y cuidar su huerto. Es admirable y conmovedor comprobar cómo alguien sometido a una opresión política tan asfixiante consiguió mantener una libertad interior tan honda y fértil, llena de constelaciones, transida de una especie de santidad. La resistencia de su espíritu es aún contagiosa, está viva, sigue irradiando. Cómo nos beneficiamos los vivos de los extremos en los que se ha ido replegando la inteligencia a lo largo de la historia. Como decía Eliot, la historia es un orden de momentos sin tiempo.
Desde la atalaya de nuestra época, el siglo XX se está reorganizando, destruyéndose y construyéndose de otro modo, como una nebulosa en plena formación. De acuerdo con las urgencias de nuestros días, hay muchos autores menos conocidos entonces que hoy están saliendo de la penumbra para desplazar a otros que fueron hegemónicos en su tiempo pero que ahora, en cambio, ya no nos dicen nada. Tengo la impresión de que el pensamiento sistemático de la gran tradición europea ha caducado. O de que al menos ya no nos será tan útil. Hamvas distingue entre sistema y orden. Cuando se pierde la noción de orden, dice, aparecen los “sistemas”, que intentan ser orden sin conseguirlo, formas de poder para aplastar la existencia.
Occidente se ha edificado en torno a poderosos sistemas filosóficos, desde Platón hasta Hegel y Marx. Y en torno a ellos han orbitado siempre otros pensadores del orden, desde los presocráticos y los moralistas hasta Nietzsche o Heidegger, que ahora nos resultan mucho más necesarios. Gracias al hundimiento de la tradición que se vivió en el siglo XX, esa forma de pensamiento aparece ahora con mayor claridad, como las ruinas cuando se ha asentado el polvo tras un bombardeo. Hamvas pertenece a esa galaxia, al igual que Musil, Canetti, Robert Graves, Ceronetti, Joseph Campbell, Jan Patocka, Simone Weil, Iris Murdoch, Emanuele Severino, Cristóbal Serra o Joan Mascaró, por citar unos cuantos nombres de una genealogía muy personal. Escribir una historia del siglo XX a través de su obra sería una gran tarea para una improbable jubilación.
Los ensayos reunidos en La obra de una vida, que abarcan cuarenta años de estudio y especulación, demuestran que su autor consiguió algo que sólo logran los mejores: atravesar lo que saben y ver el conocimiento humano como un cosmos, que es la palabra griega para orden. Shakespeare, Montaigne, Schumann, el habitar moderno, Wordsworth, la mística hebrea, la negatividad de la escritura, las corrientes sapienciales orientales, el orfismo, Bartók, todo acaba adquiriendo la forma de una misma estructura musical a través de la que el espíritu humano ha llevado a cabo su búsqueda de verdad:
“Porque en el cambio de las estaciones está la creación incesante del espíritu creador. Sólo merece la pena prepararse para la eternidad. Vivir en la metanoia. Es lo único firme. La única realidad. The divine is only real, dice Coventry Patmore. Lo demás es imagen onírica, ilusión, mito. El centro de gravedad del mundo es el pasar. Y si busco el punto fijo, si busco eso y siempre eso, tendré que situarme allí”.
El arte ya no es gratuito ni una pura manifestación de sí mismo sino que está profundamente relacionado con la existencia. “Arlequín”, el ensayo que abre la selección, es una de los textos más hondos y sabios que pueden leerse. A través de un análisis de la figura del bufón en El rey Lear, Hamvas desvela la esencia de la humanidad. Antes comenta cómo los grandes personajes de Shakespeare, en cuanto estalla su drama, cobran verdadera vida, dejando a los demás en la inexistencia. “La vida sólo comienza cuando uno no sabe lo que ocurrirá”. Esta frase de Tolstoi le sirve para radiografiar todo Shakespeare y observar cómo en sus obras el desplazamiento del poder alumbra lo esencial: “El ser humano sólo es poder cuando no es nada”.
El bufón, el maravilloso bufón, el reverso del silencio de Cordelia, se convierte así en el único rey de la existencia: “El anciano Lear sabe que nada hay más seguro que estar cerca de una persona que no sólo no quiere sentarse en el trono, sino que se carcajea de quienes jadeando corren hacia el trono”. El Arlequín, como Falstaff, conserva todo aquello que queda fuera de las constricciones del Estado y por eso se convierte en el personaje central de toda la meditación de Hamvas, que aparece así como un canto a la alegría: “El milagro más grande del mundo es la alegría. Y más grande aún es el milagro de que la alegría viva de la melancolía. Esa es la paradoja más sublime de la existencia. Y el saber más elevado de Arlequín”. La alegría no es sino el estado ideal del espíritu:
“Bienaventurados los que son pobres y por eso necesitan espíritu, los que tienen hambre y sed de espíritu. No de la ciencia ni de la sabiduría, sino de manera límpida y directa del espíritu. El espíritu es la claridad del mundo, esa claridad que se manifiesta como ausencia de miedo y de preocupación, como confianza, como amor, como ánimo infantil. Quien quiera ver al pobre de espíritu, es decir, a la persona que vive con necesidad intensa de espíritu, que contemple a Pablo de Valladolid, a Don Juan de Austria, al Niño de Vallecas o al Geógrafo, todos de Velázquez. Merece la pena. En esos rostros reconocerá al bufón de Lear y a todos los bufones de Shakespeare incluido Touchstone, a Pantagruel y a Till Eulenspiegel y a Hodja Nasreddin, es más, reconocerá la locura de Romeo y de Hamlet y a Timón de Atenas y comprenderá la lógica paradójica de la vida, pero también por qué son felices quienes viven con la necesidad intensa del espíritu”.
Cuánta generosidad. ¡Queremos más Béla Hamvas!