Los políticos de la sospecha
Pablo Casado está contento. El coronavirus ha hecho que le convaliden las misas de semana santa sin tener que ir. Este hombre se pirra por una convalidación. Es su lema: convalida que algo queda. En cambio, los muchachos de Joaquim Torra y Junqueras prefieren abstenerse, no hacer nada. El confinamiento universal e infinito. El dolce far niente. A ser posible, en casa.
Lo que no pueden evitar es hablar. De lo que sea: saben de todo y un poco más. Y siempre en un mismo sentido: sembrar la desconfianza respecto a los demás, especialmente respecto a los gobernantes que no sean ellos mismos. No importa de qué nivel de la administración hablen: local, autonómica o estatal. El gran objetivo del Partido Popular y de los del 3% es lograr que todos crean que el gobierno lo hace todo mal. Y adrede. La explicación a esta actitud tan negativa es sencilla: dado que no pueden lavar su propia imagen, al menos embarrar la de los demás. Tras las declaraciones de Casado y sus muchachos o de Torra y sus forofos hay un objetivo: hundir la nave del Estado.
La administración es una máquina compleja cuyo funcionamiento resulta difícil de entender. Su relación con los ciudadanos se basa en la confianza. Éstos pueden discrepar de algunas medidas, pero dan por sentado que el conjunto de las decisiones tienen una cierta lógica y buscan el bien común. Al menos así pensaban hasta descubrir la capacidad de mentir de Trump, Boris Johnson, Bolsonaro y otros. Sin que mentir acarree consecuencias. Los votan igual.
En España, después de que se hiciera evidente que el PP cuando estaba en el Gobierno (cualquier gobierno) mentía y que muchos de sus militantes no tenían escrúpulos en forrarse, la estrategia del partido pasó a ser una y única: hacer creer que todos son iguales. Esparcir la desconfianza. Todos son Aznar y sus mentiras del 11 M; todos son Bárcenas y Camps y González y Granados.
Lo mismo ocurre en la plaza de Sant Jaume: Torra y su gobierno no tienen empacho en decir lo que sea (aunque sea de psiquiatra) si contribuye a minar la credibilidad de las instituciones. Se ha visto con las medidas relativas a los intentos de contener la epidemia del coronavirus: un día se anuncia que las medidas del gobierno supondrán más muertos y al siguiente se cambia el sistema estadístico y el nuevo, vaya por Dios, duplica la mortalidad. Varios miembros del gobierno catalán se han lanzado a hacer declaraciones que no pretenden ayudar en nada (en eso coinciden con el PP), sino dinamitar la confianza de la ciudadanía. Unos y otros lo están consiguiendo. Han puesto a los ciudadanos comunes contra los gobiernos con mucha más eficacia que todos los discursos anarquistas juntos.
Un mínimo de buena fe llevaría a pensar que ni siquiera estos individuos son capaces de hacer nada para que muera más gente, aunque cuando hacen propuestas sean verdaderamente inútiles. Por ejemplo: qué efecto sobre la pandemia puede suponer que el presidente del Gobierno lleve una corbata negra. ¿Será que el negro ahuyenta al virus?
Tanta mezquindad está acabando con la buena fe de la gente, que tal vez es lo que se busca. Vox, por supuesto. Seguramente sus dirigentes han llegado, por introspección, a pensar que los demás son capaces de hacer el mal si les beneficia. Ya lo dice el refrán: cree el ladrón que todos son de su condición.
Es posible que el Gobierno español se equivoque, aunque resulta difícil para un ciudadano normal saber si el conjunto de las medidas son siempre tan malas como sugieren Casado y Torra formando pinza. De momento, el mayor número de muertos se da en Madrid (Gobierno del PP) y la decisión de Torra de aislar Igualada no parece haber servido de mucho. ¿A qué viene dar lecciones?
Los filósofos hablan de los pensadores de la sospecha: Marx, Freud, Nietzsche. Enseñaron a dudar de que la realidad social, la interior o los valores sean como propone el pensamiento dominante. Casado y Torra vienen a ser políticos de la sospecha, pero no porque pretendan hacer pensar a la gente sino porque sospechan de todo y de todos. Quizás incluso de sí mismos.
Lo más grotesco es que Torra y Casado (una coincidencia más) son católicos muy practicantes y se rigen por un mandamiento explícito: “No levantarás falsos testimonios ni mentirás”. Sin embargo, ambos parecen empeñados en vender su alma al diablo a cambio de hundir al enemigo. Cuenta Casado, es un suponer, con confesarse luego con alguno de los miembros de la Conferencia Episcopal que reza por el alma de España o con un monje de Montserrat, en el caso de Torra. Al fin y al cabo, ambos, Torra y Casado, Casado y Torra, lo hacen todo por la patria.