Una escultura pide silencio a los lectores de una biblioteca / PIXABAY

Una escultura pide silencio a los lectores de una biblioteca / PIXABAY

Ensayo

Memoria y destrucción de las bibliotecas

Escritores como Mario Satz, Alberto Manguel, Walter Benjamin, Italo Calvino, Roberto Calasso o Jorge Luis Borges han hecho su literatura a partir de los depósitos de libros

17 noviembre, 2021 00:10

Las bibliotecas son anteriores a todo. Desde su origen, resguardaron monumentos funerarios a escala, difundieron la geografía, las matemáticas y las leyes de la física. Protegieron el secreto de la gravitación universal mucho antes de que Roma se aferrara al código astronómico de Ptolomeo. Sostuvieron la medicina de los químicos frente a los alquimistas, se anticiparon 18 siglos a los símbolos del sueño revelados por Sigmund Freud, y escondieron celosamente el miedo cerval de los hombres a las bestias poetizado por William Blake. El filólogo y escritor Mario Satz, en Bibliotecas imaginarias (Acantilado), retoma un debate inacabable sobre el origen y la función de estos templos del saber

Sobre la Biblioteca de Alejandría cayeron infundios y medias verdades, hasta llegar al general Amr iben al-Sad que llevó a cabo su incendio por orden de Omar, uno de los cuatro califas justos. Las tropas de califa acabaron la destrucción empezada mucho antes por Julio César. Ardieron las herencias de Platón y Aristóteles y hasta los juicios de Hermes Trismegisto sobre el viaje del sol por el submundo. Las cenizas cubrieron las bellas terrazas de la ciudad de Alejandro, mientras el adivinador Artemidoro de Éfeso –autor de La interpretación de los sueños (Alianza; 2021), publicado por primera vez en el siglo II y referencia para Freud–, rescataba de las llamas papiros en los que se hablaba del poder del agua. Los bibliotecarios ptolomeicos lo perdieron todo en aquella devastación. Ellos sabían que la memoria significa poder; habían tratado de “facilitar a su sociedad el aprendizaje de la atención”, en palabras de Roberto Calasso, (El ardor; Anagrama). 

Reproducción imaginaria de la Biblioteca de Alejandría

Reproducción imaginaria de la Biblioteca de Alejandría

Alejandría fue la ciudad de Arquímides, Euclides y Eratóstenes, sabios amigos que se ocuparon de la Biblioteca, del mítico Faro, de los viaductos y acueductos, e incluso de las torres de vigilancia de la urbe, finalmente exterminada por los embates sucesivos del águila romana, la media luna otomana y la cruz.  El templo del saber existió aunque no tengamos constancia de donde estuvo ubicado. Estrabón describió la urbe con detalle, pero nunca habló de la biblioteca. Y menos de la clasificación de sus centenares de miles de libros, que empezó siendo alfabética, en manos de Calímaco, bibliófilo y poeta admirado por Ovidio.  

La biblioteca es un espejo del universo y su “catalogo es el espejo de un espejo”, escribe Alberto Manguel, siguiendo el magisterio del código borgiano. Queda siempre por resolver la jerarquía entre lo público y la privado. Para los expertos “no hay preferencias” mientras se ajusten al rigor. Sin embargo, en un ejercicio de justicia social preterida, Thomas Carlyle se preguntó por qué “no existía una biblioteca de su Majestad en cada condado, cuando en todos existen una cárcel y una horca”.

Biblioteca del Trinity College de Dublín

Biblioteca del Trinity College de Dublín

Hoy, las bibliotecas hermanas de Alejandría son legión. Son el fruto de  arquitectos vanguardistas, pero recatan el placer del papiro y la tinta en las yemas de los dedos. Las grandes bibliotecas actuales, terminadas o reformadas en este siglo, son en gran parte un atrezzo del poder: la George Peabody de Baltimore; la Pública de Stuttgart; la del Trinity College en Dublín; la Marciana de Venecia (también llamada Sansoviana); el deslumbrante Real Gabinete Portugués de Lectura (Río de Janeiro); la Real Danesa (Copenhague); la de la Facultad de Arte de Musashino (Tokio), la Vasconcelos de Ciudad de México, enclavada en un inmenso parque botánico y naturalmente la nueva Biblioteca de Alejandría, inaugurada en 2001, tras 12 años de obras sobre un espacio de 80 mil metros cuadrados. En Occidente se ha impuesto la cosmogonía china del principio de los tiempos: el ademán es antes que la palabra. Podemos añadir que el libro es antes que el autor y el sustantivo, antes que el poeta.

