Europa, la duda y la deuda
Habrá que ver si los ‘pueblos llanos’ de la UE son capaces de imponerse a las élites económicas para salvar uno de los elementos de nuestra civilización: el Estado social
3 enero, 2021 00:10Hace unas semanas se reunió el G20. Uno de sus informes recoge una estimación preocupante: la pandemia ha hecho crecer la deuda de los países un 20% del PIB, aproximadamente. Un aumento que se suma al producido tras la crisis económica de 2008, a pesar de las políticas de austeridad. Esto ha comportado que varios economistas hayan empezado a preocuparse por el crédito acumulado. Hasta ahora y dentro de la Unión Europea, que no deja de ser un club de ricos, el tratamiento de la deuda de los Estados se producía, en general, de forma sesgada. Se suponía que era cosa de los PIGS, iniciales de los países más endeudados: Portugal, Italia, Grecia y España (la S es de Spain).
Pigs es una palabra inglesa que significa cerdos. En la denominación había ya una visión supremacista: la del Norte al que no viajó Salvador Espriu y que se veía a sí mismo como un lugar donde, “dicen que la gente es limpia y noble, culta, rica, libre, despierta y feliz”. Traducido en términos económicos: un Norte austero y ahorrador que prestaba dinero a un Sur derrochador y perezoso que vivía por encima de sus posibilidades. Una visión que ocultaba que parte del ahorro del Norte procedía de sistemas fiscales que estimulaban (estimulan) a empresas que trabajan en el Sur a dejar de pagar los impuestos en estos países y para pagar menos en un Norte no tan noble.
Un informe de Intermon señala algunos paraísos fiscales reconocidos como las Islas Caimán, Seychelles, Panamá, pero añade que en la misma lista quizás debieran figurar Irlanda, Luxemburgo y Países Bajos (nombre oficial de la antigua Holanda). “Se calcula que el clima fiscal holandés cuesta al resto del mundo 22.000 millones de euros. La investigación internacional también muestra que este país atrae más de 90.000 millones de dólares en ganancias extranjeras de las multinacionales”, explica el experto en impuestos de Oxfam, Johan Langerock, en un reportaje publicado por El Confidencial. Curiosamente, el primer ministro de Países Bajos, Mark Rutte, fue quien, junto a Dinamarca y Suecia, más se opuso a la creación de un fondo de ayuda a los países del Sur, azotados con dureza en la primera hora de la pandemia. Las cosas empezaron a cambiar cuando el virus atacó también a los países del Norte, al tiempo que sus economías se veían comprimidas tanto por la enfermedad como por la contracción de las exportaciones.
Al margen de la hipocresía, la expresión PIGS y la negativa inicial a aprobar las ayudas evidenciaba que Europa (la Unión Europea) se halla dividida entre ricos y pobres con intereses no siempre coincidentes en el presente y para el futuro. En aquellas circunstancias y coincidiendo con el Brexit, no pocos se plantearon también si la UE tiene un futuro real. Un interrogante que tenía ya historia y se avivó cuando la Europa del Norte, con Alemania a la cabeza, impuso draconianas medidas de ahorro a una Grecia muy endeudada, que llegó a sopesar la posibilidad de recuperar su autonomía real con un Grexit. Por autonomía real hay que entender el abandono del euro y la recuperación del dracma, es decir, la recuperación del control sobre la propia economía, con la posibilidad de emitir moneda y devaluar, si hiciera al caso.
En un libro reciente (La máscara democrática de la oligarquía) un estudioso de la Grecia antigua, Luciano Canfora, y el que fuera presidente del Tribunal Constitucional italiano, Gustavo Zagrebelsky, analizan la evolución de Italia y la UE en los últimos tiempos. El coordinador de la charla entre ambos, Geminello Preterossi, catedrático de Filosofía del Derecho en Salerno, abre el fuego: “Lo de Europa ¿os parece un caso de élites en conflicto o un caso de oligarquía única? ¿Hay élites nacionales en conflicto con una predominante (la alemana) o hay una oligarquía europea?”. Dan por hecho que la UE, como democracia, tiene mucho que mejorar, ya que se trata de un “sistema supranacional”, que funciona a partir del consenso estatal, con el agravante de que algunas decisiones las toman instituciones no elegidas por nadie, por ejemplo, el Banco Central Europeo, y por tanto fuera de control democrático.
Pero hay más: aunque los Estados disponen del derecho de veto, en la práctica han visto debilitado su poder al haber perdido la capacidad financiera. Los poderes del Estado, recuerdan Canfora y Zagrebelsky, son dos: el económico y el ejercicio de la violencia. El primero ya no es estatal. De modo que “los verdaderos lugares del poder se han sustraído a la visión”, lo que significa “que sabemos de la existencia de instituciones y lugares, pero no los podemos alcanzar porque a nosotros no nos responden”. En el presente, se ha limitado la soberanía a favor de los centros de poder financieros que controlan las deudas que sí son estatales. La amenaza de Polonia y Hungría de vetar el presupuesto comunitario que incluía ayudas y préstamos por un importe de 750.000 millones de euros fue fácil de doblegar. Bastó explicarles que, debido a su deriva autoritaria, se quedarían sin unas subvenciones que podían sortear con facilidad los controles del Parlamento europeo, por supuesto, pero también los estatales. A cambio recibieron garantías de que las investigaciones sobre su autoritaritarismo serán tan largas que la resolución no se producirá nunca en la misma etapa de mandato.
