Trapiello y las guerras culturales
Las críticas del PSOE contra la concesión de la medalla de oro de Madrid al escritor muestran cómo el sectarismo político menosprecia la tradición cultural
13 mayo, 2021 00:10Si no es una guerra cultural, desde luego, se le parece. Mucho. Aunque, en honor a la verdad, para que se tratase exactamente de tal cosa los términos de la polémica, igual que en los antiguos duelos de honor, deberían consistir en un justo intercambio de argumentos, a ser posible con algún destello en el arte, tan incomprendido, de la esgrima. El caso Trapiello, por denominarlo de alguna manera, que consiste en que el PSOE de Madrid censura la decisión de concederle al autor de Las armas y las letras la medalla de oro de la capital de España, alegando que el escritor leonés es partidario del “revisionismo” histórico, en el fondo es otra cosa distinta: una emboscada mediocre, un episodio vulgar, una diatriba patética en la que un partido político con voz institucional desautoriza el trabajo (hecho en solitario, ganado a pulso) de uno de los escasos intelectuales que van quedando en esta España donde las famosas dos orillas nada tienen ya que ver con las antiguas derechas e izquierdas, sino que se establecen únicamente entre la inteligencia y la ignorancia.
“Si hubiera otra Guerra Civil ahora mismo” –me explicó un día una inteligente Sibila– “no sería entre rojos y azules, sino entre la gente normal y la cofradía de los idiotas”. El problema es que la primera, esa infinita mayoría, tiene que sufrir a diario a la segunda que, amparándose en foros institucionales, y tratando de imponer su hegemonía en el espacio público, donde deberíamos caber todos, no sólo manejan los recursos de los contribuyentes. También se permiten el lujo de imponer sambenitos, lanzar juicios morales contra quienes piensan y establecer los mandamientos de una supremacía social basada en el falso buenismo y en lo políticamente correcto.
El escritor Andrés Trapiello / YOLANDA CARDO
De todo esto, y en proporciones notables, hay en el espectáculo de ver a los dirigentes de un PSOE que todavía dice ser de izquierdas vetar arbitrariamente (contradiciéndose además) un discurso cultural no sólo lícito, sino sustentado en hechos históricos y apoyado en argumentos sólidos. Con Trapiello se podrá estar de acuerdo o en desacuerdo. En eso consiste debatir. Pero difícilmente se le puede acusar de revisionista. No es su estilo. A menos que, como parece ser el caso, se crea que existe una verdad impostada, manipulada e interesada.
Esta guerra cultural entra directamente dentro de lo ridículo si se tiene en cuenta que quienes descalifican al escritor no han leído sus libros y, por tanto, no se han tomado ni siquiera el esfuerzo de refutarlos. Los ensayos de Trapiello son obras literarias que le sobrevivirán y que figuran en el canon de lo mejor de la literatura en español de este tiempo. Nadie ha escrito un libro como Madrid, su particular pieza de cámara a una ciudad a la que llegó de joven, desamparado, desvalido y confuso. Nadie como él ha documentado El Rastro. Ningún catedrático ni académico, a los que el Estado paga por investigar, urdió un libro como Las armas y las letras, donde, entre otras cosas, se dice: “Lo que las armas separan, es deber de las letras hermanarlo”.
Los escrotores de Las armas y las letras / DANIEL ROSELL
Trapiello, en tres frenéticos meses del verano de 1993, impulsado por la necesidad de obtener el premio que un editor le había prometido al encargarle este ensayo –y que terminaron dando a otro–, seguramente impelido por la necesidad –la vida de un escritor de carromato, conferenciante a pieza aquí, articulista esporádico allá, tipógrafo secreto las más de las veces, es un calendario de incertidumbres– dio a la imprenta la primera versión (más tarde ampliada y enriquecida sin cesar) de un relato diferente sobre la literatura de la Guerra Civil donde la adscripción política de los escritores seleccionados, sin dejar de ser irrelevante, no establecía categorías morales que contaminasen el valor literario de su obra.
El escritor leonés amplía con este libro, de una vez y probablemente para siempre, la mirada, contaminada y distorsionada por la contienda, de todos. A los escritores rojos les rompía –con hechos– la estampa de víctimas perpetuas que se habían fabricado a su mayor gloria, similar a esa idea (tan peregrina) que exalta mecánicamente el pobrismo como fuente de una santidad infalible, como si entre los ricos y entre los pobres no hubiera absolutamente de todo. A ciertos escritores fascistas, condenados a caerse de los manuales de literatura después del franquismo, los recuperaba en función de sus obras, sin replicar necesariamente las ojeras ideológicas de tantos otros. Un acto de valentía –y sin duda también de temeridad– que sólo era posible para un escritor que ha construido su carrera a partir del conocimiento de la mejor tradición literaria en español, sin incurrir voluntariamente ni en el sectarismo de la izquierda ni pasar por el esencialismo de la derecha. Y que sabe perfectamente, como escribió Rubén Darío, que en literatura la sinceridad siempre es potencia.
