4. El plural y el singular en la Constitución
Los nombres de los viejos reinos sobrevivieron como referencias geográficas en las sucesivas divisiones administrativas del Reino de España hasta llegar al Estado de las Autonomías. La historia oficial recoge, por ejemplo, la proclamación de Isabel II de España como Isabel I de Navarra en 1834. También en las primeras constituciones quedó reflejada la memoria de una España plural, de forma cada vez más tenue, ciertamente.
Constitución de Cádiz de 1812
Fernando VII ordenaba a sus súbditos guardar la Constitución de 1812 como Rey de las Españas; un texto que en su artículo 10, en el Título II, describe el Territorio de las Españas como aquel que comprende “en la Península con sus posesiones e islas adyacentes Aragón, Asturias, Castilla la Vieja, Castilla la Nueva, Cataluña, Córdoba, Extremadura, Galicia, Granada, Jaén, León, Molina, Murcia, Navarra, Provincias Vascongadas, Sevilla, Valencia, las islas Baleares y las Canarias…”. A pesar de este reconocimiento, esta primera carta magna entroniza la nación única y uniforme. Las que le siguieron fueron difuminando el peso de las referencias a la pluralidad fundacional. Isabel II mantuvo el título de Reina de las Españas en la Constitución de 1837 y en la de 1845, además de seguir utilizando aquel título, concretó el objetivo de la norma constitucional: “Regularizar y poner en consonancia con las necesidades actuales del Estado los antiguos fueros y libertades de estos Reinos”. Esta fue la última referencia constitucional a los reinos de España y la última vez que el nombre de España se utilizó en plural de forma oficial y solemne.
Durante el reinado de Isabel II tuvo lugar la última referencia constitucional a los reinos de España y la última vez que el nombre de España se utilizó en plural de forma oficial y solemne
En la Constitución de 1869 era ya la nación española la que quería “proveer al bien a cuentos viven en España”. La de 1876 fue sancionada por “Don Alfonso XII, por la gracia de Dios Rey Constitucional de España”. La de 1931 comenzaba así: “España, en uso de su soberanía…” y definía la República como “un Estado integral, compatible con la autonomía de los municipios y las Regiones”. La Constitución vigente desde 1978 concede un guiño a los pueblos de España en el Preámbulo, mientras en el artículo 2, fija una posición que bien podría ser considerada un homenaje a los titubeos entre el singular y el plural del sujeto político en cuestión, heredados de la mismísima restauración visigoda: “La Constitución se fundamenta en la indisoluble unidad de la Nación española patria común de todos los españoles y reconoce y garantiza el derecho a la autonomía de las nacionalidades y regiones que la integran y la solidaridad de todas ellas…”. En la última proclamación de un monarca español, la de 2014, la referencia a la pluralidad del Reino obtuvo un pequeño hueco en el discurso de Felipe VI, simbólica, desde luego, pero celebrada como un éxito por aquellos que comparten dicha visión plural.
República española de 1931
Carles Viver i Pi-Sunyer, en su día vicepresidente del Tribunal Constitucional y actualmente comisionado para la Transició Nacional de Catalunya, analizó este socorrido artículo 2 con ocasión de un seminario celebrado en Montreal en 2009, Nacions a la recerca de reconeixement. Catalunya i Quebec davant el seu futur. El entonces director del Institut d’Estudis Autonòmics sostuvo que “la Constitución española reconoce la plurinacionalidad del Estado al reconocer la existencia de diversas nacionalidades integradas en la Nación española”, a partir de la aceptación como sinónimos de nación y nacionalidad, designando ésta “las comunidades dotadas de características específicas, diferenciales y con voluntad de autogobierno”.
Carles Viver Pi-Sunyer
La Constitución deja muy claro que la soberanía reside en el pueblo español; sin embargo, no recoge la definición aplicada por Viver i Pi-Sunyer a las nacionalidades, ni concreta tampoco qué es una región; ni cita cuales son las nacionalidades y las regiones que integran el Estado Autonómico. Tanta inconcreción conceptual tendría sus consecuencias. Las cuatro primeras comunidades en constituirse (las históricas y Andalucía) se proclamaron nacionalidades, categoría a la que accedieron 25 años más tarde otras comunidades al reformar sus estatutos, caso de Aragón, de València y de Baleares. El Parlament declaró nación a Cataluña en el preámbulo de su nuevo estatuto de 2006, aunque en el articulado sigue utilizándose la nacionalidad.
