10. El empate nacionalista y los penaltis
El sociólogo Juan José Linz, al poco de ser aprobada la Constitución, formuló la tesis de España como ejemplo paradójico del fracaso de los nacionalismos, tanto del español, en su voluntad de crear un estado capaz de imponer una identidad nacional única; como de los periféricos, en su propósito de alcanzar la hegemonía en sus respectivas naciones. Más recientemente, Núñez Seixas retomó la idea, describiendo la situación del fracaso compartido como un empate, acercándose a la terminología futbolística, mucho más popular que la jerga de los politólogos, y aventurando un equilibrio sostenido de esta igualdad de fuerzas: “La especie de empate que persiste entre el nacionalismo español y los nacionalismos periféricos está llamado a perdurar en los próximos lustros”, considera Núñez Seixas.
El anuncio de una prórroga interminable para este ya largo partido se recoge en La nación en la España del siglo XXI: un debate inacabable. El historiador gallego argumenta que ninguno de los nacionalismos “parece capaz de imponer su hegemonía social, política y cultural de manera indiscutible sobre sus territorios de referencia” para acabar identificando la causa de tanta complejidad territorial, tanta tensión y tanta discrepancia entre las simetrías y las asimetrías de los niveles de gobierno: “La razón de esta complejidad es simple. España no es un Estado plurinacional en sentido estricto. Tampoco es un Estado nacional. Es algo intermedio”.
“La especie de empate que persiste entre el nacionalismo español y los nacionalismos periféricos está llamado a perdurar en los próximos lustros”, considera Núñez Seixas
Ese ente intermedio de difícil definición, sin homólogo en la ciencia política, resultante del empate de fuerzas, incorpora la idea de una frustración histórica en su propia concepción y formación. Claudio Sánchez Albornoz, sin haber llegado a conocer el desarrollo del Estado de las Autonomías, analizó las razones del fracaso del Estado español, atribuyendo tan malo resultado al hecho de que “España no haya sido nunca una gran entidad político-nacional que comprenda a todos los pueblos hispanos” y al intento “de haberla querido reducir a un todo homogéneo”. Anselmo Carretero compartía esta opinión, apuntando su solución para superar este malvivir crónico. “El camino para hacer grande a España”, intuyó desde el exilio republicano, “no es el de la unificación, que elimina diferencias entre las partes de un todo, si no el de la unión, que junta, compone e integra todas ellas en una entidad superior que mantiene la individualidad de los elementos que la componen”. Esta “familia de pueblos” era lo que él denominaba la “Nación de naciones”, una expresión interpretada al gusto del consumidor, por lo visto.
“De facto”, asegura García Álvarez, “algunos padres de la Constitución, Roca, Solé Tura, Peces Barba y, en algunos aspectos, Herrero de Miñón, tenían en la cabeza la idea de la Nación de naciones, pero las dificultades políticas y jurídicas de su implantación y la necesidad de alcanzar el consenso en la ponencia redactora con los representantes del centro y la derecha condujo a la fórmula del artículo 2”. Artículo al que se acogió, precisamente, el Tribunal Constitucional al sentenciar el Estatut de Cataluña a la nada nacional. “Articular la Nación de naciones en términos jurídicos y constitucionales sin correr el peligro de provocar la implosión del disco duro del estado es extremadamente complejo, aunque no imposible”, concluye el autor de Provincias, regiones y Comunidades Autónomas. La formación del mapa político de España.
El partido del empate eterno, de la prórroga infinita no existe en el fútbol y se presume insostenible en las actuales circunstancias políticas
Ortega y Gasset solía apelar a la “incesante dinámica entre la unidad y la pluralidad de las naciones” como la única óptica para definir “los destinos de cualquier nación occidental”, haciendo la salvedad de la nación española, a la que no consideraba aplicable dicha premisa general. Miguel de Unamuno y Joan Maragall, de acuerdo en tantas cosas, nunca pudieron coincidir sobre el balance del viaje en el tiempo de la realidad de España. Para el filósofo vasco-castellano, España se había fundido con las partes; para el poeta catalán, España debía vivir en la libertad de sus pueblos.
