José Antonio Marina: "La libertad hay que aprenderla"
El filósofo, que acaba de publicar un ensayo donde analiza la inhumanidad del ser humano a lo largo de la Historia, reflexiona sobre la violencia y la compasión
17 mayo, 2021 00:10Filósofo y pedagogo, José Antonio Marina tiene un largo recorrido intelectual a sus espaldas y ensayos que lo avalan como uno de los grandes referentes del pensamiento español contemporáneo. Biografía de la inhumanidad (Ariel) es su último trabajo. Se trata de un ensayo en el que, a partir de la Historia, y con el auxilio de disciplinas como la psicología o la sociología, reflexiona sobre los actos de inhumanidad que nos definen como especie. Marina explica cómo nuestra sociedad puede hacer frente a la violencia y fomentar socialmente valores cívicos como la solidaridad y la compasión.
–Sartre se preguntó los motivos por los que nos tomamos tanto trabajo en seguir siendo humanos cuando serlo muchas veces significa lo contrario: ser inhumano.
–Pues, precisamente, porque conocemos los progresos de la humanidad. Lo que sucede es que la Historia es muy contradictoria; es evidente que hemos progresado en casi todas las líneas que podamos medir: la media de edad ha aumentado, mueren menos niños al nacer y menos mujeres al dar a luz, el nivel de escolarización ha crecido increíblemente, tenemos analgésicos que nos protegen del dolor, hemos inventado sistemas de derechos universales. La pregunta que se plantea es, si hemos progresado tanto y si sabemos cuánto podemos progresar, por qué se producen colapsos y hundimientos atroces. ¿Qué nos pasa? ¿Por qué no podemos mantenernos en una línea ascendente? Estas son las cuestiones que me interesaba estudiar en este ensayo y que se dan la mano con otro tema al que dediqué un libro: ¿Por qué, si somos tan inteligentes, hacemos tantas cosas estúpidas? En este libro quería estudiar los mecanismos que nos conducen a cometer actos atroces y ver si es posible aprender algo.
–Menciona usted mismo en el libro que Nietzsche veía la crueldad como uno de los más antiguos trasfondos de la cultura.
–Cuando repasamos la Historia nos damos cuenta de que tenemos unos orígenes muy humildes. Venimos de primates evolucionados. Hemos heredado de ellos dos aspectos opuestos: por un lado, la agresividad, que nos vuelve destructores; por el otro lado, los sentimientos de cooperación y compasión. A lo largo de la Historia hemos intentado encontrar la manera de frenar la agresividad y fomentar los sentimientos sociales. Nietzsche solamente ve un aspecto del ser humano, se detiene únicamente en la agresividad y la violencia, en parte porque él creía que el mundo es de los triunfadores y, por tanto, creía que lo elogiable era la agresividad propia del guerrero. Por eso consideraba que los sentimientos compasivos eran propios de los débiles. Nietzsche es un pensador que dejó un rastro no del todo bueno; la prueba es la influencia que tuvo en la ideología nazi, que también sostenía que la fuerza era lo verdaderamente admirable. Sin embargo, creo que se debe destacar que, si bien somos agresivos, afortunadamente somos también seres sociales y compasivos.
–Adorno escribió que la razón ilustrada había conducido a Auschwitz. ¿La razón no basta? ¿Es necesaria la compasión?
–El único sentimiento cuya falta te convierte en inhumano es la compasión. De hecho, a una persona que pierde la compasión la tachamos de inhumana precisamente por no compadecerse de otra que está sufriendo. Siendo el sentimiento que nos define más como especie, el desprestigio envuelve hoy en día a la compasión; y esto se debe a que hemos confundido el hecho de ser compasivos con dar limosna y mantener una actitud displicente hacia el que sufre. No se trata de esto. La compasión implica sentirse afectado por el dolor del otro y, desde ese dolor, intentar ayudarle. La clave está en sentir ese dolor ajeno. Por esto, cuando se instaura la pauta de la inhumanidad, se evapora una de las grandes vacunas frente a la agresividad. Piensa en los casos de acoso escolar: los chicos que martirizan a otro no tienen compasión. Si la tuvieran no actuarían así. Encuentran alguna satisfacción al realizar ese acto de crueldad y se sienten poderosos al causar daño a otra persona.
–¿Que la compasión no esté en boga se debe al individualismo y al afán por destacar?
