Zuckerberg y el Gran Inquisidor
La libertad de expresión, uno de los pilares de la democracia, está amenazada por la corrección política y la censura arbitraria que las redes sociales aplican a sus usuarios
16 mayo, 2021 00:10Detrás de un puritano se esconde el embrión de un inquisidor. “Satán, a veces, se presenta como un hombre de Paz”, proclama Bob Dylan en una canción. La bondad superlativa puede ser el origen del horror. Y viceversa: hay santos sancionados por el Vaticano que provocan pánico. En Los hermanos Karamazov, Dostoievski incluye un monólogo –El Gran Inquisidor– que tiene lugar en la Sevilla del Siglo de Oro, puerto y puerta de las Indias y sede del Santo Oficio encargado de dirimir, en nombre de la Iglesia, la ortodoxia de la herejía. En este discurso un personaje de ficción fabula con el hipotético regreso de Cristo a la Tierra, donde en vez de ser alabado por los católicos es de nuevo condenado por la institución nacida al amparo en su doctrina. El salvador del mundo termina siendo sacrificado por quienes dicen hablar –en régimen de monopolio– en su nombre.
El escritor ruso, un místico demasiado humano, pretendía ilustrar con esta paradoja narrativa la enorme distancia que media entre una religión verdadera y su expresión oficial. El principal cargo en contra de Cristo es haber concedido al hombre un libre albedrío que, según la Iglesia, es su principal fuente de angustia. “Nada tan caro para el hombre como el libre albedrío, y nada, también, que le haga sufrir tanto (…) Hemos corregido tu obra, fundándola sobre el milagro, el misterio y la autoridad. La tierra ha de sufrir todavía, pero llegaremos a ser Césares y entonces pensaremos en la felicidad universal”.
Con un objetivo análogo y una declarada voluntad salvífica –crear un espacio de libertad plena en internet– nacieron las redes sociales en los años noventa, convertidas tres décadas después en una ágora virtual planetaria que, igual que en un relato de Borges, se han convertido en una ficción que construye –desde lo aparente– la realidad y, por tanto, configuran una idea del mundo, definen ideologías e influyen en la política. No es extraño que su poder, que es el que le otorgan voluntariamente todos sus usuarios, pueda alimentar revueltas, cambiar gobiernos o trastocar elecciones. Una prerrogativa únicamente al alcance de los dioses de los antiguos, capaces de adivinar el pensamiento de los simples mortales. La distopía prodigiosa que Ortega y Gasset denominó la rebelión de las masas.
Si plataformas sociales como Facebook, Twitter, YouTube e Instagram y buscadores como Google se han convertido en el espacio central de intercambio social –donde confluyen ideas, mercancías e intereses– cabe preguntarse si en ellas, igual que en otros ámbitos sociales compartidos con más tradición, existe realmente la libertad de expresión. Las redes vienen a ser una expresión –limitada, pero influyente– de la sociedad. ¿Quienes se expresan a través de ellas son realmente libres? Se trata de una pregunta compleja. Y sin respuesta segura, porque ante su formulación sólo cabe responder con una palabra: depende.
Hay grupos sociales que piensan que Twitter o Facebook son, básicamente, un basurero de mentiras, falsedades y vulgaridad y, en función de esta creencia, reclaman a los poderes públicos que intervengan y regulen las redes. Otros, en cambio, se quejan de lo contrario: creen que la censura que ejercen las plataformas, que aunque así lo parezca no son ámbitos públicos, sino recintos privados (por muy abiertos que estén). Hay ejemplos abundantes en ambas direcciones: todos los días vemos mensajes ofensivos y, en paralelo, se suceden casos en los que usuarios apelan a su libertad de expresión para quejarse de que sus cuentas personales en estas plataformas han sido censuradas, temporal o definitivamente.
Le ocurrió este mes a Félix Ovejero, economista, profesor de la Universidad de Barcelona y defensor de las posiciones constitucionalistas en Cataluña frente a la deriva independentista. Su perfil en Facebook, donde volcaba sus escritos, material de trabajo y escribía sus posiciones políticas fue borrado por la plataforma que dirige Mark Zuckerberg. Sin aviso previo y sin explicaciones. No es un caso único: el ilustrador Pepe Farruqo, dibujante de El Jueves y Crónica Global, recibió un aviso de los administradores de Facebook esta semana en el que figuraba una acusación –incitación al odio– por haber sugerido a un amigo que le pusiera de título a un libro: “Los putos sobre las íes”. La sanción: 18 horas con la cuenta suspendida. Con Ovejero no hubo apercibimiento: “Tus publicaciones no cumplen nuestras normas comunitarias, tu cuenta está inhabilitada. Nuestro objetivo es garantizar la seguridad en Facebook”.
