Estampas culturales con fondo balear
Escritores y artistas como Josep Pla, Miquel Barceló, Porcel, Manresa, Villalonga, Pániker, Graves o Rubió i Tudurí han inmortalizado a las islas del archipiélago oriental
11 agosto, 2021 00:10El último Josep Pla, cada vez que viajaba a Mallorca, iba de la mano de Baltasar Porcel para no perderse en las torceduras del camino, tal como contaba el célebre autor de Andrach. Del mismo modo, cualquiera de nosotros debería ahora pedirle la venia de Andreu Manresa en la entrada del Mercado de l’Olivar de Palma, si no quiere perderse en un oasis único de espárragos, alcachofas y setas, enmarcado por el perfume exquisitamente rancio de la sobrasada vieja. Cuando Manresa fue nombrado en 2019 presidente de la Federación de Organismos de Radio y Televisión Autonómicos (FORTA) supimos que, por supuesto, no abandonaría su trayectoria como periodista, escritor y embajador honorífico de la Serra de Tramontana, hoy machacada por una invasión de possesions estrafalarias y piscinas.
Fue allí, en el Portocolom de su Felanix natal, donde Manresa heredó por pura ósmosis el mundo mágico que ha forjado su creatividad literaria. Su libro El menjar i les illes (El Gall Editor) es un canto a la esperanza, “el sueño de los hombres cuando están despiertos” (Platón). Su historia comienza en un llaüt, la embarcación tradicional mallorquina de madera, heredada de un pariente lejano de Miquel Barceló, el soberbio pintor amigo de Manresa desde la infancia. Ambos vivieron juntos de casi niños su primera leyenda de mar el día en que un enorme calderón gris de dos toneladas resopló a centímetros de su embarcación. Tal vez atrapado por un recuerdo de vivos colores, Barceló dibujó un gran atún para la portada del libro ilustrado por el fotoperiodista Tolo Ramón.
Baleares es un país de almizcle y romero, rodeado de azul, en el que los oriundos sueñan con su propia aventura sarracena: “No hay nada más liberador que la soledad elegida”, en palabras del explorador Alfred van Cleef. El milagro de Mallorca es que uno puede sentirse lejos estando cerca, y esta sensación aumenta en Menorca, isla hermana, hipérbole de la piedra seca. Antes de convertirse en el país comestible de Manresa, Mallorca fue “el paraíso, si puedes resistirlo”, en palabras de Gertrud Stein. El enorme Robert Graves vivió en la localidad de Deià desde 1929 hasta su muerte en 1985, con el paréntesis de la Guerra Civil y la Segunda Gran Guerra.
Graves y Laura Riding mantuvieron una relación de triángulo angustiado con el recuerdo del poeta Geoffrey Philips del que se había enamorado Laura, hasta llegar a un intento de suicidio. Años más tarde, cuando Graves decidió regresar a la isla, empezaba su relación sentimental con otra mujer, Beryl Hodge, lo que marcaría el inicio de una época muy prolífica: más de doscientos libros sobre mitología y poesía, novelas históricas y biografías, hasta el día de su muerte a los 90 años. Fundó la editorial Seizin Press, de donde salieron su célebre Yo, Claudio, más tarde ampliada en Claudio, el Dios. La figura del emperador retardatario y sabio lo cautivó; a Claudio, descendiente directo de Marco Antonio, se le debe haber conservado pasajes de la literatura antigua arcaica, escrita por poetas que grabaron su obra en sus sepulcros y recopilaciones sobre el mito completo de Dionisio, el dios más venerado de la Antigüedad tardía.
El frágil gobernante de la dinastía Julia-Claudia, encabezada por Julio César, entró en nuestras casas gracias a la célebre serie de Televisión. Graves depositó la grandeza de la bondad sobre los hombros de Claudio, pero acabó reflejando la celebración orgiástica en los epigramas funerarios del emperador, producto de los excesos palatinos. En sus primeros años como isleño, Graves recibió la visita de T.S. Eliot, cumbre de la poesía moderna, quien durante 26 años se carteó con su amiga de juventud, Emily Hale, amor no correspondido, una argucia de bardo descubierta décadas después del fallecimiento del autor de La tierra baldía, 434 versos a partir del primero –April is the cruellest month– que se repite machaconamente a modo de premonición.