–Yo creo que tiene que ver con estas dos cuestiones. El individualismo favorece que dejemos de ser conscientes de hasta qué punto necesitamos la colaboración del otro. Al inicio, con las redes sociales todos pensamos que iban a ser una fuente de libertad y de información, pero el tiempo ha demostrado que provocan efectos nocivos: nos mantienen solos y aislados, aunque nos hagan creer que estamos acompañados. La conexión con otra persona no es necesariamente comunicación. ¿Recibir un like es estar comunicado? Para nada. Las redes exacerban la individualidad: busco tener seguidores. ¿Para qué? No lo sé. Lo busco porque me siento reforzado ante los demás al tenerlos. Además, las redes sociales están canalizando movimientos violentos porque tienen capacidad para difundir el odio y crear tribus. Cada vez que emerge el pensamiento tribal nace el rechazo y el odio hacia el otro. Lo que cohesiona una tribu es tener un enemigo común. Pensemos en los antisistema: lo que los une es el sentimiento anti.
–Lo más paradójico es que los gurús tecnológicos educan a sus hijos sin pantallas.
–Recuerdo que, en una ocasión, el que fuera vicepresidente de Facebook dijo: “Nadie sabe lo que los ordenadores están haciendo con el cerebro de nuestros hijos”. Si no lo saben ellos, es para echarse a temblar. Tenemos la sensación de dominar nuestros smartphones porque controlamos la pantalla, pero detrás de esa pantalla hay gente inteligente y con poderes tecnológicos que intentan –y consiguen– controlar nuestra pantalla sin que seamos conscientes. La tecnología ofrece muchas ventajas y nos da muchas cosas gratis, pero esto no es excusa para que aceptemos sin problemas dar nuestros datos para que hagan con ellos lo que quieran. Recuerda de qué manera los datos sacados de las redes sociales sirvieron para organizar campañas en favor del Brexit o de Trump. Utilizaron los datos para hacer campañas personalizadas que jugaban con los aspectos más vulnerables de las personas para, así, condicionar el voto. Esto lo cuenta quien hizo los perfiles de Cambridge Analytica, que admitió que cogió los datos que le ofrecía Facebook para crear mensajes basados en gustos, hábitos y puntos débiles de cada una de las personas a las que iban dirigidos. Así, de manera poco agresiva y apenas perceptible están dirigiendo los gustos y preferencias del usuario.
–Ya no elegimos.
–Sí, pero creemos hacerlo. Nadie nos pone una pistola en la sien. Lo que se hace es modular, a través de la información que nos llega, nuestras decisiones y, por tanto, lo que se está haciendo es reeducar nuestros deseos. Por eso el bien más preciado para las nuevas empresas es la atención de las personas. El presidente de Netflix dijo, al respecto, una cosa graciosa: el gran competidor de Netflix es el sueño.
–Hay algo contradictorio en esto: se rechaza, para los niños, la educación autoritaria a la vez que, como adultos, nos dejamos controlar más que nunca.
–Biografía de la Inhumanidad forma parte de un proyecto general en torno a la evolución de las culturas. La única manera que tenemos para comprender muchas de las cosas que nos suceden es analizando cómo hemos llegado hasta aquí. Trabajando en este proyecto me sorprendió que no existe una historia de la obediencia, siendo un componente esencial en la historia de la humanidad. Durante muchísimos siglos la obediencia a las autoridades religiosas, a las políticas y a otras figuras de autoridad, como los padres, era considerada una virtud. ¿Cómo tenía que ser un niño? Tenía que ser dócil. Dócil viene del latín docere, que significa aprender con facilidad.
Con la Ilustración, aparece la idea de que la docilidad pertenece a la infancia de la humanidad y que ser adultos significa obedecer únicamente a nuestra conciencia. Y es verdad, lo que sucede es que esta autonomía propia de los adultos la hemos atribuido también a los niños, pensando que son autónomos. Se suele decir que los más influyentes en el campo de la psicología y de la educación moderna fueron Freud y Skinner, pero yo reivindico a Lev Vygotski, un psicólogo ruso que murió joven y dijo que el niño tiene que aprender su forma de pensar de fuera hacia adentro para, posteriormente, pensar por sí solo de dentro hacia afuera. Hablaba de un aprendizaje de los modos de funcionamiento: primero se obedece a los de afuera, ante todo, a la madre. Tras un proceso de aprendizaje, se termina por obedecerse a uno mismo.
Nos hemos olvidado de esto: hemos pasado de obedecer a la autoridad de fuera sin preocuparnos por la autonomía, a obedecer únicamente a uno mismo y reivindicar la libertad por encima de todo. La libertad hay que aprenderla. ¿Cómo? Aprendiendo a liberarnos de aquello que nos determina y siendo conscientes de que no siempre es posible. Pensemos en las ilusiones ópticas. Dependiendo de la dirección de las flechas en cada uno de sus vértices nos puede parecer que una línea es más larga que otra, aunque midan lo mismo.
–Pero nosotros, por mucho que insistamos, las vemos una más larga que otra.
