Manual de recetas contra el populismo
El mejor antídoto para combatir los populismos, sobre todo los soberanistas, es velar por la calidad democrática de las instituciones y elegir a gobernantes honestos
27 septiembre, 2020 00:10Si tras el exitoso golpe bolchevique en Rusia y la marcha fascista sobre Roma el totalitarismo aparecía como la ideología ascendente del siglo XX, lo mismo podría decirse ahora del populismo. Y no solo por los buenos resultados electorales de movimientos que pueden calificarse así en Italia, Francia, Austria o Holanda, o el desarrollo de fenómenos sociopolíticos como el Brexit, el procés en Cataluña o los chalecos amarillos, imposibles sin el profundo cuestionamiento desde hace más de una década de la democracia deliberativa y consensual.
Lo realmente determinante es que han llegado al poder líderes populistas en países con una larga tradición democrática como Estados Unidos o Reino Unido. A los casos de Donald Trump (cuya reelección no hay que descartar, incluso mediante un autogolpe si pierde las elecciones) y Boris Johnson (que pretende ahora nada menos que romper de forma unilateral el acuerdo firmado por él mismo con la Unión Europea), hay que añadir los gobiernos de Bolsonaro en Brasil, de Modi en la India, de Orbán en Hungría o de Kaczynski en Polonia. Finalmente, no podemos olvidarnos de regímenes como los de Maduro en Venezuela, Erdogan en Turquía o Putin en Rusia, que funcionan ya con una lógica institucional plenamente populista, es decir, han desarrollado cambios constitucionales para garantizar que su poder sea prácticamente irreversible bajo una cobertura plebiscitaria.
La extraordinaria importancia de esta cuestión se ha reflejado en un auténtico alud de investigaciones y ensayos, que no cesa de aumentar cada año, tanto para desentrañar los resortes de su avance electoral y comprender el ciclo político del populismo, como para denunciar sus enormes peligros para el Estado de Derecho, la separación de poderes, y el respeto a las libertades individuales y públicas. La crítica más habitual a los regímenes populistas es tacharlos de “democracias iliberales”. El problema es que esta perspectiva es insuficiente porque, como señala Pierre Rosanvallon en un novísimo ensayo titulado El siglo del populismo (Galaxia Gutenberg), “los cantores del populismo rechazan explícitamente esa democracia liberal como reductora y confiscatoria de una democracia auténtica”. Así pues, la denuncia de iliberalismo contra el populismo no es eficaz porque tanto para Vladimir Putin como para Viktor Orbán la democracia “no es necesariamente liberal”, brindando como alternativa la llamada democracia soberana.
El prestigioso profesor del Collège de France, que tiene a sus espaldas una sólida y profusa reflexión sobre la construcción histórica de las democracias modernas, nos invita a tomarnos en serio el populismo y a refutarlo en el terreno mismo de la crítica democrática, en lugar de sobre el eje liberal/iliberal. De lo contrario, afirma, podría ocurrirnos lo mismo que a los opositores republicanos franceses que denunciaron con razón pero sin éxito el régimen de Napoleón III por liberticida, es decir, por su recurso al plebiscito, a los baños de multitudes y a presentarse como la representación y encarnación del pueblo.La inteligencia de esos opositores, escribe Rosanvallon, “no estuvo a la altura de su indignación”, y el nuevo Bonaparte no hubiera perdido el poder –plebiscitado en dos ocasiones– sin la humillante derrota militar de Francia frente a Prusia en 1870.
Rosanvallon frente a Laclau y Mouffe
Por ello propone realizar “una crítica profunda de la teoría democrática que estructura la ideología populista” y ofrecernos al final del libro un esbozo de alternativa para construir una sociedad democrática. Lo que hace diferente su análisis de otras perspectivas es que no considera el populismo como una patología de la democracia, una desviación respecto a un modelo acabado, o una mera expresión de un desencanto político o de las fracturas sociales contemporáneas, sino como una verdadera propuesta política, con fuerza y coherencia.Rosanvallon reconoce que en otros trabajos cayó en un análisis reduccionista que ahora rectifica. Y para ello lo primero que hace en este nuevo ensayo es ordenar sus elementos teóricos al tratarse de una ideología que, afirma, no ha sido formalizada, lo que permite poner y quitar la etiqueta de populista a conveniencia en el debate público, generando así una gran confusión terminológica.
Ernesto Laclau
A diferencia de las grandes propuestas de la modernidad (liberalismo, conservadurismo, fascismo, anarquismo, socialismo o comunismo), que cuentan con una lista de reconocidos autores que analizaron las condiciones sociopolíticas de su tiempo y sistematizaron sus propuestas de futuro, este no es el caso del populismo. Para Rosanvallon, los interesantes trabajos de conceptualización que desde la izquierda han hecho Ernesto Laclau y Chantal Mouffe, que en España han sido los faros ideológicos de Podemos, no alcanzan a estructurar la totalidad del pensamiento populista, teniendo en cuenta además que la extrema derecha no dispone de autores equivalentes. Se trata pues de una ideología insuficientemente desarrollada, no porque sea blanda o débil, sino porque “no les ha parecido necesario a sus propagandistas”, ya que el votante populista es más sensible “a los gritos de enojo y a las denuncias vengativas que a los argumentos teóricos”, concluye.
