La querella de las mujeres
Dos religiosas españolas, Teresa de Cartagena e Isabel de Villena, utilizaron la religiosidad interior como argumento para defender el valor intelectual de las mujeres
6 octubre, 2021 00:10La historiadora Cristina Segura acuñó el término feminismo antes del feminismo. Según su perspectiva, el feminismo se inicia en el siglo XVIII: “Fue entonces cuando las mujeres iniciaron su lucha por conseguir la libertad y la igualdad con los varones (…). Pero el feminismo no puede reducirse solo a la lucha por la igualdad con el otro género (…). Muchas fueron las mujeres que mediante la escritura lograron expresar su rechazo a un mundo que no les satisfacía porque no era el suyo, porque no respondía a sus necesidades (…). Solo se entiende por feminismo la lucha política basada en unos planteamientos filosóficos originados en la Ilustración. Pero también es lucha política la queja de todas las mujeres anteriores a la Ilustración que escriben obras literarias o científicas en las que definen un pensamiento femenino propio”. Las palabras de esta historiadora reflejan bien la trascendencia de un feminismo previo al feminismo tal y como se ha etiquetado.
A comienzos del siglo XIV, Christine de Pizan, nacida en Venecia, en 1364, marcó el punto de partida de lo que se ha llamado la querella de las mujeres. Su padre era físico y astrólogo y fue invitado por el rey Carlos V de Francia (llamado el sabio) para ejercer funciones profesionales en la comitiva real. Christine pasó su infancia en la corte francesa. Se casó a los dieciséis años con Étienne du Castel, secretario de la corte. Se quedó viuda a los veinticinco años, con tres hijos, y desarrolló una intensa vida intelectual apoyada por Margarita de Borgoña. A esta mujer le dedicó su libro: El libro de las tres virtudes (1407), aconsejándole lo que debía aprender y como debía comportarse. Entre su amplia obra destaca La ciudad de las damas (1405). Este texto abre lo que se ha llamado la querella de las mujeres en la que Christine de Pizan se significaba en defensa de ellas frente a la misoginia manifestada por Jean de Meung en Roman de la Rose. Pizan, aparte de rechazar la aversión hacia la mujer, glosó toda una colección de heroínas del pasado.
Fue coetánea de Juana de Arco, que se erigió, para muchos, en el símbolo de la capacidad de la mujer para defender los intereses de la propia monarquía frente al enemigo. Juana de Arco murió quemada en 1431, un año después que Christine. La mujer emergía, por primera vez, en el espacio público y con una función política y social positiva. La veneciano-francesa luchó contra los arquetipos clásicamente negativos sobre aquellas. Construyó una ciudad imaginaria, poblada de mujeres intachables, y, políticamente, relevantes. Pronto André Tiraqueau saltó al debate defendiendo la superioridad de los varones sobre las mujeres y subrayando la importancia del matrimonio, discurso que, con matices, reasumirían los erasmistas casi un siglo más tarde, con notable ambigüedad.
El desprecio a la mujer estaba institucionalizado. Francesc Eiximenis, en el Llibre de les dones (escrito en torno a 1387 y 1392) partía del principio de que la mujer era “simple e ignorante”. Baltasar de Castiglione en El cortesano (1528) asentaría la convicción, que se repitió reiteradamente, de que “las mujeres son animales imperfectos y por lo tanto de menos valor que los hombres. En ellas no caben las virtudes que caben en ellos. Cuando nace una mujer es falta y yerro de natura y contra su intención, como sucede en caso que nace ciego o cojo con algún otro defecto”.
Los estigmas de inferioridad biológica, moral o intelectual fueron lastres pesados para remover. En la monarquía, tanto de Castilla como de la corona de Aragón, la querella o el debate sobre las mujeres tuvo un importante eco. A menudo, la intelectualidad masculina conjugó el halago retórico con la prevención a la mujer. Ahí están los Diego de Valera, Juan Rodríguez de la Cámara, Álvaro de Luna, Pere Torroella o Joan Roís de Corella. La sublimación del amor cortés, con toda su estética, se mezcló con el recelo sistemático hacia las herederas de Eva. Contra este pensamiento denigratorio Teresa de Cartagena e Isabel de Villena pusieron el contrapunto al discurso establecido.
Teresa de Cartagena, religiosa agustina de Burgos, escribió La Arboleda de los enfermos (en la segunda mitad del siglo XV), obra bien valorada en su tiempo pero que se consideró que no podía haberla escrito una mujer. Ante los escépticos, ella respondió con la Admiración de las obras de Dios (1481) donde subrayaba que las críticas se habían producido porque “no es común que las mujeres escriban”. La autora hacía toda una apología de la capacidad y libertad de las mujeres para escribir y hacer ciencia: “algunos de los prudentes varones y también hembras discretas se maravillan o se han maravillado de un tratado que con la gracia divina administrada, mi flaco entendimiento femenino escribió mi mano (…) La causa es porque los varones se maravillan que mujer haya hecho tratado es por no ser acostumbrado en el estado femenino, aún solamente en el varonil”.
Esta agustina era descendiente de judíos conversos. Su abuela Juana había sido judía. Ella se formó en la Universidad de Salamanca, lo que sería una constante del protofeminismo del siglo XVI. Curiosamente, escribió su obra a los treinta y cinco años, arrastrando veinte de sordera. Isabel de Villena (1430-1490) fue una monja valenciana clarisa, hija natural de Enrique de Villena. Cambió su nombre originario de Elionor por Isabel cuando entró en el convento. Su Vita Christi en valenciano, es un resumen de la vida de Cristo, con especial énfasis hacia las figuras femeninas (la Virgen María, Santa Ana, María Magdalena). Defendió que el referente tenía que ser María y no Eva. La obra se publicó en Valencia, en 1497. Llegó a ser abadesa del convento de la Trinidad de aquella ciudad y durante su vida logró notoria popularidad. Estas religiosas españolas fueron las que incidieron, directamente, desde nuestro país, en la querella de las mujeres abierta por Christine de Pizan. Fue desde la religiosidad interior, la vía a través de la cual, las mujeres encontraron reservas argumentales en defensa de los valores de las mujeres. Será en el reinado de Isabel la Católica, cuando éstas (que serían llamadas puellae doctae), desde fuera de los conventos, empezaron a asumir un discurso en defensa de su identidad femenina.
Esta agustina era descendiente de