Fue precisamente Eliot el responsable de la publicación de La Diosa Blanca, en la editorial Faber & Faber, el proyecto más ambicioso de Graves en el que el autor buceó en la inspiración de la diosa (encarnada en Venus, aquella cuya atención reclamó sin éxito Rubén Darío) inaccesible para los mortales. A pesar de sus ocho hijos, fruto de dos matrimonios, Graves se consideró a sí mismo poeta del amor no correspondido: “(…) instrumento fortuito / aviso de lejanas angustias cataclísmicas / Si ella tuviera paz al calor de mis recuerdos”. (La paja, incluido en Adiós a todo eso). William Graves, hijo del escritor afincado en Deià y actual presidente de la fundación Robert Graves, ha destacado el perfil humano, cercano y masticable de su padre al recordar la atención que prestó a su huerto en los últimos años de su vida: “el amor por los tomates y la pimienta; su cuidado de los melones y membrillos y especialmente la atención dispensada a la flor de la alcachofa, tocada por el azul de Gustav Klimt”.
La difusión actual del idioma mallorquín como herramienta indispensable para entender el mundo balear es en parte obra del llorado Baltasar Porcel. Este autor fue restituido por Sergio Vila-Sanjuán en el libro El joven Porcel, donde glosa a una de las figuras más relevantes de la cultura catalana de su tiempo, con enorme proyección en toda España. En la prosa de Vila-Sanjuán laten el espíritu de la revista Destino y la influencia del boom latinoamericano, que le propocionaron al autor del ciclo de Andratx un tono mitológico muy remarcable.
La Mallorca rica en patrimonio tiene un toque ensangrentado al estilo de las antiguas civilizaciones helénicas, aunque estas últimas, por lo general, estaban desprovistas de la frondosidad balear. Las rocas de la isla grande fueron arrastradas por glaciares hasta valles estrechos surcados por barrancos y enormes remontes de conífera, como lo cinceló la pluma de Porcel en los bellos encuadres de sus novelas, Cavalls cap a la fosca o Difuntos bajo los almendros en flor. Porcel mantuvo una amistad difícil con el médico y escritor Llorenç Villalonga, patricio destacado de la alta burguesía balear, sobresaliente autor de Bearn o La sala de les nines, la impecable narración de atmósfera gatopardesca, con raíces profundas en el mito fáustico de Goethe.
Bearn, una de las cimas no reconocidas de la ficción hispana, fue “escrita en castellano”, según la versión del mismo Porcel. Jaume Vidal Alcover, sostuvo, en cambio, que el primer manuscrito de Bearn –en castellano– era una traducción de un original en catalán, encallado por las reticencias de la editorial Selecta a causa de los mallorquinismos del autor. Fue justamente la editorial fundada por Francesc Cambó y Joan Estelrich la que no captó que los particularismos de la ficción conducen a cimas universales, como demostró la Generación Perdida norteamericana: Scott Fitzgerald, Hemingway, Dos Passos, Steinbeck o Faulkner. Porcel cambio la felpa y el nudo Cambridge por la boina calada y el cigarrillo de picadura entre los labios. Justo en el momento que se distanciaba de Villalonga, su primer mentor, conoció a Josep Pla y trabó con él una amistad muy firme. Pla introdujo a Porcel en la revista Destino y el escritor ampurdanés acabó publicando su obra completa, en la editorial Destino gracias en parte al empeño del mismo mallorquín. Además, en sus mejores años, Porcel defendió a Pla en los círculos catalanistas que lo tenían marginado por su compromiso con el bando nacional durante la Guerra Civil.
En Ibiza, al sudeste del archipiélago balear, la cultura isleña adquiere una dimensión de rojo carmín, sometida a la endogamia melting pot de sus visitantes. A pesar de las escamas resecas del salitre este tono es el que se distingue en la memoria personal que recorre Mi Ibiza privada de Antonio Escohotado, escritor, ensayista y traductor. Escohotado narra estampas de época, sepultadas hoy bajo los grandes hoteles de cristal y madera, como el MiM, la aventura empresarial de Leo Messi, el futbolista argentino que destronó el arte magiar para convertirse en la estrella fulgurante de un firmamento sin dioses.
Entre hippies y abuelas ibicencas enlutadas de arriba abajo, Escohotado puso un pie en la isla en 1970 y la dejó en 1983 tras pasar un tiempo en prisión a causa de su experimentación lisérgica. Acaba de regresar ahora, en sus penúltimos días. En la cárcel escribió su Historia general de las drogas (Espasa), celebrada por su rigor y extensión. No hay otro como él desde los tiempos del sacerdote anglicano Alain Watts, el taoísta que encontró la meta-consciencia por otro camino, lejos de la química, y que combinó sabiamente el saber con el sentido del humor.