No hemos avanzado demasiado. Estamos casi dónde siempre, en tener conciencia de lo que hay, una solución insatisfactoria; sin saber cuál es la fórmula a aplicar para dar con la solución idónea. De ahí el éxito tradicional de la discrepancia conllevada como modus vivendi de una relación siempre al límite del divorcio. Sin embargo, el partido del empate eterno, de la prórroga infinita no existe en el fútbol y se presume insostenible en las actuales circunstancias políticas; salvo para quienes se resignan a la desafección sentimental y política como fórmula sui generis de cohabitación.
La certificación del empate nacionalista no dejaría de ser un reconocimiento al mérito de los nacionalismos de las naciones periféricas por haber mantenido el equilibrio en el marcador jugando en campo contrario, en el estadio del Statu Quo, inaugurado en 1978, sobre un antiguo campo de torneos medievales. Juan José Solozábal, catedrático de Derecho Constitucional, apuntaba, en un artículo periodístico de verano de 2015, la tolerancia del Estado de las Autonomías respecto de los nacionalismos como una de las causas de la buena salud de los mismos. “La respuesta del Estado autonómico al nacionalismo ha sido matizada: cabe el nacionalismo no soberanista y no cabe el nacionalismo independentista, mientras no se reforme el sistema constitucional”. A continuación, subrayaba como consecuencia de las virtudes del Estado vigente: “También son posibles compatibilidades nacionalistas formuladas en términos razonables: el vínculo nacional general, siempre que no se entienda en sentido exclusivista, es compatible con los vínculos nacionales territoriales, entendidos a su vez de manera no excluyente”.
La época de la moderación, el reinado del doble patriotismo y el supuesto empate se tambalearon de forma repentina y con gran estruendo al anular el árbitro del partido, el Tribunal Constitucional, la jugada legal, protagonizada por el Parlament de Cataluña, las Cortes y el pueblo catalán, de aprobación un nuevo estatuto de aspiración bilateral en su origen y algo más modesto y decepcionante al final del trayecto.
Un clamoroso error de percepción debido, seguramente, a lo sucedido tras el episodio del plan Ibarretxe, liquidado en un par de sesiones en el Congreso de los Diputados. El PNV asumió aquel intento como una equivocación táctica que debía ser corregida lo más pronto posible para recuperar la moderación y disfrutar de la comodidad de tener las llaves de la caja de los impuestos. Incluso ahora, muchos años después de aquel intento soberanista, cuando el nacionalismo vasco se plantea la aprobación de un nuevo estatuto, su referencia es el non-nato estatuto bilateral aprobado inútilmente por el Parlament catalán. A pesar de la existencia de una mayoría parlamentaria favorable al derecho a decidir en el País Vasco, el PNV, coaligado con los socialistas, no deja pasar ocasión de desmarcarse de la vía independentista.
En Cataluña, todo lo contrario. Aunque la notable fuerza electoral adquirida por el independentismo no vaya a ser suficiente para avanzar unilateralmente hacia su objetivo, salvo que se opte por el ejercicio de la rebeldía, como pretende el sector más radical del soberanismo, su consolidación política y social debería ser una evidencia suficiente para reconocer en ella una señal inequívoca de permanencia de la reivindicación en el tiempo. Un factor a tener en cuenta ante cualquiera que vaya a ser la solución a la tensión territorial española.
Las tandas de penaltis, incluso los metafóricos, no admiten el empate; tampoco las nuevas circunstancias políticas en Cataluña y en el conjunto de España parecen propicias a un intento de seguir administrando la simple prolongación del statu quo generado por la Transición con nuevas buenas palabras. Los gobernantes de Estado español y sus aliados parlamentarios deberán hacerse a la idea de que el independentismo no es un suflé ni es, únicamente, una expresión de la frustración colectiva pasajera generada por una sentencia determinada, agravada en sus consecuencias por los efectos de la crisis económica o el producto de la impaciencia generacional de los hijos del pujolismo por hacer algo más grande que su padre político.
Es todo esto y algo más. Hay que buscar también en el éxito del pacto constitucional, en los avances en materia de libertades propiciados desde entonces para comprender el fenómeno. Los derechos cívicos reconocidos por aquel pacto del que se reniega algo frívolamente, constituyen la base operativa de las aspiraciones de unos ciudadanos sin miedo, espoleados por las frustraciones asumidas de buena o mala manera durante la Transición. Habrá pues que derrotarlo democráticamente o convencerlos. ¿Pero de qué?