Las consecuencias jurídicas de la división entre regiones y nacionalidades en materia de soberanía, son inexistentes. Ni unas ni otras gozan del preciado tesoro de la soberanía. Por si hubiere alguna duda al respecto, el Tribunal Constitucional ha sido contundente en sus intervenciones. Carles Viver señala la sentencia dictada sobre el estatuto de la Comunidad Valenciana como la fuente de la que emana la doctrina constitucional más cristalina: “Las comunidades autónomas son sujetos creados en el marco de la Constitución por los poderes constituidos en virtud del ejercicio del derecho de autonomía reconocido por la norma fundamental, que es hoy la expresión formalizada de un ordenamiento constituido por la voluntad soberana de la nación española, única e indivisible”.
El Constitucional tampoco quiere saber nada de reinos medievales, derechos históricos, pluralismo fundacional, voluntades de las naciones de la Nación ni de ninguna cosa que no naciera en el big bang constitucional de 1978. En esta misma sentencia de 2007 sobre el estatuto valenciano, el tribunal dejó un aviso a navegantes aventureros: “El Estado autonómico se asienta en el principio fundamental de que nuestra Constitución hace residir la soberanía nacional en el pueblo español de manera que aquella (la autonomía de las CCAA) no es el resultado de un pacto entre instancias territoriales históricas que conservan unos derechos anteriores a la Constitución y superiores a ella, sino una norma del poder constituyente que se impone con fuerza vinculante general,… sin que queden fuera de aquella situaciones históricas anteriores”.
“Todos los países fueron plurales en sus orígenes, excepto Dinamarca”, sentencia el medievalista Salvador Claramunt, para añadir a continuación: “La historia parece un sarcasmo continuo. Los hechos a veces se muestran reiterativos y el hombre en su afán de construir imperios milenaristas o perennes permanencias no valora suficientemente la volatilidad de las culturas y sus formas de vida”. En el medievo, advierte el catedrático a quienes piensan en un retorno al pasado o en una apelación a los derechos adquiridos, no podía haber una conciencia de pertenencia tal como la entendemos en la actualidad, “la gente era propiedad patrimonial, los pueblos quedaban en manos de los más ambiciosos. La Corona de Aragón, la de Castilla y todas las coronas europeas eran patrimonios familiares; tanto da que fueran los Condes de Barcelona como los Plantagenet, la Casa de los Trastámara o la de Sajonia”.
Álvarez Junco se ha pronunciado también en esta línea: “sería engañoso interpretar el fenómeno de las naciones utilizado en la época barroca como un sentimiento precursor de los nacionalismos contemporáneos, si este se entiende como conciencia de identidad colectiva de la que derivan derechos de autogobierno”. Tampoco los partidarios de considerar los primeros Estados como construcciones definitorias y definitivas deberían olvidar que los pueblos y las naciones en los siglos XVI al XVIII no eran los protagonistas políticos “sino las élites privilegiadas de los reinos y lo que buscaban, al exagerar o inventar antigüedades, era ampliar o blindar sus franquicias y exenciones”.
Eric Hobsbawm, en Naciones y nacionalismo desde 1870, situaba la cuestión nacional en los términos más reconocidos. “Las naciones no son tan viejas como la historia”, comenzaba diciendo, para abordar después la cuestión central de las supuestas consecuencias aplicables también a la pervivencia de la vieja España Plural. Según su formulación, la existencia de los factores protonacionalistas, lengua, religión y nación histórica, “hace más fácil el trabajo del nacionalismo porque los símbolos existentes y los sentimientos de comunidad o pertenencia protonacionales pueden ser movilizados tras una causa moderna. Pero no quiere decir que los dos conceptos sean idénticos, ni tampoco que el uno deba conducir al otro, inevitablemente. El protonacionalismo, en sí mismo, es insuficiente para formar nacionalidades, naciones y Estados”. Siguiendo la filosofía de las revoluciones francesa, americana y holandesa, el historiador alejandrino defendía el concepto de nación consentida y deseada, “la patria es la nación creada por la decisión política de sus miembros” contraponiéndola a la definición de la escuela objetiva, aquella que afirma que “la nación es una comunidad humana, estable, históricamente constituida, nacida sobre la base de una comunidad de lengua, de territorio, de vida económica y de formación psíquica que se traduce en una comunidad de cultura”.
¿Cuál es el factor determinante para saber dónde hay una nación? Para Salvador Claramunt, la respuesta es sencilla y provocadora: “El espíritu mitológico, convenientemente manipulado, es el que marca el espíritu nacional”
Está visto que todo es relativo, todo es discutible y todo es posible, siempre y cuando exista una voluntad colectiva para hacerlo, entonces ¿cuál es el factor determinante para saber dónde hay una nación? Para Salvador Claramunt, la respuesta es sencilla y provocadora: “El espíritu mitológico, convenientemente manipulado, es el que marca el espíritu nacional”.