'Make America a Tyranny'
Interior noche. El noticiero de un canal norteamericano de televisión por cable, después de dar las crónicas del apocalíptico asalto al Capitolio, incluidas las cinco muertes, pide a sus espectadores que llamen por teléfono para emitir su opinión en antena.
Entra una llamada de Idaho. Es una (supuesta) votante de Trump:
–“Lo único que quiero saber esta noche es si mi presidente me ha mentido. Quiero que me explique, y sobre todo explique a la familia de la mujer que ha muerto por un disparo, si nos ha mentido a todos. ¡Yo voté por él! ¡Yo voté por él!” (Lágrimas de llanto).
En esta escena está condensada la amargura de quienes, creyendo en la palabra de un político, probablemente una de las mayores ingenuidades posibles, sobre todo en el caso de un candidato como Trump, de repente comprenden que determinadas falsedades conducen a la muerte. Y descubren que las democracias mueren cuando la cantidad mentiras diseminadas viralmente por las redes sociales y los mass media contaminan todo el aire disponible.
El ataque al Capitolio reúne los elementos de un relato surrealista: asombro mayúsculo, confusión comunal entre la realidad y la ficción, violencia súbita, dignidad y miseria. Todos estos ingredientes juntos en una farsa que, sin embargo, es absolutamente cierta, pero no podemos decir que haya sido inesperada. En absoluto. El ataque final contra la democracia norteamericana, instigado por el presidente de Estados Unidos y sus seguidores, entre los que figuran los ultramontanos del Tea Party, supremacistas, militantes racistas y personajes que más que negar el holocausto de Auschwitz aspiran a repetirlo, no empezó este gélido mes enero. Sus orígenes son anteriores.
Proceden de una tradición que representa el rostro más oscuro de América, una sociedad donde llevar un arma se considera un derecho individual. Visto ahora, al calor de los hechos, lo extraño es que no hubiera sucedido antes, con el trumpismo en el ejercicio pleno del poder institucional. Los famosos contrapesos del sistema político norteamericano, establecidos por los fundadores de la República, que trataron así de evitar que en su suelo se repitiera la historia de Roma, que pasó de regirse mediante un sistema asambleario a convertirse en una dictadura militar imperial, parecen no haber sido suficientes para impedir una batalla que, con distintos rostros, ha estado presente en la política desde el comienzo de los tiempos. La disyuntiva entre democracia y tiranía. La confusión del fin con los medios. La guerra perpetua entre el absolutismo y el liberalismo.
Si no ha sucedido antes quizás obedezca a que Trump, epítome del populismo posmoderno, nunca llegó a sospechar que viviría una derrota electoral ni tampoco tuvo en cuenta que la realidad virtual a la que debe su éxito popular en algún momento mutaría en un gigantesco fake. La crisis política norteamericana, similar a la debacle de un imperio cuya supervivencia requiere hegemonía económica y militar y la certeza de que su poder no es una convención, arroja una luz inquietante sobre los efectos que la demagogia y la mentira provocan en las sociedades. Es una sensación similar a mirar una bomba en un sótano a la luz de una linterna: contemplas el artefacto explosivo, descubres los cables de detonación y te preguntas cómo diablos puedes impedir que estalle antes de que te vuele la cabeza. Ésta es la cuestión.
La era Trump ha llegado oficialmente a su fin con un indudable deshonor, pero el contador del explosivo escenario político que lega sigue su particular cuenta atrás. A los demócratas norteamericanos les corresponde impedir que el artefacto reviente Estados Unidos, pero esta misión (de alto riesgo) no se limita a la sucesión de Biden ni, tampoco, a un impeachment exprés, consumado en diez días. Trump no seguirá en la Casa Blanca, pero eso no significa que el movimiento que encabeza, al que ha animado a bloquear la ratificación de Biden como nuevo presidente electo, esté desactivado. En realidad, puede incluso haber encontrado la causa perfecta para sobrevivir y multiplicarse: el victimismo ficcional de unas elecciones que millones de norteamericanos creen fraudulentas. Un factor de desestabilización brutal en una democracia que, sin ser perfecta, hasta ahora era un ejemplo para el mundo occidental.
Trump acumula un patrimonio político de 74,2 millones de votos que equivale a un 46,9% de los electores norteamericanos, frente a los 81,2 millones de sufragios (51,4%) del presidente electo. Resulta difícil de creer que el asalto al Capitolio vaya a diluir de golpe esta influencia, aunque durante un tiempo la eclipse. El movimiento demócrata para defenestrar de inmediato a Trump, al que puede sumarse parte del Partido Republicano, es una operación preventiva ante la posibilidad, nada remota, de que el trumpismo sobreviva a sus actos. Sobre todo si tenemos en cuenta que su combustible es el fanatismo social.
El magnate neoyorquino cuenta con su fortuna personal, una estirpe familiar ansiosa de acaparar el poder, que confunden con sus negocios y consideran una suerte de herencia, y un ejército de dementes capaces de poner en jaque a la administración demócrata durante los próximos cuatro años. No es nada descartable que se produzca una escisión en las filas republicanas entre apocalípticos e integrados. La polarización política y social en Estados Unidos es extraordinaria. Siempre ha sido así. Hablamos de un país admirable en muchas cosas, pero donde los magnicidios presidenciales siguen siendo secreto de Estado. Una nación donde una parte de sus políticos son capaces de hacer creer a millones de personas que crear un sistema sanitario realmente público equivale a la instauración del comunismo.
Norteamérica vive un escenario de guerra civil: con conceptos distintos de país enfrentados en la calle y el suficiente grado de demencia en uno de los dos bandos para tratar de imponer sus deseos por las bravas, llevándose por delante instituciones que durante siglos han sido comunes. No se trata de una brillante metáfora, sino de una situación sin precedentes. Al contrario de lo que ocurre en España, donde el enfrentamiento entre partidos se limita al teatro político, salvo en el caso de Cataluña, Estados Unidos está lleno de gente armada y cuenta con redentores vocacionales capaces de asaltar el Capitolio para convertir en realidad una ficción que creen cierta. La fe ciega, en política, es explosiva.
La Norteamérica profunda es un universo difuso, sustentado en una fe ancestral y extraña: se idolatra más al Antiguo Testamento que al Nuevo. La mística de la violencia impregna la cultura popular. Basta escuchar a Johnny Cash. La incógnita de su actual encrucijada radica en averiguar si, tras el asalto al Capitolio, hay más votantes de Trump como la espectadora de Idaho --capaz de entender, aunque sea tarde, que han alimentado con mentiras sus frustraciones, y que sólo son peones de un juego ajeno-- o todavía son mayoría quienes están dispuestos a destruir una democracia ejemplar para imponer una tiranía planetaria.