En primer lugar, de la voluntad sincera de reconocimiento de la realidad compleja, de que no existe ningún condicionante objetivo en el pasado, efectivamente compartido y plural, que impida plantearse cualquier opción de futuro, siendo todas perfectamente legítimas. Segundo, que a los muchos equívocos y tergiversaciones heredados de los bisabuelos sería una temeridad añadir nuevas confusiones en el lenguaje político creado para la circunstancia, buscando una simplificación imposible para una cuestión enredada, combinación de sentimientos de pertenencia, razones políticas, económicas, sociales y culturales. Y tercero, que el principio democrático puede contradecir a la predeterminación histórica convertida en ley; sucedió en el 78 con el entierro legal de una dictadura y puede repetirse siempre que convenga con la misma normalidad y eficacia vinculante en un sentido u otro. Sin embargo, ahora, con el cuidado de no violentar el Estado de derecho.
Un soberanista tampoco es exactamente lo mismo que un independentista; ambos coinciden en la defensa de su nación como sujeto político capaz de decidir su futuro, sin coincidir obligatoriamente en cuál es la mejor fórmula institucional para este futuro
La confusión de los conceptos enfrentados y la simplificación de las posiciones en conflicto son una apuesta segura para el fracaso de la voluntad de la reflexión y la negociación, por otro lado, imperceptibles todavía a día de hoy, a pesar de los cánticos algo fariseos sobre las bondades del diálogo. Para poder entenderse, de entrada, habrá de convenirse una obviedad a menudo soslayada por incómoda: ni todos los españoles son unitaristas ni todos los catalanes independentistas. Unitarios serán aquellos que crean que España es una unidad indivisible e independentistas los partidarios de la secesión. Entre unos y otros, habrá que reconocer la existencia y la diferencia substancial de los unionistas respecto de los unitarios, tan evidente como la contradicción entre lo plural y lo singular. La unión implica diferencia, sólo se pueden unir cosas distintas, aunque sea cierto que a la unión de pueblos o naciones se puede llegar por la fuerza o por la voluntad. Unión y libertad es la bandera poética del federalismo. Unión por derrota y asimilación, el emblema de armas de Felipe V.
Un soberanista tampoco es exactamente lo mismo que un independentista; ambos coinciden en la defensa de su nación como sujeto político capaz de decidir su futuro, sin coincidir obligatoriamente en cuál es la mejor fórmula institucional para este futuro. Sería muy reduccionista, erróneo e interesado, reservar el reconocimiento de soberanista únicamente para quien se declara partidario de la creación de un Estado independiente; tanto como lo sería limitar el ejercicio del derecho a decidir a decidir una única alternativa. Un soberanista puede ser unionista, siempre que la unión se materialice desde el reconocimiento de la voluntad soberana de las partes. Un independentista es por definición separatista.
Las posibilidades de alcanzar acuerdos para soluciones a medio y largo plazo se multiplicarían alentadoramente de reconocerse la presencia en el escenario de estos actores políticos de discurso diverso en materia nacional. Los unitarios, los creyentes de la unicidad, de la existencia de una única conciencia nacional española. Los unionistas tradicionales, aquellos que defienden la permanencia de lo que ya está unido por los hechos consumados. Los unionistas soberanistas, los partidarios de crear una nueva unión desde la aceptación de las diferentes naciones y sus respectivas voluntades. Los independentistas, los soberanistas instalados en la imposibilidad de entenderse. Otra cosa distinta es la capacidad de esta multiplicidad de actores de convenir las fórmulas para dar entidad al Estado resultante. O a los Estados. O al Estado intermedio.
Porque al final de lo que se trata es de saber qué tipo de Estado nos conviene a unos y a otros, o a todos juntos, si no hay obstáculos insalvables. Desde la perspectiva de los independentistas catalanes, a Cataluña le interesa un Estado-nación propio, obviamente. Una formulación cuyo tiempo ya habría caducado, en opinión de sus detractores, de forma casi definitiva, según éstos, una vez emprendido el proyecto de unidad europea, de definición federal dicen los optimistas, pero de realidad decepcionante para los más escépticos. La contradicción del proyecto secesionista con la filosofía imperante de la unidad continental y el peligro de convertir en inviable a uno de los grandes estados de la Unión Europea de ser dividido, suelen ser los argumentos de autoridad utilizados por los adversarios de la independencia catalana.
