Librería Alcaná (Madrid)

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Ensayo

La lectura suspendida

El marcapáginas, creado antes que el libro en papel, ha sobrevivido a todas las revoluciones editoriales desde la Antigüedad, cuando aparece en Egipto

18 marzo, 2021 00:10

Cuenta Richard de Bury en su Philobiblon (ca. 1344) que había conocido a un joven que vagueaba y leía con pereza, y uno de los gestos que le delataba era el uso que hacía de los marcapáginas: “Distribuye multitud de pajitas que inserta para que sobresalga en diferentes pasajes, de modo que el rastrojo le puede recordar aquello que la memoria no puede retener. Estas pajitas, visto que el libro no tiene estómago para digerirlas y nadie las quita, dan al libro un aspecto extrañamente abultado y, a la larga, tras ser abandonadas y olvidadas empiezan a estropearse”. 

El enfado del monje benedictino no era tanto por esas maneras de leer como por la conservación de sus venerados libros, violentados por cuerpos extraños que se alojaban en su interior. Pasan los siglos y las quejas bibliófilas se repiten. Henri Petroski denunció en su Mundolibro (2002) que las bibliotecas públicas norteamericanas no solían estar bien surtidas de papeleras, deficiencia que muchos usuarios aprovechaban para “dejar los envoltorios de chocolatinas y chicle sobre los propios estantes y, a veces, en los propios libros a manera de punto”.

El marcapáginas es un compañero fiel del lector mucho antes de que existiera el libro en papel, con el formato que hoy conocemos. Antes de que apareciese el códex o cuaderno los usos de los puntos de lectura estaban condicionados por el modo de leer los rollos. A medida que se avanzaba en el contenido, los pergaminos o papiros se recogían con la mano izquierda al dorso del rollo, mientras se desenrollaba con la derecha el texto aún por leer. El punto de lectura era la posición en el que quedaba puesto el rollo cuando se dejaba de leer antes de llegar a su final. Para asegurarse que no se movía se comenzaron a utilizar objetos con forma de pisapapeles, de ese modo se sujetaba el volumen para poder ser leído o copiado. 

Breve historia del marcapáginas

Breve historia del marcapáginas

El punto de lectura más antiguo que se conoce se halló en 1924 en un monasterio egipcio, se trata de un marcapáginas de cuero del siglo VI d.C. inserto en un códex copto. Massimo Gatta, autor de una brevísima historia de este objeto publicada por Fórcola Ediciones, plantea un erudito e ilustrado recorrido desde la época medieval hasta los bookmarks en los libros electrónicos. No está muy afortunado David Felipe Arranz cuando inicia el prólogo con esta definición: “Éste es un libro de capricho, juguete de fino diletantismo” y continua con un resumen demasiado detallado –citas incluidas– del contenido. Pese a la brevedad y a centrarse sobre todo en ejemplos italianos, el ensayo de Gatta es un excelente aperitivo que bien podría estimular una investigación más extensa sobre los usos y abusos de este objeto lector desde la Antigüedad clásica hasta hoy.

Para este bibliotecario italiano marcar la página “es algo así como fijar una cita para un posterior encuentro con la lectura que se pospone en el tiempo”, “es un elemento filosófico antes que material, y representa una tesela de la galaxia paratextual”. Es cierto, el uso de tiras de pergamino o de papel, cintas o manecillas dibujadas en los márgenes de las páginas no se pueden explicar sólo desde la historia material del libro, es necesario estudiarlas desde la historia de la lectura, entendida como un conjunto de prácticas y múltiples apropiaciones del lector. 

Una de las fuentes más sugerentes sobre la aventura de leer son los retratos que proliferaron a partir del Renacimiento, en los que mujeres y hombres de las elites se hacían representar con un libro abierto o cerrado, con indicios de lectura señalados por cintas o escapularios metidos entre las páginas, como sucede en el Retrato de un hombre con libro verde (1502) de Giorgione

Retrato de un hombre con libro verde (1502) : GIORGIONE,Historia del marcapáginas

Retrato de un hombre con libro verde (1502) : GIORGIONE,Historia del marcapáginas

Retrato de un hombre con libro verde (1502) / GIORGIONE

Si no se disponía de una cinta inserta en la encuadernación o el lector tenía que recordar más de un pasaje, se optó por tiras de papel para dejar de manera segura la señal de lectura entre las páginas. Podría extrañar que Durero, en su grabado San Jerónimo en su celda (National Gallery of Art, Washington DC), mostrase en primer plano un libro cerrado con un marcapáginas colocado muy cerca del corte delantero y no, como era habitual, en el lomo.

Para evitar que los puntos móviles no cercanos al lomo se cayesen al abrir el libro, era necesario que la encuadernación tuviese también broches. Esta limitación no se superó hasta que en 1973 el ingeniero Arthur Fry inventó el post-it. Estas etiquetas adhesivas han revolucionado, tanto por la variedad cromática como por la cantidad de señales disponibles, las marcas de lectura desde la década de los ochenta del siglo XX hasta la actualidad, y han modificado las maneras de leer para “recordar aquello que la memoria no puede retener”.

Detalle SJeronimo, Historia del marcapáginas

Detalle SJeronimo, Historia del marcapáginas

Detalle del San Jerónimo de Durero

Los cambios en el formato del marcapáginas se aceleraron a mediados del siglo XIX cuando las cintas de seda o de algodón fueron poco a poco sustituidas por la tira suelta de cartoncillo. En el siglo XX se produjo la eclosión del marcapáginas publicitario; editoriales, librerías e, incluso, bombonerías han regalado útiles puntos de lectura como recordatorio de su marca. La irrupción del diseño en el mundo de la papelería ha creado un nicho de mercado con la venta de puntos de lectura hechos con materiales muy diversos (pergamino, plástico, madera, cuero, plata…). 

El coleccionismo ha hecho el resto. Con los libros electrónicos este culto fetichista a la belleza del objeto se ha abandonado en beneficio de los e-bookmarks. El marcapáginas, de un modo u otro, ha sobrevivido a todas las revoluciones del libro, en tanto es una herramienta de las apropiaciones lectoras, porque, como dijo Joseph Conrad, “el autor sólo escribe la mitad del libro. De la otra mitad debe ocuparse el lector”.