El escritor Francisco Casavella, autor, entre otras obras, de 'El triunfo' / EFE

El escritor Francisco Casavella, autor, entre otras obras, de 'El triunfo' / EFE

Letras

El gran Casavella (II)

El escritor Francisco Casavella solía alternar períodos de escritura intensa con otros en los que disfrutaba de la bebida, hasta que la muerte de su padre le hizo venirse abajo

11 enero, 2021 00:00

Francisco es el único dipsómano que he conocido que jamás perdía el apetito. Mientras yo picoteaba de mi plato, desperdigando la comida en espera de la siguiente cerveza, él se apretaba unos entrecots de medio kilo que daba gloria verlos. También es el bebedor más trabajador que me he cruzado en esta vida. Cuando se ponía a escribir, no había quien lo sacara de la silla. De hecho, alternaba períodos de desparrame con largas semanas en las que solía trasladarse al apartamento de sus padres en Roda de Barà --frecuentemente en invierno, cuando allí no había ni Dios y solo se podía conversar con el espantoso busto de Luis del Olmo que hay en la zona y del que tanto nos habíamos reído-- y escribir todo el día sin pensar en salir de casa para tomarse unos tragos. Así fabricó sus estupendas novelas hasta el final. Una de ellas tiene uno de los mejores títulos que yo haya visto jamás: Un enano español se suicida en Las Vegas. Y la redacción de los tres tomos de El día del Watusi solo puedo calificarla de heroica.

Cuando le dio el primer patatús, se tiró una semana en el hospital, no muy lejos de Enrique Vila Matas, que pasaba por un trance semejante. A ambos les dijeron los médicos que, a partir de entonces, no se acercaran ni a un bombón de licor (sugerencia que, según Enrique, también le habían hecho en su momento a su querida Marguerite Duras). Vila Matas hizo caso de la advertencia y, a día de hoy, sigue sobrio como una colegiala (por usar una expresión muy del agrado de P.G. Wodehouse). Casavella se portó bien durante un tiempo, pero era evidente que la abstinencia lo mortificaba: era como un coche de carreras que, de repente, se ve obligado a circular a una velocidad máxima de 40 kilómetros por hora. Siempre que me lo crucé en esa época lo encontré triste, aburrido, como carente de estímulos, aunque supongo que su novia agradeció el cambio. Cada vez que se enamoraba y era correspondido, Francisco pasaba unos meses formidables hasta que algo en él hacía clic y lo devolvía al (supuesto) mal camino. De repente, salía una tarde a dar una vuelta y volvía a casa al cabo de tres días, algo que no hay mujer que resista. A veces, volvías al bar en el que habíais estado bebiendo la víspera y te lo encontrabas en el mismo taburete, con un vaso en la mano y riéndose de sus propios chistes, que nadie más entendía porque a esas alturas nuestro hombre andaba ya por un rincón inexplorado de Alfa Centauro.

Algunos desustanciados consideraban a Francisco un simpático borrachín. A mí me recordaba al protagonista de El cantante, el tema de Rubén Blades que popularizó Héctor Lavoe, ese hombre al que todos felicitan por estar “siempre con hembras y en fiesta”, pero que se queja de que “nadie pregunta si río o si lloro, si tengo una pena que hiere muy hondo”. O al narrador de la canción de Kevin Ayers After the show, que se pregunta quién lo llevará a casa después del espectáculo y le dejará que baile y la abrace hasta que se haga de día.

Cuando murió su padre, un señor de Cuenca llamado Gisleno García, del que siempre me había hablado con mucho cariño, Francisco se vino abajo. Cuando me contaron que se le había vuelto a ver por aquellos bares en los que lo dejabas porque ya no podías con tu alma y te lo encontrabas en el mismo taburete a la siguiente noche, empecé a temerme lo peor. Y, lamentablemente, acerté.