Durante su estancia en Praga, Cagliostro bajó a la biblioteca-embudo del orfebre Yehuda Ofer para ver el único libro del último anaquel subterráneo; allí, en el confín de una librería de Babel vuelta del revés, mirando hacia el centro de la tierra, encontró un viejo salterio manoseado por el tiempo con invocaciones divinas grabadas en su caja. La Babel originaria está inspirada en el minarete de la mezquita de Abu Dulaf en Samarra; su perfil en forma de caracol cuenta con numerosas variaciones tal como la concibieron los artistas flamencos del XVI, inspirados en Peter Bruegel. 

Biblitoecas Alberto Mangel

La biblioteca habla: les dice a los lectores que, en su naturaleza orgánica, la página hace las veces de apuntador. En el siglo XX, el helenista Hans Brenner se enamoró a primera vista de la bibliotecaria y maestra en Salónica, Daphne Sasón, con la que hablaba en ladino judeoespañol. Atravesaron ambos el tiempo del genocidio nazi del que no pudo salvarse Daphne. Y paradójicamente, cuando ya todo había terminado, en febrero de 1945, a Brenner le llegó su hora. Fue después de regresar como docente a la tranquila universidad de Dresde, cuando el helenista conoció el infierno real caído del cielo en el trágico bombardeo de castigo sobre la Venecia del Báltico, ordenado por Churchill. Antes de morir, Brenner sintió la furia del universo y vio el rostro de su amada, Daphne. 

El de Brenner y Daphne fue un caso de amor a las letras, como el de Lucía Montefiori, la gran experta en la conservación de bibliotecas milenarias. Ella descubrió el hongo azul que carcomió los Archivos Secretos del Vaticano; comparó la infección del papel por insectos y plantas con la voracidad incendiaria del Reich la noche de 1933, cuando Erich Kästner observó, sin ser reconocido, que su libro, Fabian, era consumido por las llamas. Y la misma Montefiori, en memoria de aquel diabólico auto de de, ordenado por Goebbels, dejó para el futuro la idea de que donde “los libros son atacados, los hombres lo serán pronto”. Hemos empeorado como especie: los romanos solo conquistaron los libros que los xenófobos han convertido en cenizas. 

Biblioteca publica de Estocolmo / PIXABAY

Biblioteca publica de Estocolmo / PIXABAY

La biblioteca es ambivalente ante el poder. Puede ser un estorbo o  un contenedor de saberes, expuesto ante los ojos de todos. El tirano Pisístrato, que acaparó la primera edición de la obra de Aristóteles, mostró que una biblioteca es una cárcel para aquellos cuyas almas difusas no se dejan conquistar. Sila, el emperador, entró en las amplias salas de Pisístrato, sin molestar a los escribas. Se hizo con la biblioteca y la trasladó a Roma para mostrar a la plebe que el fin último de las legiones es la conquista del conocimiento. El orgullo aristocrático antepone el saber a cualquier otra actividad humana y por eso, por pura envidia, Polícrates expulsó a Pitágoras de Samos. Otro santo perdedor, Ovidio, tras el naufragio de su exilio, se sentaba frente al mar, en compañía de sus pocos libros salvados, pensando que “no todas las mujeres eran musas ni todas sus sonrisas eran promesas”. Cuando Europa hablaba francés, Catalina la Grande quiso hacer de la Santa Rusia una nación culta. Adquirió la biblioteca de Denis Diderot y cubrió su trono de prestigio el día que Voltaire la llamó la princesa Semíramis del Norte, apunta Marc Fumaroli en La República de las Letras (Acantilado). 

Las bibliotecas y sus ciudades remotas se abren a los ojos del caminante en el libro de Mario Satz –estudioso de la Cábala, la Biblia y la historia de Oriente Medio–  una guía de viajes a un pasado de ruinas y arcilla. Su texto acompaña a las urbes de Italo Calvino, –Armilla, Cloe, Valdrada, Safronia, Europía, Zemrude, Aglaura, Octavia o Ersilia, entre otras– contenidas en Las ciudades invisibles (Siruela) del gran maestro italiano. Pero a la diferencia del sueño alegórico de Calvino, las bibliotecas existen (o existieron) y de ellas tenemos constancia documental. En la ciudad asiria de Nínive, a orillas del Tigris, se encuentran, por ejemplo, los restos de la gran biblioteca de Asurbanipal, un rey que reverenciaba las estrellas, amaba el agua, los higos y las mujeres de países lejanos. 

El escritor Italo Calvino, en su despacho

El escritor Italo Calvino, en su despacho

Los papiros de la biblioteca, que servían para hacer los barcos de los dioses, inspiraron la idea de que leer era como navegar por el río del tiempo. En otra ciudad, concretamente en Qumrán, situada sobre un valle desierto de Judea, a orillas del Mar Muerto, se hallaron los famosos manuscritos que permanecieron en la Biblioteca, en manos de monjes que repetían esta frase: “Escribimos para iluminar el nexo entre las generaciones que ya no están y las que aún no han venido”. 