La difusión del episodio en algunos medios de comunicación tradicionales provocó que, unos días después, un portavoz de la plataforma social asegurase –a los medios; no a Ovejero– que el cierre de la cuenta se debía a “un error” y que se restauraría tras haber comprobado que no se trataba de un perfil falso. El profesor de la UB tuvo más suerte que Donald Trump, cuyos mensajes sobre el asalto al Capitolio fueron bloqueados por Twitter. Todos estos casos, dispares, y muchos más, evidencian que las plataformas sociales ejercen un control sobre los contenidos que los usuarios distribuyen a través de sus sistemas tecnológicos. ¿Es una limitación o un acto de censura?
El proceso de supervisión de contenidos en las redes se desarrolla mediante dos sistemas en paralelo: los algoritmos y un ejército de evaluadores. Los primeros son robots; los segundos, personas que aplican determinados protocolos. El discurso de las plataformas tecnológicas sobre esta cuestión recuerda bastante al de la antigus Inquisición. Igual que el Santo Oficio buscaba preservar la fe católica de las desviaciones y las herejías. Facebook, Twitter y otras marcas justifican la supervisión sobre sus usuarios en la necesidad de crear un espacio no ofensivo y donde no se promuevan actitudes discriminatorias o acoso a terceros. ¿Es legal esta acción sobre contenidos privados? ¿Cuál es el protocolo de las tecnológicas para decidir qué material es tolerable? ¿Pueden las denuncias de otros usuarios dar lugar un acto de censura? ¿Nuestra libertad de opinión depende de lo que piensen otros? ¿En qué medida influye el dinero? ¿Detrás de la supuesta bondad de los dueños de las redes sociales está la filantropía o existe un interés político y mercantil?
Alegoría de la libertad de expresión / PIXBAY
Agentes de la moral tecnológica
Los algoritmos funcionan, según Marlon Molina, ingeniero informático y experto en ciberseguridad, de forma mecánica, en base de una programación determinada y nunca sobre un caso individual concreto. Los robots ejecutan órdenes genéricas de censura que aplican sin valorar los mensajes en función de su contexto. Por ejemplo: eliminan los pezones femeninos con independencia de si se trata de una imagen pornográfica, una escena íntima familiar, un informe médico o un desnudo de Boticelli. En los casos donde median denuncias ajenas intervienen personas.
Facebook cuenta con una veintena de centros donde 15.000 empleados supervisan los contenidos de la red social. Son los nuevos templos de los agentes de la moral tecnológica: censores subcontratados a 700 euros al mes que, en función de los criterios que dicta la compañía, deciden qué es correcto y qué no (para Facebook). En este Santo Oficio posmoderno creado por Zuckerberg no existe púrpura pero sí normas tan estrictas como arbitrarias, subjetivas y discutibles. Básicamente porque su motivación puede ser interesada y, dado el volumen de trabajo y el escaso tiempo asignado a cada caso, que por norma general no supera el minuto, no pueden aplicar métodos profesionales de verificación, como sí hace el periodismo. Se limitan a aplicar un catecismo cuyos mandamientos son confidenciales. Por ejemplo, según testimonios de antiguos empleados de la tecnológica entrevistados por los medios de comunicación norteamericanos, se toleran descalificaciones contra determinados colectivos y no contra otros.
Mural en defensa de la libertad de expresión
La selección de contenidos es una forma de construir ideología. Y todas, cualquiera que sea, insisten en actuar en nombre del interés general o como medida higiénica ante conceptos demasiado indeterminados, como la presunta desinformación o los supuestos discursos del odio. Las autoridades europeas llevan tiempo debatiendo cómo regular los contenidos de las redes sociales. Tienen la intención de aprobar leyes que regulen los servicios digitales, pero en su caso –lo mismo que en el ámbito de los gobiernos nacionales– su pretensión provoca una inquietud: ¿Deben ser los políticos quienes, como tradicionalmente sucedía con los monarcas absolutistas o la Iglesia, disfruten del monopolio de la censura?
Ante esta tentación, reclamada por colectivos sociales que han hecho de la industria de la ofensa un negocio moral, la historia enseña que cualquier poder sin control, sometido a rendir cuentas ante la sociedad, rara vez es puro e inocente. Hasta los regímenes formalmente más democráticos, influidos por los intereses del Estado o impulsados por los espasmos sentimentales de la opinión pública –manipulables políticamente– pueden poner en peligro un pilar de sus propios sistemas: la libertad de expresión y opinión.