Las armas y las letras es un libro imperfecto, “que no va a estar terminado nunca”, como confiesa su autor. Es una obra de aluvión y acarreo, colectiva, hecha a partir de muchos descartes, donde Trapiello glosa materiales de distinta procedencia con la voluntad de poner a disposición de los lectores elementos para que se formen su propio juicio. Siendo valioso el punto elegido para escribirlo, el ensayo hace algo aún más importante: resucita a escritores de la España intermedia –Chaves Nogales, Clara Campoamor, José Castillejo, Elena Fortún y muchos más– que habían sido sepultados, en tumbas sin nombre, por totalitarismos en los que no se reconocían. Dos Españas declaradas oficialmente enemigas y, a la postre, siamesas. El éxito del ensayo de Trapiello no es, desde luego, el de un erudito, un divulgador o un historiador. Es el de un escritor en busca de una verdad (en minúsculas) que sabe aproximada, sometida siempre a la crítica, pero vocacionalmente justa y rara vez equidistante. Una reivindicación del talento, con independencia de las sombras, que entre la hipocresía y el cinismo, esos lugares comunes que representan los prejuicios, elige la naturalidad.
“En la guerra no todos fueron iguales: los crímenes de una zona y otra, fueron ciertamente equiparables. Pero, por suerte para España y para nosotros, no todos los que vivieron esa guerra fueron asesinos ni representan lo mismo: los irrenunciables principios de la Ilustración sólo estaban representados en la República; la lucha del otro bando fue por la civilización cristiana de Occidente y los privilegios seculares bendecidos por ella, mediante una cruzada que trataba precisamente de conculcar tales principios, sabiendo que ni todos los que combatieron con la República eran demócratas o ilustrados ni todos los que arroparon a los fascistas fueron fascistas ni dejaron de ser ilustrados, si acaso lo eran antes”.
Es una toma de posición expresa, avalada además por la propia biografía de Trapiello, que comenzó como un joven militante maoísta, estuvo muchos años votando al PSOE –el partido que ahora lo repudia– y políticamente se sitúa ahora en una posición vagamente liberal. Como tantos hijos de su tiempo, comenzó creyendo en los espejismos de la revolución, pero las experiencias y las lecturas –igual que le ha sucedido a personajes como Escohotado o Savater– lo condujeron a otro sitio: la evolución. Para cambiar de posición son necesarias dos cosas: tener de partida una concreta y estar abierto a la discusión, que es lo opuesto a la polémica. Ser autocrítico empezando con uno mismo.
El fiel de la balanza para gestionar este proceso no es el tiempo, sino la capacidad de intentar no ofender a nadie sin tener por eso que renunciar a los hechos. Los pecados de Trapiello, el revisionismo del que le acusa el PSOE madrileño –Pepu Hernández y Mar Espinar– consiste en no comulgar con las ruedas de molino que quieren hacer tragar a la sociedad aquellos que se arrogan el falso título de herederos de los republicanos y exiliados vencidos, como si los méritos y los deméritos de cualquier generación vacunasen a las siguientes, convirtiendo automáticamente a sus hijos en seres virtuosos. Un delirio intelectual que ha venido a sancionar la utilización política de la memoria histórica (llamada también democrática, como si la verdad fuera susceptible de sufragio), que más que restituir y enterrar decentemente a las miles de víctimas sepultadas en las cunetas, amplifica el viejo cuento de la supremacía de una sola parte de las víctimas.
Los sucesos del pasado reverberan en el presente. El pretérito, en cierto sentido, anticipa el porvenir. Vivimos tiempos que parecen ser una analogía –por fortuna únicamente retórica– entre la España del 36 y nuestra hora. En la primera, aquella donde nacieron nuestros padres, había fanáticos en ambos bandos. Ahora los sustituyen los ignorantes. Y por duplicado. Uno no sabe qué es peor. La idiotez es el abono infalible del totalitarismo, ya sea político, sexual, racial o identitario. La literatura y el pensamiento son los únicos remedios ante esta pandemia cultural. “Más que atreverse a decir, hay que atreverse a pensar, y a quien sabe sentir ya no le cuesta decir”, escribe Trapiello, poeta revisionista.