España, 1898: el año que todo cambió
Tomás Pérez Vejo indaga en 'El fin del imperio español' en las causas por las que descarriló el proyecto nacional y las élites de Cataluña iniciaron su desafección emocional
9 mayo, 2021 00:10En la extensa reseña que el gran historiador José Álvarez Junco dedicó en Revista de Libros a la última obra de Joan-Lluís Marfany, Nacionalisme español i catalanitat (1789-1859). Cap a una revisió de la Renaixença (Edicions 62), coincidía con el autor en que lo que debería estudiarse “no es cómo se despertó y reveló al mundo la nación catalana (planteamiento típico de la historiografía nacionalista, que da por supuesta la existencia de un inconmovible ente nacional, que se despierta políticamente a partir de cierto momento), sino cómo y cuándo el sector más avanzado de la intelectualidad catalana dejó de reconocerse en la identidad española, y cómo y cuándo se extendió este sentimiento por otros sectores de la sociedad; es decir, describir, fechar y explicar el proceso de debilitamiento del nacionalismo español en Cataluña y el de nacimiento y crecimiento del catalán”.
En este sentido, la lectura del libro de Tomás Pérez Vejo (3 de julio de 1898. El fin del imperio español, 2021), historiador español radicado en México a quien hace unos meses Manel Manchón entrevistó en Crónica Global, nos ilumina precisamente sobre el momento en que descarriló el proyecto nacional español en Cataluña, cuando una parte de sus elites intelectuales y clases medias urbanas iniciaron un proceso de desafección emocional con deseos de ruptura política como respuesta al Desastre del 98.
En el marco de la colección Siete días decisivos de la historia de España del siglo XX, que dirige Jordi Canal para Taurus, Pérez Vejo nos ofrece una excelente panorámica sobre la pérdida de Cuba, Puerto y Filipinas y, por tanto, su trabajo no está escrito con la voluntad de responder al conjunto de preguntas que plantea Marfany. Sin embargo, las claves interpretativas que ofrece de la crisis que como consecuencia de esa derrota sufrió el relato de España es muy útil para entender hasta qué punto 1898 produjo un giro dramático –y casi insuperable– en la identidad nacional, crisis que está en el origen, y probablemente también en las causas, del aparente fracaso del proceso de construcción nacional.
Tras la debacle colonial, un fuerte sentimiento de decadencia, que no era nuevo sino que arrancaba del dolor de asumir como parte de la historia nacional el derrumbe de las glorias imperiales desde el siglo XVI, se apoderó de buena parte de la sociedad española. Aunque la idea de decadencia estaba muy presente a principios del siglo XIX, asociada a la pérdida de su condición de imperio, característica que también el liberalismo decimonónico creía consustancial al ser de España, el desastre militar en la bahía de Santiago de Cuba frente a la joven república norteamericana se convirtió en una especie de certificado médico de defunción.
A finales del XIX, en un momento de fuerte rivalidad imperialista entre países europeos, el hecho de que España no pudiera competir en esa carrera y fuera humillada en el escenario internacional, relegada a la categoría de “nación moribunda”, en palabras del primer ministro británico lord Salisbury, causó una profundísima conmoción. Ese arrinconamiento, que aparecía como definitivo, chocaba con el imaginario que sobre el secular carácter imperial y guerrero de España había construido la historiografía liberal del siglo XIX.
Si bien casi todos los territorios de América se habían perdido tras la guerra contra la Francia napoleónica, y no existía una perspectiva factible de reconstruir un imperio real más allá de la pequeña aventura africana de mediados de siglo, lo que no estaba previsto era la pérdida de las pocas colonias de ultramar que aún le quedaban. Esas posesiones permitían afirmar la idea de imperio como rasgo de la identidad nacional y que, por ejemplo, en 1892 se conmemorase con gran pompa el Cuarto Centenario del Descubrimiento de América, celebración que se hacia por primera vez, lo que demuestra que el relato imperial está impulsado por un liberalismo decimonónico fuertemente historicista.