El marco legal
El problema no es la ausencia de leyes. Legislación existe y en abundancia. La Universidad Oberta de Catalunya (UOC) organizó en julio del año pasado, en plena pandemia, un seminario sobre este particular en el que especialistas como Raquel Xalabarder, catedrática de Propiedad Intelectual; Joan Barata, experto en libertad de expresión y medios de comunicación del Centro Internet y Sociedad de la Facultad de Leyes de Stanford o Lorenzo Cotino, catedrático de Derecho Constitucional y exmagistrado del Tribunal Superior de Justicia de Valencia, discutieron sobre cómo conseguir en el entorno digital el equilibrio imperfecto, pero vital, que sí existe en la legislación ordinaria.
La libertad de expresión en las redes sociales no se rige por un marco legal distinto al convencional, aunque su singularidad sea su impacto inmediato y global. No existen pues los puntos jurídicos ciegos. Lo que confrontan en este debate son interpretaciones sociales dispares que obedecen a sustratos culturales y sociales nuevos, como el dogmatismo de lo políticamente correcto que, llevados al extremo, convertidos en nuevos fanatismos, suponen un peligro real para derechos fundamentales, como evidencia la pandemia del coronavirus.
En España la ley diferencia la opinión de la injuria, la calumnia o la difamación. Los litigios sobre esta cuestión son dirimidos por el poder judicial, que suele ponderar todos los elementos en presencia y los matices de cada caso y fija una jurisprudencia. Las multinacionales tecnológicas cuentan, por tanto, con unos mínimos criterios generales, sancionados democráticamente, para ejercer con transparencia y dar garantías el control sobre sus contenidos. Aquello que es legal fuera de línea lo es también en internet. Y viceversa.
En las democracias la libertad de expresión es un derecho cuya restricción es excepcional, debe ser proporcional y estar estrictamente limitada a la protección de otros derechos básicos que en conflicto. El problema es que, sobre este primer círculo –el estrictamente legal– Facebook, Twitter y otras plataformas aplican un segundo círculo de control –fijado en los términos de uso de sus servicios, que son privados a pesar de su notable trascendencia pública– que supera holgadamente las exigencias legales y que se ejerce sin tutela judicial y prescindiendo en muchos casos de las garantías existentes en la legislación. ¿A qué se debe este celo? Oficialmente, por supuesto, a la defensa de causas nobles –volvemos aquí al mismo argumento de evitar el discurso del odio y la desinformación– que, sin embargo, ni están definidas de forma objetiva ni, en muchos casos, son ilegales. Al contrario.
La cláusula del buen samaritano
La censura de los dueños de la redes sociales obedece a una voluntad escasamente benefactora, de igual forma que los gobiernos se justifican apelando a valores que no siempre respetan. En ambos casos, las intenciones de políticos y plataformas son muy distintas a las que existían hace treinta años, cuando las multinacionales tecnológicas, cuyo poder no ha dejado de crecer, se limitaban a suministrar herramientas para el comercio y la comunicación digital.
En Estados Unidos, a principios de este siglo, las plataformas sociales no eran jurídicamente responsables de las vulneraciones de derechos intelectuales o civiles cometidas por sus usuarios –salvo en casos de propiedad intelectual o protección de menores– si no tenían conocimiento de ellas o, teniéndolo, bloqueaban tales contenidos. Es la cláusula del buen samaritano. En Europa también está vigente una exención de responsabilidad salvo si la red social tolera conscientemente la ilegalidad de un contenido y no lo retira. Tal limitación de la responsabilidad favoreció la libertad de expresión en la red.
Mark Zuckerberg, creador de la plataforma Facebook
La situación no ha cambiado sustancialmente desde el punto de vista legal, pero sí se ha producido una crisis de modelo debido a factores culturales y económicos. La fanatización ideológica y los dogmas identitarios –políticos, sexuales o raciales– han alterado la barra libre que existía en la red más temprana, donde cohabitaban ortodoxos, conservadores, ácratas y heterodoxos. Los librepensadores son sospechosos desde que los devotos del buenismo se han configurado un inmenso mercado que compra en masa un discurso moral que, aunque se formule de forma simplista o populista, cuenta en los balances y la imagen pública las plataformas.
Las redes sociales venden los datos de sus usuarios, intermedian en negocios y controlan el mercado publicitario global. Son empresas que persiguen el lucro mercantil, no –como a veces se piensa– medios de comunicación con una línea editorial y una responsabilidad social ante terceros. Les interesa el volumen de interacciones y la identificación de los actores digitales. Si una parte de éstos deciden que deben ser silenciados quienes emiten juicios en las mismas redes o manifiestan opiniones que no comparten, o que sencillamente les ofenden, los denuncian ante las plataformas para que las tecnológicas ejerzan –sin garantías y de forma unilateral– una censura arbitraria que viola la libertad individual.