El espíritu oficial de los tiempos no debe ser contestado con viejas aspiraciones provincianas, vienen a decir. Y acto seguido, con la UE como campo de juego y fuego inexcusable, se desata la absurda polémica sobre cuál sería el futuro a corto plazo de un nuevo sujeto de la comunidad internacional respecto de su pertenencia o no al club de Bruselas. Los tratados europeos y el sentido común ayudan a entender que cualquier nuevo Estado europeo, aunque se forme a partir de la secesión de un Estado miembro, debería solicitar su ingreso en la Unión; un detalle que por otra parte no debería asustar a ningún independentista de verdad. Sería bueno de aceptar, aunque solo fuere a micrófono cerrado.
Judt veía en el imperio de Carlomagno una premonición casi exacta de la inicial Europa de los Seis (Francia, Alemania Occidental, Benelux e Italia), con la diferencia que aquel imperio incluía a la actual Cataluña y dejaba fuera a la Italia central. Una idea muy halagadora para el nacionalismo catalán. El pujolismo siempre proclamó que Cataluña formaba parte del núcleo duro de Europa, ergo siempre sería europea. Una obviedad geográfica que ahora sus sucesores han convertido en una discutible garantía de continuidad automática de un supuesto Estado catalán en la Unión Europea, asimilando alegremente continente físico y contenido político para tranquilizar a los suyos.
De todas maneras, de no ser cierta la presunción del aparato propagandístico de la Generalitat, siempre se podrá decir que la UE no es la panacea que fue. En su ensayo sobre Europa, ¿Una gran ilusión?, el pensador británico afirmaba: “El mero objetivo de la unificación no es suficiente para captar la imaginación y la lealtad de aquéllos que se han quedado atrás en el cambio, sobre todo ahora que ya no viene acompañada por una convincente promesa de bienestar indefinido. Desde 1989 se ha producido un retorno de la memoria, y con él, y valiéndose de él, una reactivación de las unidades nacionales que enmarcaron y conformaron esa memoria y que dotan de sentido al pasado colectivo…Este proceso amenaza con socavar y sustituir las deficiencias de la Europa sin pasado”.
El proyecto de la UE se fundamentó en lo que Hans Magnus Enzesberger describió como una amnesia colectiva, en la que se refugiaron los europeos después de la Segunda Guerra Mundial. Judt considera que dicha amnesia funcionó con “éxito considerable” hasta que la caída del muro de Berlín permitió la recuperación de la memoria ancestral. No sería difícil establecer un cierto paralelismo español con esta evolución europea, considerando el período comprendido desde la aprobación de la Constitución hasta la entrada en crisis de la Transición.
Entonces, siguiendo a Judt, el patrón seguido en la formación de una “unión más estrecha” europea, comenzó a fallar: “Al no bastar la lógica real o aparente de una ventaja económica mutua para explicar la complejidad de sus acuerdos formales, se ha apelado a una especie de ética ontológica de comunidad política que se explica en retrospectiva para exponer los beneficios conseguidos hasta entonces y justificar posteriores esfuerzos unificadores. En este punto, uno no puede evitar recordar la definición de fanatismo de George Santayana: redoblar los esfuerzos cuando se ha olvidado el objetivo”.
El paralelismo intuido se acentúa al seguir con la perspectiva del autor respecto del colapso de la UE. La crisis del modelo original se agravaría, decía, por el enfrentamiento a escala de la Unión de dos nacionalismos. Los europeos que viven en el triángulo de oro (las regiones de alrededor de Suiza y Cataluña), se habrían convertido en nacionalistas expansivos, partidarios del separatismo, “de romper los estados en beneficio de unidades más pequeñas que se puedan asociar a entidades más amplias”, y enemigos declarados de la burocracia de Bruselas, a la que consideran heredera del despotismo ilustrado. Los europeos que no viven en este triángulo dorado militarían en el nacionalismo defensivo, en un intento de preservar el Estado del siglo XIX “como defensa contra el cambio”. La sustitución de Bruselas por Madrid y de la Unión por España resulta tentadora.
