Cuadros, espías y fortunas de sangre
Miguel Martorell relata en ‘El expolio nazi’ la historia del nacionalsocialismo y el comercio de obras de arte robadas, en el que la España franquista hizo de intermediaria
13 mayo, 2020 00:00Que la Historia supera a la ficción es un lugar común y, en el caso del último y magnífico libro de Miguel Martorell sobre el paradero del expolio artístico de los nazis, una evidencia. El cine y la literatura han llenado los huecos que nuestra curiosidad lleva pidiendo cerrar desde el fin de la Segunda Guerra Mundial, hace 75 años, pero a pesar de la extraordinaria tarea que ya se ha hecho para reconstruir la memoria del Tercer Reich y el Holocausto todavía quedan episodios por descubrir, héroes y villanos a los que poner rostro. El profesor Martorell es catedrático de Historia en la UNED y, tal como él mismo cuenta en la introducción de su libro, fue a instancias de otro notable historiador, Pablo Martín Aceña, que comenzó a investigar en 1998 sobre el rastro en España del botín saqueado por los nazis a familias judías, la mayor parte en Alemania, Austria y Holanda.
Martín Aceña formaba entonces parte de una comisión interministerial de nombre tan sugerente como épico: La comisión de investigación de las transacciones de oro procedente del Tercer Reich, presidida por Enrique Múgica Herzog. Tras varias generaciones presas de la intriga de lo que pasó con el oro de Moscú, que la República habría –supuestamente– ofrecido a Stalin, a finales de los noventa fue cuando se abrió una puerta que había permanecido cerrada hasta ese momento: la connivencia del régimen franquista con dirigentes fascistas huidos de sus países tras la victoria aliada y los pingües beneficios que algunos de ellos sacaron de esos tratos, hechos bajo una absoluta discreción, cuando no ocultos.
Martorell, un joven doctorando en aquel momento, entregó el informe solicitado con toda la información que fue capaz de recopilar, pero quedó para siempre contagiado por la curiosidad de saber más de un asunto que le ha hecho investigar más de veinte años, aunque compaginándolo con otros cometidos de índole profesional. Pasó el tiempo, acabó su tesis, emprendió aventuras académicas –e institucionales–, se embarcó en otros proyectos y otros libros pero nunca dejó de olfatear el rastro de las obras de arte robadas por los nazis que habían pasado por España. Algunas se quedaron para siempre; otras desaparecieron como si nunca hubieran existido.
El expolio nazi (Galaxia Gutenberg) resuelve muchos de los enigmas en torno a las peripecias y al paradero de ese botín, pero también abre dudas razonables sobre misterios que el historiador admite no poder resolver. Sin desfallecer, Martorell deja pistas para futuras investigaciones (e investigadores) cuando muchas de estas incógnitas puedan despejarse, bien por el deceso de los implicados, bien porque, al fin, muchos archivos dejen de ser cajas fuertes imposibles de abrir. De lo que ha podido descubrir puede decirse que Martorell lo cuenta casi todo. Es exhaustivo, preciso, minucioso; y no abandona el tono literario, y hasta novelesco, no exento de un finísimo humor, que le caracteriza y que muestra en otros libros como la biografía de José Sánchez Guerra (Un hombre de honor) o la del Marqués de Pickman (Duelo a muerte en Sevilla).
Su capacidad para la divulgación es notable. Su voluntad de compartir con el lector la pasión de sus pesquisas merece se le compare con Robert Graves o Santos Juliá, uno de sus reconocidos maestros. Pero es que, además, en este caso los lugares oscuros, o la frustración de perder un rastro y resignarse a que tal vez nunca sabremos dónde reposan magníficas obras del arte, están contados de manera tan vigorosa y tan novelesca –sin abandonar el rigor– que el lector duda si en lugar de ante un vetusto trabajo de Historia, no está leyendo un guión que merece ser protagonizado por Tom Hanks.
Como en todas las buenas historias, en este libro hay un protagonista (aunque abundan otros personajes deslumbrantes para bien y para mal) de personalidad poderosa. El nombre de Alois Miedl, desconocido para los no iniciados en el tema, es el hilo conductor de un relato en la que aparecen muchos nombres propios (Göring, Himmler, Goebbels) con otros que resulta inexplicable no hayamos conocido antes y mejor. Miedl es un comerciante sin escrúpulos, hábil muñidor de negocios corruptos o que rozan la ilegalidad, que se manejó con destreza en los tiempos aciagos del Tercer Reich y que, sin embargo, logró sobrevivir a la derrota del nazismo, al ejercer de informante y colaborador de los aliados, con EEUU sobre todo, y por haberse casado con una mujer de origen judío, algo que efectivamente pudo jugar en su contra. Y que explica en parte su residencia en Holanda a pesar de sus intereses en su Alemania natal.
Su increíble capacidad para levantar y cerrar negocios, y salir indemne de todos ellos, y su complicidad, interesada con Göring, al que ayudó a crear una extraordinaria colección particular de arte, merecerían otro libro, pero Martorell levanta el foco sobre este personaje y lo amplia a otros, que coinciden con él en una tupida tela de araña de chanchullos, trampas y hurtos. Martorell ha escrito en realidad una biografía colectiva en la que los personajes brillan por su astucia, su pericia o por su maldad. Al otro lado de la balanza están los hombres rectos que sobreviven a la locura totalitaria manteniendo códigos morales: entre todos destaca el norteamericano Theodore Rousseau, exquisito personaje que actúa de némesis del propio Miedl.
