La risa
Uno de los libros más alegres y divertidos publicado varias veces en los primeros tiempos de la imprenta fue el Liber facetiarum, de Poggio Bracciolini. En este volumen recopiló bromas y anécdotas que contaban los secretarios de la curia romana, incluso en presencia del Papa. "Allí no se perdonaba a nadie y se hablaba mal de todo y de todos los que no nos gustaban", recordó el humanista italiano.
En esas casi trescientas historietas o chistes se recreaban sin rubor alguno escenas de cama, piropos, engaños de todo tipo, burlas, etc. Muchos de esos episodios estaban protagonizados por curas, frailes, cardenales, obispos, papas e hijos de clérigos. Tampoco faltaban médicos, abogados, militares, molineros, artesanos o campesinos, ni por supuesto mujeres de todo tipo y profesión. La mayoría de esas facecias eran escatológica o sexualmente muy explícitas, otras intencionadamente ambiguas. Todas fueron muy celebradas y compartidas por los lectores de la época.
Algunos de esos cuentecillos recuerdan situaciones políticas de vigente actualidad, como la de aquel hombre que aceptó el reto de educar un asno en diez años ante los intentos de expropiación de sus bienes por su señor, y ante la risa de todos por esa imposible tarea comentó: "No tengo ningún miedo, pues durante ese tiempo, o yo me moriré, o el asno o el tirano". O la de aquel otro que como hacía muchos chistes y gestos libertinos en el palacio del Papa, un amigo le dijo: "Van a pensar que eres tonto". A lo que contestó: "Eso lo tomaría yo como un gran beneficio. Pues de ningún otro modo puedo ser bien considerado por los que mandan en estos tiempos, que son los tiempos de los tontos, y ellos solos tienen el poder supremo". Anécdota que evoca aquel comentario atribuido en una noche de copas a un conocido y distinguido poeta barcelonés, cuando al referirse a una sobrina suya la llamaba "la tonta". Esa joven llegaría a ser ministra, además de presidenta autonómica y otros cargos menores, una poderosa y aristócrata tonta que se rodeó de pícaros y granados bufones.
A partir del siglo XVII, la risa dejó de ser entendida como una posible expresión universal del mundo, para reducirse a manifestaciones de aspectos más negativos. Lo cómico quedó restringido a la esfera de lo más bajo o de lo corrompido
Son decenas las historietas que al leerlas metafóricamente nos recuerdan cómo aceptan nuestros altos dignatarios los resultados de negociaciones que han hecho sus colaboradores más cercanos. Bracciolini nos dejó un perla que se presta a esta y otras interpretaciones. Un poderoso florentino tenía en su casa a un joven que enseñaba letras a sus hijos. Tan familiar se hizo en la casa que primero se acostó con la criada, luego con el aya, después con la señora y, a continuación, con sus discípulos. Enterado el señor, llamó al joven a su aposento y le dijo: "Ya que has puesto en horizontal a todos los míos, para que no haya ninguna excepción, ponme a mí también". No sería de extrañar que, satisfecho con el acuerdo, el señor lo hubiera premiado hasta con 5.000 millones del erario público.
En el Renacimiento, nos recordó Mijail Bajtin, los europeos eran capaces de captar con la risa algunos aspectos globales del mundo en que vivían. Pero a partir del siglo XVII fue cambiando esta concepción. La risa dejó de ser entendida como una posible expresión universal del mundo, para reducirse a manifestaciones de aspectos más negativos. Lo cómico quedó restringido a la esfera de lo más bajo o de lo corrompido. En una sociedad cada vez más disciplinada desde el poder confesional --civil o eclesiástico-- se siguió admitiendo la risa pero sólo como castigo útil sobre el inferior, el diferente o el transgresor.
Hemos perdido gran parte de aquella capacidad para reírnos de la estupidez, de los discursos hueros o de la inutilidad de nuestros políticos y jefes de Estado
En la actualidad, la carcajada larga y compartida entre las elites sigue siendo signo de mala educación. En todo caso se puede admitir, no sin censuras, el humor crítico que usa la parodia, el absurdo o la ironía. Han pasado más de quinientos años y hemos perdido gran parte de aquella capacidad para reírnos de la estupidez, de los discursos hueros o de la inutilidad de nuestros políticos y jefes de Estado. Ni siquiera se ríen ellos mismos de su nefasta indolencia, de sus palabras vacías o de su explícita mediocridad.
Somos nietos del disimulo barroco y de la hipocresía burguesa decimonónica. E ¿hijos de quién? Seguro que en las redes sociales nos lo puede aclarar algún avezado humorista, que justifica sus insultos amparándose en una mal entendida libertad de expresión. Sin olvidarnos de los tontos serios, guardianes de la ley mordaza, siempre vigilantes ante una carcajada transgresora y disidente, aunque sea cabal. Ante tanto disparate guerracivilista y reaccionario, nada alegres ni divertidos, recuperemos la visión renacentista y, por cierto, ¿se podría declarar la risa un derecho constitucional?