Regresando a Europa, las perspectivas optimistas de los orígenes europeístas decaerían por efecto de uno u otro de estos nuevos nacionalismos europeos o por la toma de conciencia generalizada de la “insostenible promesa de una unión continental aún más grande y más próspera”. Si a este horizonte se le añaden los déficits tradicionales de las unidades transnacionales, estas construcciones supranacionales no parecen tener un futuro asegurado, a tenor de esta teoría. El análisis socavaría en buena medida el valor de la UE como argumento de autoridad indiscutible frente los promotores de las aventuras separatistas.
El regreso al pasado perdería sus connotaciones negativas de aceptarse la previsión de Judt. “No funciona la idea de Jürgen Habermas de proponer una dualidad local y supranacional de comunidades en torno de las cuales crear unas lealtades prudentemente desprovistas del peligroso énfasis de la identidad asociada a la unidad nacional histórica”. Esto dejó dicho el historiador británico, muy crítico con los economistas clásicos y marxistas que crearon “la falacia reduccionista” de que las instituciones y afinidades sociales y políticas “siguen natural y necesariamente a las económicas”. Una suposición que gana adeptos cuando las afinidades económicas supranacionales se asocian a la crisis social y a la pérdida de los valores de la solidaridad.
La nación, entendida por Judt como la representación de la memoria común y el Estado que la encarna, regresaría pues, porque, en su opinión, es “la única fuente de identificación colectiva” que les queda a los ciudadanos una vez constada la pérdida de eficacia integradora de otros elementos tradicionales como la familia, la iglesia, la escuela, el ejército, los partidos políticos y los sindicatos. “Las virtudes de una unidad social basada en la proximidad geográfica y enraizada en el pasado en lugar de en el futuro tal vez se ha subestimado”, escribió, para aventurar a renglón seguido: “los Estados-nación serán muy solicitados en los próximos años”.
Las razones esgrimidas para este retorno del Estado-nación-intervencionista, tal vez tirado a la basura “prematuramente”, son las siguientes: contribuiría a la preservación del tejido social mejor que cualquier otra fórmula y se adaptaría particularmente bien a la necesidad actual de responsabilidad cívica y participación política activa y eficaz. Naturalmente, al pensador británico no se le escapaba el peligro consustancial al regreso triunfal del Estado-nación, el revival del exclusivismo, ni ignoraba las críticas que su posición europesimista le acarreaban. Por eso dijo de él mismo: “Soy un europeo entusiasta; ninguna persona bien informada podría desear seriamente volver al combativo y mutuamente enemistado círculo de sospechas y naciones introvertidas que el continente ha sido en el pasado reciente. Pero una cosa es creer que algo es deseable y otra muy distinta considerarlo posible. Y lo que yo sostengo es que una Europa verdaderamente unida es algo demasiado improbable como para que insistir en ello no resulte tan insensato como engañoso”.
Sigue ahí el problema: qué tipo de Estado somos realmente y cuantas naciones disponen de la memoria histórica imprescindible para encarnarse en un Estado
Esta declaración de vida intelectual nos devuelve al hilo del relato. En primera instancia, para dejar constancia de que su apelación al realismo y su denuncia de la insensatez de defender lo improbable por muy deseable que se crea es perfectamente aplicable tanto al inmovilismo unitario como al optimismo independentista. Y, en segunda derivada, para levantar acta del balón de oxígeno que aporta su argumentación para un horizonte favorable al Estado-nación tanto por los partidarios de frenar una mayor integración europea y de mantener los estados miembros tal cual están, como para los aspirantes a crear nuevos estados que se verían reforzados por su capacidad de preservar, mejor que nadie, la cohesión social y de ser garantía de participación política.
El largo viaje a los orígenes de España tal vez no habrá sido inútil, al fin y al cabo, vistas las dudas existentes sobre el acierto del entierro apresurado del Estado nacional. El propósito formulado en páginas anteriores sigue bien vivo: qué tipo de Estado nos conviene a unos y a otros, o a todos juntos. Aunque también sigue ahí el problema: qué tipo de Estado somos realmente y cuantas naciones disponen de la memoria histórica imprescindible para encarnarse en un Estado.