El teniente Rousseau, como miembro del servicio secreto en los últimos años de la guerra, aterriza en España al finalizar el conflicto como experto en arte y colaborador especial de la embajada norteamericana en Madrid. Era un hijo mimado de la clase alta norteamericana, políglota, educado en los mejores colleges de Europa, licenciado en Harvard y asesor de cabecera de los directores de los museos de arte más conocidos de su país. Su experiencia le convierte en el auténtico tasador, por un lado, de las obras recuperadas y, por otro, en el rastreador ideal para averiguar el destino de piezas artísticas, subastadas con trampas o vendidas en el mercado negro de las antigüedades.
Fotograma de la película Francofonía, que trata la obsesión nazi por el arte
La destrucción de gran parte del patrimonio europeo y la bancarrota en la que vivía el continente favoreció sin duda que muchos vieran en las obras de arte una oportunidad de negocio, así como un salvoconducto para salvar la vida de familias enteras. La guerra y la posguerra dibujadas en un escenario similar al del Tercer Hombre, la mítica película de Carol Read, protagonizada entre otros por Orson Welles, donde sobreviven aquellos que jamás pierden la guerra aunque eligieran el bando equivocado.
Tan escasa ha sido hasta el momento la investigación sobre las relaciones del régimen de Franco con los jerarcas nazis, más allá de algún anecdotario, sobre todo tras la derrota del Tercer Reich y la llegada del orden mundial del que el dictador español había sido tan fiel devoto, que este libro, siendo prolijo, señala las huellas a seguir de venideros estudios, sobre todo en lo que se refiere a muchas fortunas cuyo origen se asemeja a los diamantes de sangre.
Himmler y Hitler contemplan unas figuras de porcelana (1944) / HOFFMAN (Biblioteca del Estado de Baviera)
La estancia de Mield en España, un hombre dicharachero y astuto que despertaba tantas simpatías como recelos, está trufada de anécdotas casi chuscas. Huyendo de Holanda, y presagiando ya la derrota de Hitler, por ejemplo, se instala en Hendaya, a pocos kilómetros de la frontera, y pasa por Irún y Ondarribia hacia San Sebastián para poner su fortuna lejos de los aliados, cuyo aliento ya sentía en la nuca. Timador y especulador financiero, este personaje puso en guardia a las autoridades españolas por estar implicado en el trasiego de coches de alta gama, una actividad que llamaba la atención en un país donde no abundaban precisamente los alardes de lujo y riqueza.
Inmaculada Concepción de Murillo (1678) / MUSEO DEL PRADO
El tipo de obras de arte preferido por los nazis está muy alejado de las vanguardias, tan odiadas por Hitler, que nunca fueron del agrado de las clases pudientes que vencieron en la Guerra Civil. Los compradores españoles preferían imágenes paisajísticas del siglo XIX o comienzos del XX, preferentemente de autores flamencos o renacentistas italianos. En la historia del descomunal expolio al que fue sometidos los judíos en la Europa de los años treinta el grado de ignominia mayor –si es que es posible establecer un ránking de latrocinio y maldad– fue el doble juego que los prebostes nazis hicieron con el arte contemporáneo. Martorell describe con todo lujo de detalles esa etapa, caricaturesca si no fuera trágica, en la que el Tercer Reich estableció el canon del arte ario y los límites del arte degenerado, que condenó a la hoguera creaciones de las vanguardias y a autores como Munch, Kandinsky o Picasso.
Mientras el régimen perseguía a estos artistas, sus dirigentes especulaban con las obras malditas dada la certeza de que eran una buena inversión. Las pugnas entre el Führer y alguno de sus validos –Göring fue en esto el más osado, al estar ligado a Miedl como protector y cómplice, que no amigo– por hacerse con colecciones particulares fueron feroces. Nos descubren el rostro codicioso y escasamente espiritual de un régimen que, además del exterminio xenófobo, perseguía el rédito económico. Tras el exterminio y el genocidio, bajo la elocuencia enloquecida del Mein Kampf, persistía una ambición sin límite y un hambre de riqueza y poder que se ejecutaba de forma metódica y ordenada. Bajo el paraguas de un Estado fuerte, protector y monumental (como la Germania proyectada por el arquitecto Speer o la renacida ciudad de Linz, que Hitler soñó como una venganza contra la Viena de su juventud, que detestaba) los jerarcas del Tercer Reich amasaron colosales fortunas y propiedades, no todas devueltas a sus legítimos propietarios cuando acabó la pesadilla.
Imagen de la Dama de Elche / DÍEZ MARTÍN
Por sus buenas relaciones con el Eje, todavía no derrotado, Franco recuperó la Dama de Elche como símbolo de la cultura íbera, un detalle de Hitler por los servicios prestados. No tuvo tanta fortuna la célebre Inmaculada de Murillo que el mariscal Schultz se había llevado a Francia, y que sigue siendo objeto de reclamaciones e intentos de compra. Esa fue la contrapartida de un negocio que benefició a unos pocos y del que se sigue sabiendo menos de la mitad. Las pesquisas de Martorell no han sido fáciles. Ha rastreado archivos, memorias, biografías y registros. Tan exhaustivo ha sido que al lector no le cuesta imaginarlo revisando hasta las revistas del corazón, por si en un descuido algún personaje famoso, al enseñar su casa, dejara ver la esquina de un Durero o un Van Gogh.
Como símbolo, La Rue Saint-Honoré por la tarde. Efecto de lluvia, el lienzo de Camille Pissarro, continúa colgado en las paredes del Museo Thyssen-Bornemisza de Madrid, tras el fallo de un juez de California en contra la reclamación de la familia Cassirer, los descendientes de quienes tuvieron que desprenderse de todo para salvar la vida.