Hay bibliotecas cuyo número de libros resulta imposible de contar. Una de ellas está en un monasterio enclavado en los acantilados de Irlanda, movida por la superstición de que, si se cuenta el número exacto de sus ejemplares, llegará una gran desgracia. Su primer bibliotecario fue un monje-niño, llamado Liber, de memoria prodigiosa. La infinitud de libros, pasillos semicirculares y enclaves de varias direcciones retrotrae necesariamente a Borges. En La biblioteca de Babel (editada por Franco María Ricci para Siruela), el genio argentino mostró sus trucos de gran prestidigitador: “El universo (que otros llaman la biblioteca) se compone de un número indefinido, y tal vez infinito, de galerías hexagonales, con vastos pozos de ventilación en el medio, cercados por barandas bajísimas…. Una de las caras libres da a un angosto zaguán, que desemboca en otra galería, idéntica a la primera y a todas…… Por ahí pasa la escalera espiral, que se abisma y se eleva hacia lo remoto…”.

Los cuentos de Borges / DANIEL ROSELL

Los cuentos de Borges / DANIEL ROSELL

El desvelo de Borges enlaza con las descripciones de los grandes narradores-navegantes, Virgilio, Ulises, Conrad o Melville para quienes el mundo se compone de millones de historias que, a través de laberintos complejos, conducen a una revelación de la que solo ellos son merecedores. El premio es para los amantes del mar desconocido, el mare incognitum de los antiguos. Alberto Manguel, en su libro La biblioteca de noche (Alianza), revela que el orden de sus libros, en su librería privada, combina la ambición vertical de Babel con la codicia horizontal de Alejandría. 

Pero la experiencia demuestra que, en materia de libros, el orden es enemigo de la virtud. Valery Larbaud encuadernó textos en colores diferentes según la lengua en que estaban escritos para reconocerlos por el lomo y Georges Perec perdió la razón tratando de crear una sistemática imposible. En una de sus numerosas mudanzas, Walter Benjamin experimentó por primera vez la euforia del desorden y acabó sometiendo su razón al principio medieval que dice “los libros tienen su propio destino”. Benjamin estuvo encantado de contemplar sus libros arrumbados y se sintió hechizado por el caos de sus librería,  frente al “leve aburrimiento que confiere el orden” (Desembalando mi librería; Literarische Welt, julio de 1931). En este mismo texto, el filósofo de la Escuela de Frankfurt desmitificó el saber y el dinero para ensalzar el libro como fetiche: “Adquirir libros no es solo un asunto de dinero o de conocimiento. Ni siquiera los dos juntos son suficientes para poder armar una verdadera biblioteca, que siempre tiene algo impenetrable e inconfundible a la vez”.

Mario Satz

Para un lector avezado, la métrica de su librería –su laberinto– es tan importante como el material del que están hechos los sueños (libros) y seguirá siendo así, tras el descalabro actual del mundo analógico porque la digitalización de los textos no hace sino ensanchar las ventajas de su búsqueda y las casillas virtuales de su taxonomía. Cai Lun, inventor del papel (año 50 antes de nuestra era) y eunuco de la corte china durante la dinastía Han, pudo entrar en el Jardín de los Perales en Flor, donde se hallaba una pequeña biblioteca hecha de bambú en la que solo había un libro. Los monjes le preguntaron cómo había realizado su invento. Él les contó que había hervido trapos viejos con restos vegetales, que después los dejó secar y pasó un rodillo de jade por cada hoja. Se acabaron allí las tablillas y las duras arcillas de la primera escritura

A parte de ser inflamables, las bibliotecas saben que son un blanco de la intolerancia porque el peligro acecha especialmente a los reductos del pasado. En el fragmento titulado Las huellas del tigre, contenido en su libro, Mario Satz cuenta la historia de dos antropólogos, que trabaron amistad en una biblioteca sagrada en la región de Amur y decidieron salir al encuentro de un tigre asiático, el animal que ocupa la cabeza de la cadena alimentaria en la tundra siberiana. Los avistadores persiguieron sombras y olores en el fondo de las selvas, donde los tigres hacen el amor a oscuras porque no quieren ser vistos, siguiendo el patrón de Eros y Psique. De madrugada divisaron aterrorizados a un ejemplar masculino; y al darse cuenta de su precariedad ante un imbatible animal salvaje, uno de los antropólogos recordó los conocidos versos de William Blake: ¡Tigre!, ¡tigre!, fuego que ardes/ en los bosques de la noche/ ¿Qué ojo o mano inmortal/ pudo crear tu terrible simetría?…