–Exacto. Lo mismo nos pasa con los mecanismos de agresividad: venimos de fábrica con ellos y es difícil eliminarlos. Sin embargo, si los conocemos, los podremos controlar de la misma manera que hacemos con nuestras percepciones ópticas.
–Hablando del concepto de tribu, subraya usted que determinados progresos, como la organización de los Estados, implican algunas regresiones.
–Por esto hablo de una ley de doble efecto: un mismo fenómeno puede producir efectos constructivos y destructivos. Es el caso de las religiones, que han tenido efectos beneficiosos indudables pero, en el momento en que se aliaron con el poder, tuvieron consecuencias terribles, desde las cruzadas o la inquisición hasta los movimientos yihadistas. Lo mismo pasa con la idea de tribu: nuestros antepasados estaban configurados para vivir en grupos pequeños. Se supone que los cromañones vivían en núcleos de 150 individuos como máximo. Grupos en los que todos se conocían. Con el paso del tiempo apareció el asentamiento, la agricultura y las ciudades. La gente tuvo que cambiar su comportamiento social cuando comenzó a convivir y a tratar con desconocidos. Ahí se producen fenómenos imprevistos. En un grupo cazador y recolector, la propiedad no tenía sentido. Con la agricultura aparecen los excedentes, la propiedad, el comercio y aquellos que quieren apropiarse de lo mío y, por tanto, también los mecanismos de seguridad para proteger la propiedad, sistemas normativos para organizar la vida con gente que no conocemos, pero con la que debemos convivir.
–¿Así nacen las sociedades modernas?
–Para seres que tienen que vivir juntos en sociedades cada vez más complejas y que tienen estos dos impulsos opuestos, el de la agresividad y el de la compasión, las sociedades deben inventar mecanismos para limitar el primero y fomentar el altruismo. La agresividad es un río bravo: no es fácil de controlar. Para lograrlo las sociedades han creado tres diques: el primero es afectivo y tiene como objeto fomentar la solidaridad, la compasión y el altruismo. Este dique no es muy estable porque las emociones no son fijas y se puede pasar del amor al odio con facilidad. Por esto ponemos un segundo dique: los sistemas morales y jurídicos, interiorizados por el individuo. Y aquí aparece el papel de las religiones. La idea de que hay un Dios que lo vigila a todo hace que el individuo, al saberse observado, obre bien.
¿Qué pasa cuando creo que nadie me ve? Aquí es donde los sistemas morales y jurídicos fallan, haciendo necesario el tercer dique: instituciones que protegen el orden. Estados, sistemas jurídicos y educativos. Lo que sucede es que, cuando aparece la agresividad en toda su expresión, las presas se derrumban, aparece el odio y se erosionan los sistemas morales. ¿Qué sucede si las instituciones que deben garantizar el orden también se vienen abajo? Aparece el horror. Esto es lo que sucedió con el nazismo, que educaba en el odio y la falta de compasión de una manera sistemática, provocando el derrumbamiento de las barreras morales. Lo terrible es que estos mecanismos del nazismo se repiten a lo largo de la Historia de forma casi sistemática.
–¿Ahora que asistimos a una falta de confianza hacia las instituciones, corremos el riesgo de que comiencen a fallar estos diques?
–Lo que se está resquebrajando es el dique emocional. El fomento de los sentimientos tribales favorece que se excluya a aquel que no forma parte de la tribu, es decir, al otro. Hay que andarse con mucho cuidado con este tipo de sentimientos que, en determinados momentos, pueden ser incluso positivos. El problema surge cuando para fortificar mi tribu tengo que buscar un enemigo contra el cual tengo que ir para proteger mi idea de grupo y un sentimiento de pertenencia. Este es el peligro que tienen los nacionalismos y cualquier discurso identitario. Por ahora estamos protegidos por los otros diques, pero hay que ir con mucho cuidado porque también pueden venirse abajo en cualquier momento. Cuando estudias las grandes atrocidades del siglo XX te das cuenta de que no las cometieron psicópatas. Y esto es lo terrible. Quienes las cometieron eran personas normales que, por las circunstancias, aceptaron el horror y lo fomentaron para, luego, volver a una vida normal, como sucedió en Alemania. ¿Cómo es posible que pueda suceder algo así?
–¿La Historia no responde a este pregunta?
–Hacen falta muchas otras disciplinas. Mi propuesta sería unificar asignaturas –Historia, Psicología, Filosofía, Arte, Religiones– en una ciencia sobre la evolución de las culturas que aporte una visión conjunta. La Historia es fundamental, pero por sí sola, igual que la experiencia, no nos hace sabios. Si así fuera, los que tenemos ochenta años lo seríamos, y no es así. Para que la experiencia sea ilustrativa debemos saber aprovecharla. Lo mismo pasa con la Historia: se puede conocer y ser un cenutrio.