En las primeras décadas del siglo pasado, Ibiza, joya de las Pituisas –junto a Formentera y a islotes, como Espalmador y Espardell– acogió en discreto goteo una primera ola de viajeros que no llegaban para quedarse pero que tampoco iban de visita. Con la contracultura en marcha, aparecieron libros como Els camins i les imatges de l'Arxiduc, de Joan Mari Çardona, la triste historia de Catalina Homar, una, mallorquina vital, que se lanzó en brazos del archiduque Luis Salvador y se convirtió en sa madona de S’Estaca; y llegaron también otras entregas menos couché, como Experiencia i pobreza.
Walter Benjamín en Ibiza (Periférica), de Vicente Valero, narra el tránsito por la isla, entre 1932 y 1933, del filósofo berlinés, cuando Alemania vivía el ascenso del nazismo. Y por encima de todo y de todos, Salvador Pániker publicó Asimetrías (Kairós), escrita en un bosquecillo del Figueral junto a su casa, construida por el arquitecto Erwin Broner. Una historia de la filosofía a través de la llamada “retroprogresión”, metodología de Pániker, incansable coleccionista de amatistas poético-espirituales. La Ibiza tradicional fue un territorio de cruces de caminos vecinales que conectaban las alquerías blancas con pequeñas dehesas de algarrobos, higueras y almendros. Allí cimentó Pániker sus fragmentarias memorias, extendidas en textos publicados por entregas a lo largo de décadas posteriores: Primer Testamento, Segunda memoria, Diario de otoño, Cuaderno amarillo o Variaciones 95.
En Menorca, la isla más septentrional del archipiélago balear, la noche desciende sobre el mar desde los altozanos que resumen su orografía hecha de barrancos y llanuras, y de veranos conquistados desde la Península. Los rayos dibujan cenefas de oro sobre la piedra desnuda. Rojizas, grises o claras como el marés, las rocas menorquinas de los abundantes monumentos megalíticos, los talayots de la Edad de Hierro, se dejan moldear al albur del viento. La Menorca británica de Utrech y la francesa de Amiens, huelen por igual a campo y a caballeriza.
Su mar es otra cosa; es itinerante y corsario, aunque un día fuese vasallo de los Trastamara. Si tomamos de referencia una finca como Mongofre, el lloc, entenderemos la esencia biográfica de Fernando Rubio i Tudurí, farmacólogo, menorquín de adopción, fundador de Andrómaco, mecenas y hermano de Nicolau Rubio, el insigne paisajista de la Barcelona del novecientos, discípulo de Jean-Claude Nicolas Forestier y protagonista de los cambios que abrieron Montjuïc, El Tibidabo y un buen número de jardines privados, símbolo de la burguesía del vapor. Fernando y Nicolau recorrieron el África subsahariana en el tiempo de los safaris, hasta que trocaron la caza colonialista por el descubrimiento de un continente cargado de sorpresas y oportunidades.
En Menorca, la despoblación no es un espejismo. Desde la isla de Colom hasta la punta este de Abdaia solo hay tres o cuatros llocs para 25 millas de costa; allí habitan los fantasmas desnudos de gentilicios como los Morella, Torre Blanca o Capifort, descendientes de nobles linajes borrados por el rumor de las olas. En bote y contando con la complicidad de la tramontana suave, se cruza la punta de Favaritx en dirección a Fornells, umbral de las calas invadidas de piedra negra, a las que estos días casi llega el humo de la Negroponte griega, (así llamaron los venecianos a la actual Eubea), ardiendo como las piras de los Atridas. Delante de las pequeñas ensenadas menorquinas, todo se hace intimidad oscura, como se cuenta en Mongofre, la pasión por Menorca, biografía de Fernando Rubió editada por su nieto, Josep Roselló Rubió.
Baleares no acaba en la punta de Formentor ni en Valldemosa; ya no es necesario decir que hemos merendado coca de pan junto a la Cartuja ni recordar una puesta de sol en la Foradada para poder contar que venimos de Mallorca. El acantilado y el sol se bastan para delimitar el carácter arcaico y eterno de los embates de la naturaleza, una variable situada fuera del tiempo. Así lo constata paradójicamente Formentera Lady, una novela de Jordi Cussà sobre la agitación de los segundos ochenta en Formentera, otra pituisa. El genius loci de las islas no reside en las huellas de sus agitadores; ellas les hablan sin palabras al cartógrafo y al navegante solitario. Ilustran la paleta y la letra; dejan grabada su impronta al que lo merece; refugian su misterio en la memoria de los exploradores.