Enseñando a una mosca
En 1899, el poeta Joan Maragall destacaba que de cada diez libros que llegaban a sus manos, nueve eran tristes “a más no poder”. Una afirmación rotunda y que me asombró cuando la leí en la obra completa de aquel hombre, de quien su amigo Miguel de Unamuno dijo: “El único poeta español vivo a quien leo con verdadero gusto y provecho”. En 1911, a la muerte de Maragall, Unamuno dirigió una carta a su viuda donde le decía que jamás podría olvidarle porque le había “ayudado a ser mejor que sin haberle conocido sería”.
Volviendo al comienzo, podríamos preguntarnos también cuántos libros que llegan hoy a nuestras estanterías son tristes a más no poder, o cuántos son legibles o cuántos nos permiten incrementar nuestra realidad. Pienso ahora en un libro recién reeditado, Investigaciones filosóficas (Trotta); fue publicado en 1945, meses antes de concluir la Segunda Guerra Mundial. Su autor, Ludwig Wittgenstein, era ingeniero aeronáutico y filósofo, tenía 56 años y le quedaban otros seis de vida. En la introducción, el pensador austríaco señalaba su escepticismo acerca del provecho de aquel trabajo y veía poco probable que arrojase luz en algún cerebro. Se refería así a las carencias de su texto, pero también a “la tenebrosidad de esta época”. Un punto éste indiscutible; en un ámbito desolador, terrible, desgarrado, desesperado por el daño hecho por la brutalidad, ¿con qué ánimo y serenidad se puede proceder a discurrir, imaginar y crear, que son actividades que necesitan de un depósito de alegría y confianza?
En forma de aforismos, Wittgenstein indagaba en torno a la realidad de los lenguajes, que él veía como laberintos de caminos; te puedes perder en ellos y cualquier explicación puede ser malentendida. Cada palabra tiene una familia de significados y de resonancias. ¿Cuál es el uso que hacemos de las palabras, qué función desempeñan? ¿Qué es lo que realmente nos viene a la mente cuando comprendemos una palabra? Nos hacemos una imagen dentro de un bosquejo de paisajes.
En filosofía 'comparamos' frecuentemente el uso de las palabras con juegos, cálculos según reglas fijas, pero no podemos decir que quien usa el lenguaje 'tenga que' jugar tal juego
Se necesita siempre de la intuición, la mirada que envuelve y protege. Wittgenstein aconsejaba lo siguiente en esas páginas: “Pregúntate: ¿cómo aprende el hombre a tener buen ojo de algo? ¿Y cómo se puede usar ese buen ojo?”.
Y argumentaba que “en filosofía comparamos frecuentemente el uso de las palabras con juegos, cálculos según reglas fijas, pero no podemos decir que quien usa el lenguaje tenga que jugar tal juego”. En cierto modo, nos enredamos en nuestras propias reglas. Todo puede resultar, y resulta, lioso, pero nos podemos aproximar unos y otros en una adecuada comprensión. Comprender una oración es comprender un lenguaje, y esto supone dominar una técnica. Hay que hablar de uso y abuso del lenguaje ordinario. Todos aprendemos la misma tabla de multiplicar. Por un lado, la verdad matemática es independiente de que los humanos la conozcamos o no, y aunque todo el mundo creyera que 2+2=5 (en base diez), esta afirmación sería falsa. Pero todo ofrece incesantes derivaciones.
Es claro que el concepto dolor lo hemos aprendido con el lenguaje. Algunas preguntas y sentencias abiertas son: “¿Se podría enseñar a un perro a simular dolores?”. “Antes de poder disimular, un niño tiene que aprender mucho. (Un perro no puede ser hipócrita, pero tampoco puede ser sincero)”.
Acabemos esta breve incursión por las tierras de Wittgenstein con su célebre respuesta a cuál era su objetivo en la filosofía: “Mostrarle a la mosca la salida de la botella cazamoscas”. El mundo sigue girando.