Alimentando a los pobres / WILHELM GAUSE
La pérdida del control sobre la propia economía deja a los estados sólo dos campos de actuación: los asuntos sociales y el mantenimiento del orden público que garantice, entre otras cosas, el sometimiento a los poderes financieros, incluida la prioridad de la devolución de la deuda. El problema principal es que la Unión Europea no ha acometido nunca una política de reequilibrio real. Los poderes financieros e industriales siguen estando en el Norte rico, mientras que el Sur se ha ido consolidando como un espacio agrícola y de ocio, con menos valor añadido y, en no pocos casos, con empresas controladas por inversores extranjeros que, en general, no reinvierten los beneficios sino que los repatrían, acentuando las diferencias. Además de un mercado para los productos del Norte.
La deuda nacional, por otra parte, no se concentra sólo en el sector público sino que alcanza al privado. Algunas empresas aprovecharon los estímulos en forma de créditos blandos, no para renovar el tejido empresarial o acometer nuevas líneas de producción, sino para recomprar sus propias acciones y elevar así su cotización en bolsa o adquirir a competidores por la vía de la compra o la fusión. El resultado es un endeudamiento generalizado difícil de saldar, lo que incrementa las distancias entre los propietarios de los préstamos (el Norte rico) y los pobres del Sur, acentuando las diferencias.
No es casualidad que empiecen a surgir voces, incluso entre economistas moderados, que defiendan algún tipo de condonación de la deuda. Tal es el caso del canadiense William R. White, que presidió el Comité de Revisión Económica de la OCDE entre 2009 y 2018. White sostiene que habrá que abordar el asunto porque hay países que no podrán pagar. Una propuesta que topa con una dificultad: poner de acuerdo a los acreedores y a los que tienen que pagar (y carecen, en general, de medios para hacerlo). Una opinión compartida por el economista británico Michael Roberts.
Efectos del buen gobierno en la ciudad (1338), un mural de Ambrogio Lorenzetti para el Palazzo de Siena
Paul Demarty, filósofo y colaborador de diversos medios cercanos al sector marxista del Partido Laborista, sostenía hace unos días en un texto publicado en Sin Permiso que “la unidad europea es todavía posible, pero la capacidad de la burguesía para promoverla parece agotada”. En su opinión, “la burguesía europea logró crear un bloque comercial unido; consiguió dotarlo de instituciones políticas, que funcionan bastante bien en su particular opacidad. Pero fracasó a la hora de dar el salto para convertirse en una verdadera potencia mundial” debido a la falta de capacidad militar y de “una cultura política unificada”, de modo que “las fuerzas centrípetas –la ambición de recuperar el liderazgo global perdido frente a los estadounidenses en el siglo XX, la profundización de los vínculos económicos entre los Estados– son superadas por las centrífugas: la divergencia de intereses entre los estados miembros, la falsa solidaridad durante la crisis financiera y el surgimiento de una reacción antiliberal”.
En un sentido muy similar se expresan Canfora y Zagreblesky al señalar que durante un tiempo hubo “también una idea de Europa política, de Europa cultural, de tercera fuerza entre los grandes bloques. En suma: completar lo que era el proyecto inicial, yendo más allá de las formas de cooperación en materia de energía (Euratom, Ceca), de libre circulación de mercancías, de personas, de profesiones. Cuando tengamos una economía común –se pensaba entonces– eso llevará naturalmente consigo también la dimensión política”. No ha sido de momento así, aunque las partidas aprobadas para el periodo posterior a la pandemia junto al presupuesto de la Unión abren la puerta a la esperanza. De hecho, el Brexit parecía augurar el inicio de una fase de disolución para la UE. “Los ideólogos partidarios del Brexit apostaron a que éste pincharía el globo de la UE, desatando las contradicciones entre los estados restantes. Eso ciertamente no ha sucedido”, escribe Demarty.
Xilografía que representa a los vendedores de indulgencias (1510)
Aunque no conviene engañarse. Un reciente reportaje de Ana Carbajosa en El País sobre la pobreza en Alemania ponía de relieve que también en el Norte hay pobres. La última reforma de las pensiones alemanas, aunque menos drástica que la exigida a Grecia, pero similar a la que se está sugiriendo a España, ha generado la existencia de cada vez más jubilados cuyos ingresos están en el límite del umbral de la pobreza. Hay un verso de Bertold Brecht que explica estos hechos y es que tras la crisis (él hablaba de la guerra) “entre los vencidos, el pueblo llano pasaba hambre. Entre los vencedores, el pueblo llano la pasó también”.
Habrá que ver si en el futuro los pueblos llanos de los Estados son capaces de imponerse a las élites económicas, porque, como dice Zagrebelsky “uno de los elementos de nuestra civilización es el Estado social, realizado en el tiempo gracias a las luchas obreras y sindicales, que no solo han creado instituciones públicas de bienestar sino que han alimentado una auténtica tradición cultural propia. Lo que está ocurriendo es el desmantelamiento, en nombre de un liberalismo ilimitado y de un individualismo de la conveniencia, precisamente de estas bases tradicionales de Europa. Si perdemos esto ¿por qué razón deberíamos realizar una unidad política? ¿Qué sentido tendría? Europa tiene sentido si mantiene con firmeza las razones históricas de sus diferencias y las ofrece en el contexto internacional como una aportación original”. ¡Ah la cuestión del sentido! Los filósofos llevan siglos buscándolo y aún no lo han encontrado.