Pérez Vejo subraya que no fueron Cuba, Puerto Rico y Filipinas los “últimos jirones del imperio”, como habitualmente se afirma, sino en realidad las primeras y las últimas colonias de la nación liberal. La caída de las posesiones continentales en América entre 1821 y 1824, cuyo colapso es de una magnitud incomparablemente mayor que la crisis finisecular, no tuvo repercusiones en el imaginario colectivo ni tampoco dejó un gran rastro en las memorias de quienes vivieron esa época. Porque quien perdió México y Perú no fue la nación española, que todavía no existía, sino la monarquía de Fernando VII. No fue el Ejército español el derrotado, sino los ejércitos realistas, unas tropas formadas desde Argentina hasta México o Perú por americanos. La ruptura de las nuevas repúblicas fue con el rey católico, no con España, puntualiza Pérez Vejo.
En 1898, en cambio, la situación ya es completamente diferente, pues la nación liberal está en avanzado proceso de construcción desde mediados de siglo y sigue parámetros por otro lado homologables al del resto de países europeos. El impacto de la crisis finisecular sobre el relato nacional explica por qué en los territorios económicamente más dinámicos, el País Vasco pero sobre todo Cataluña, que habían sido también aquellos en los que el proceso de construcción española fue más precoz y exitoso a mediados del XIX, nacieron unos movimientos que postularían no ya una lógica de doble patriotismo, de compatibilidad entre el sentimiento particular y la identidad española, sino una concepción excluyente de la nación.
No olvidemos que en 1859 se había vivido un auténtico estallido de nacionalismo popular español en Barcelona con motivo de la guerra de África, comandada por el general Prim, con respuestas tan entusiastas como la convocatoria por parte del Ayuntamiento de cuatro compañías, los llamados Voluntarios Catalanes, cuyas quinientas plazas de civiles se cubrieron de inmediato. También en Barcelona, diez años más tarde, al inicio del Sexenio Democrático el número de alistados voluntarios para participar en la primera guerra de Cuba, triplicó al de los leva obligatoria.
El melodrama cubano, caricatura de L.J. Taylor
Hay sobradas pruebas de que la identidad española no estuvo en cuestión en Cataluña más que de forma muy minoritaria y nunca antes de la década de los ochenta, que es cuando se organiza el primer catalanismo político. La tesis de la débil nacionalización que el historiador Borja de Riquer argumentó hace treinta años se ha demostrado un mito historiográfico: ni fue tan débil ni tan tardía. Como señala Marfany, no hay que leer las expresiones de catalanidad preexistentes como preludios o fases iniciales del nacionalismo catalán del siglo XX, ya que eso sería incurrir en el error del presentismo.
El autor de La cultura del nacionalisme (1995), una obra que analiza el origen y expansión de la ideología nacionalista a finales del XIX, nos invita a desprendernos de concepciones genealógicas o de la búsqueda constante de antecedentes, como también a cuestionar el presupuesto de que siempre existió un hecho diferencial catalán que estaba reprimido políticamente y que solo hacia falta que se activase por alguna circunstancia. Lo importante, concluye, no son los datos culturales preexistentes, como la lengua, sino la introducción de la ideología nacionalista, y eso no ocurrió de forma relevante hasta el estallido de la crisis finisecular.
Para Pérez Vejo, tanto la vasca como sobre todo la catalana era sociedades cuya hambre de nación difícilmente podía ser saciada por un Estado que fruto de esa derrota, veía cuestionadas algunas de las claves de su relato. Mientras los regeneracionistas, noventayochistas, republicanos, socialistas o anarquistas, buscarían una España distinta de la imaginada por los liberales, los nacionalismos vasco y catalán fueron directamente en búsqueda de una nación propia. Cataluña era además la única región española que mantenía una relación con Cuba de claro carácter colonial, primero con el comercio de esclavos y después con la industria textil.