Por supuesto, no se trata únicamente de una cuestión ideológica. También existen motivos comerciales: grandes empresas han retirado sus campañas de Facebook, YouTube o Twitter alegando que acogían mensajes y discursos de odio. Lo cual deja abierta la puerta a una incógnita: ¿terminarán las plataformas tecnológicas cobrando una tarifa para dar más relevancia –mediante algoritmos– a unos mensajes en detrimento de otros? ¿La censura finalista de unos contenidos y la amplificación de otros no es acaso una utilización perversa del negocio de la comunicación, que se nos presenta como horizontal y abierto a todos?
La libertad de expresión es un triángulo
Jack M. Balkin, profesor de Derecho Constitucional en la Universidad de Yale, fundador del Information Society Project, un centro de estudios jurídicos y nuevas tecnologías, y director del Instituto Abrams, describe la libertad de expresión como un triángulo cuyos lados son, por una parte, las relaciones entre el individuo y el Estado –reguladas por un marco jurídico que limita, pero salvaguarda este derecho fundamental–, el vínculo entre los usuarios y las plataformas sociales –donde rige el control privado de contenidos– y la dialéctica entre los gobiernos y las multinacionales tecnológicas, donde los primeros intentan imponer una regulación distinta a la que, en función de sus intereses, ejercen las redes sociales.
En los tres ámbitos se apela como gran coartada para limitar la libertad de expresión al concepto del discurso del odio. Según Lorenzo Cotino, catedrático de la Universidad de Valencia, este término, agitado por los usuarios de las redes, los políticos y las tecnológicas para justificar las restricciones a la libre expresión es el eufemismo que se utiliza para ejercer una nueva forma de censura que pretende borrar de internet aquello que sí está protegido por la legislación general: las ideas libres, las opiniones polémicas y molestas, la obscenidad –una vieja forma de arte vulgar– y los discursos que cuestionan o censuran la democracia.
Aldous Huxley
“La libertad de expresión no consiste en afirmar los dogmas personales; sirve para discutir en función de ideas y argumentos. En España nos estamos brutalizando y hemos abierto una puerta muy peligrosa”, afirma Cotino. Aunque a muchos les parezca increíble, odiar o emitir una opinión crítica, incluso hiriente, en contra de alguien quizás pueda ser éticamente reprobable pero desde el punto de vista jurídico no es –ni puede ser– un delito. Tener libertad para expresarse –en la calle, en los espacios públicos, en las redes– supone que a alguien pueda no gustarle tu opinión y que tenga derecho a rebatirla o a replicarla, pero no a eliminarla, salvo que un juez aprecie circunstancias –una intención, un contexto, un determinado sentido del mensaje– que inciten a una acción ilegal, como ocurre en los casos de racismo o terrorismo, pero no de forma genérica y difusa.
La censura en internet goza de un público que aplaude, igual que en las lapidaciones del Antiguo Testamento. La legislación norteamericana, sin embargo, protege el anonimato. Nadie disfruta de un derecho indiscutible a sentirse ofendido o humillado, según su capricho. Una idea puede causar molestia u ofender a otros, pero esta circunstancia, protegida por la legislación, no equivale mecánicamente a hacer daño. Contra las mentiras o las insidias el mejor desinfectante no es la censura, sino la luz del sol. La transparencia. La información.
Una democracia tolera incluso los discursos antidemocráticos. Por eso es una democracia, no la dictadura de una horda. Tenemos que elegir entre vivir en el mundo real –imperfecto, cruel, muchas veces despiado– o en ese universo benéfico (y sin libertad) que Aldous Huxley describió en los años treinta del pasado siglo en su novela Un mundo feliz. Una fábula donde los hombres son gobernados, como si fueran un rebaño, por la tecnología, en el que las emociones son tratadas con drogas, como si fueran enfermedades, y la sociedad se organiza mediante un sistema de castas en el que nadie aspira ni siquiera a pensar por sí mismo. Un universo sin guerra y sin pobreza, con armonía racial, pero donde no existe la familia, la cultura, el arte, la ciencia, el amor, la filosofía, la literatura o la religión. Una jaula segura en la que todos, igual que Miranda en La tempestad de Shakespeare canta: “¡Oh, qué maravilla! / ¡Cuántas criaturas bellas hay aquí! / ¡Cuán bella es la humanidad! Oh, mundo feliz, / en el que vive gente así”. El reino de Zuckerberg, el Gran Inquisidor, dueño y señor del algoritmo.