Pierre Rosanvallon / BENEDICTE ROSCOT (GALAXIA GUTENBERG)
Rosanvallon define el populismo como “una forma límite de proyecto democrático” sustentado en tres pilares. La democracia directa, con la multiplicación de referéndums de iniciativa popular. La democracia polarizada, con la denuncia del carácter no democrático de las autoridades intermedias no elegidas, la crítica al imperio del Derecho o a los tribunales constitucionales que limitan los poderes del ejecutivo y del legislativo.
Y, por último, la llamada a obedecer una concepción inmediata y espontánea de la expresión popular, el rechazo a la argumentación y a la deliberación, lo que pone patas el modelo liberal-parlamentario y desecha el papel autónomo de los medios de comunicación. En su disección del populismo, no se olvida de subrayar la importancia tanto del discurso nacional-proteccionista (pues soberanistas son todos los populismos), como del complejo sistema de emociones y pasiones que es en gran medida la clave de su éxito con el uso de significantes vacíos, que como la casta, el pueblo o los poderosos tienen una gran capacidad de indignación/movilización y permiten a su vez polarizar la sociedad entre ellos y nosotros.
Consejos ciudadanos a través de sorteos
Tras una compacta descripción de sus elementos teóricos y un interesante repaso a la historia de los momentos populistas en los siglos XIX y XX, principalmente en Francia y en América Latina, Rosanvallon emprende una severa crítica muy centrada en la cuestión del referéndum, instrumento académicamente ya muy desprestigiado como fórmula para superar la desconfianza hacia los políticos y revitalizar la democracia, siendo esta la parte menos novedosa del libro aunque bien sintetizada.
La elección fraudulenta (1754) pintada por William Hogarth
Al tiempo que examina todas las ficciones de la propuesta populista, principalmente la idea de pueblo uno, y denuncia el horizonte de la democradura, es decir, la irreversibilidad de esos regímenes, el autor va ofreciendo una serie de pautas de alternativas para “ampliar, complejizar y mejorar” la sociedad democrática.En paralelo es imprescindible el apunte crítico de Rosanvallon hacia la democracia mínima, aquella que se contenta con el respeto genérico a los derechos humanos, la libertad de expresión y la elección de sus dirigentes por sufragio universal. El riesgo de esta democracia, mayoritaria hoy en día y de signo inequívocamente liberal, es que derive en una oligarquía de poder, “un sistema concurrencial en el que los empresarios políticos operan sobre los votos para conseguir poder de decisión”, como ya señaló Joseph Schumpeter en Capitalismo, Socialismo y Democracia (1942).
Sin asumir la imperfección y los vicios de la democracia liberal-parlamentaria no se puede entender la fuerza de la contrapropuesta populista, y es imposible ahondar en una alternativa para “construir una sociedad democrática fundada en principios aceptados de justicia distributiva y redistributiva, una sociedad de iguales”, afirma Rosanvallon. A esto dedica las páginas conclusivas del libro con propuestas bien orientadas, algunas algo ingenuas y deliberadamente genéricas al formar parte de su programa de futuras publicaciones.
En esencia, su receta es multiplicar y complejizar los procedimientos y las instituciones democráticas, para pasar de una democracia de autorización a una democracia de ejercicio. Propone, por ejemplo, introducir elementos de democracia interactiva, experimentar con “dispositivos permanentes de consulta, información y rendición de cuentas”, o con la formación de consejos ciudadanos a través de sorteos. Pero más allá de esas propuestas reivindica los principios de autoridad, legitimidad y confianza como condición para el buen gobierno, valores que deben impregnar no solo el poder ejecutivo y legislativo, sino el conjunto de las instituciones no elegidas electoralmente, como la magistratura o la administración.
Rosanvallon, como ya trató en Legitimidad democrática (Paidós, 2010), defiende su carácter democrático siempre que se cumplan las exigencias de imparcialidad, estatuto transparente de su funcionamiento y calidad técnica en la elección de los miembros, o sea, sin interferencias perversas de los intereses políticos. Pues bien, cuando en nuestro país sigue pendiente la renovación de tantas instituciones y organismos del Estado, desde el CGPJ hasta RTVE, pasando por el Defensor del Pueblo, los partidos deberían darse cuenta de una vez que alejándose del principio del buen gobierno no solo dañan gravemente su legitimidad, dando un espectáculo bochornoso que produce desazón en la ciudadanía, sino que con ello refuerzan poderosamente las razones del populismo. Y es que el mejor antídoto para combatir la ideología ascendente del siglo XXI, para tomársela realmente en serio, es velando por la calidad democrática de las instituciones y eligiendo a gobernantes honestos y competentes.