La incapacidad de España para transformarse en una moderna potencia imperialista tuvo como respuesta la formación de un nacionalismo alternativo con un imaginario también imperial, como ya explicó Òscar Costa en L’imaginari imperial. El noucentisme català i la política internacional (2002). Ahora bien, sería exagerado focalizar toda la atención en el Desastre del 98 como si el proyecto de liberal español se estuviera construyendo sin mayores tropiezos y de forma absolutamente exitosa hasta entonces. Hay una reflexión que Pérez Vejo recoge con acierto del libro de Julián Marías (España ante la historia y ante sí misma, 1898-1936, publicado en 1996), según la cual la derrota frente a Estados Unidos fue el detonante de una situación que se venía arrastrando desde años atrás, como lo demuestran las preocupaciones de autores tan distintos como José María de Pereda, Emilia Pardo Bazán, Ganivet, Unamuno o Lucas Mallada, “a la que el Desastre dio la presencia social que antes no tenía”. Llegados a este punto, la pregunta es cuándo empezó ese cuestionamiento del ser de España. Para Marías la respuesta se sitúa en el fracaso de la Gloriosa, en la oportunidad perdida que para el liberalismo representó el Sexenio Democrático (1868-1874).
La revolución de septiembre de 1868 expulsó del trono a Isabel II, pero no logró que la nueva monarquía de Amadeo I de Saboya se consolidase tanto por la desaparición de su máximo valedor, el general Prim, asesinado en diciembre de 1870, como por la crisis de la coalición progresista y demócrata que había conducido la revolución los primeros años. La división de los progresistas, escindidos entre conservadores (Mateo Sagasta) y radicales (Ruiz Zorrilla), y la inestabilidad política, como consecuencia de los personalismos y las clientelas, hizo imposible consolidar un sistema estable de partidos. Ello provocó la parálisis de la vida parlamentaria en medio de enormes debates (sobre la abolición de la esclavitud, la supresión de las quintas, la libertad de enseñanza o la separación Iglesia-Estado) y, finalmente, carcomió el régimen monárquico-democrático que, no obstante, sí logró aprobar en 1869 una Constitución muy avanzada en la que por primera vez existía la “nación española”.
En los dos años siguientes, hubo seis gobiernos y tres elecciones generales, mientras se enquistaba la guerra en Cuba, se recrudecía el desafío militar carlista y los conflictos sociales tomaban un cariz violento. La abdicación de rey hizo inevitable la I República en febrero de 1873, que se proclamó más por exclusión, como solución de urgencia ante un vacío de poder, que por la existencia de una mayoría social republicana. Si la monarquía democrática había fracasado por un exceso de facciones, la República naufragaría rápidamente por las contradicciones sobre cómo alcanzar el modelo federal. La República federal, proclamada en junio de ese año, tras unas elecciones constituyentes celebradas en medio de una enorme abstención y el boicot electoral de sus oponentes, no llegó a aprobar el proyecto constitucional en el que se establecía una división territorial de la “nación española” en 17 Estados en base a criterios históricos.
El verano de 1873 marcó un punto de no retorno porque la República federal, bajo la presidencia de Francisco Pi y Margall, fue incapaz de sofocar los alzamientos cantonales (que llevaban a la práctica el mito de la federación desde abajo) y las huelgas revolucionarias promovidas por internacionalistas obreros. A partir de ese momento se entró en un proceso de luchas internas y descomposición que acabó en el golpe del general Manuel Pavía, en enero de 1874, que al cabo de un año hizo inevitable la restauración borbónica.
El fracaso del Sexenio, con el retorno de los Borbones, dinastía que el liberalismo consideraba extranjera, como también a los Austrias, y contraria al ser liberal de la nación española, hizo resurgir la idea de decadencia. Aunque la estabilidad política, con la pacífica alternancia entre conservadores y liberales, así como el progreso general que se vivió durante las dos siguientes décadas, atemperó esa autopercepción negativa, el Desastre del 98 la hizo estallar con toda su fuerza e hizo añicos el puzzle del relato liberal sobre al ser de España, momento a partir del cual la ideología nacionalista en Cataluña encontró libre el camino para conquistar a los intelectuales-profesionales y amplias capas de las clases medias urbanas.