Democracias

El rastreador, ese animal mitológico

21 septiembre, 2020 00:00

Cada desgracia trae bajo el brazo su propio diccionario, en una suerte de burla del famoso dicho que adjudica al nacimiento una hipotética prosperidad --el pan de los antiguos, un alimento con nombre de dios agrario-- que no siempre se cumple. El lenguaje cambia para designar nuevas realidades que todavía nos parecen irreales, pero las calamidades humanas son esencialmente las mismas desde hace muchos siglos. Esta pandemia, que comenzó con el concepto de confinamiento, en lugar de encierro, y ha seguido con la utilización del término "Covid" (para designar a un virus que es como una corona de espinas), usa ahora, en su teórica segunda oleada (en realidad es la primera, expandida), el concepto de rastreador para identificar a aquellos que deberían controlar y prevenir la expansión de los contagios. No es un mal nombre en términos expresivos, pero, como suele suceder con el idioma políticamente correcto, que es lo opuesto a la expresión natural, no se corresponde con los hechos. 

Oficialmente, España está llena de rastreadores. No sé si ustedes conocen a alguno, pero a estas alturas del partido --que vamos perdiendo-- da la impresión de que un rastreador es como el unicornio de las fábulas: un ente ficticio que, aunque debería, no existe. Los rastreadores son como los inspectores de trabajo: haberlos, haylos, pero rara vez se topa uno con alguno, salvo que en un artículo (como éste) haga constar su inexistencia, en cuyo caso brotan de debajo de las piedras para justificar su nómina pública. Entre el supuesto ejército de rastreadores, no lo dudamos, pero tampoco podemos darlo por cierto --es lo que tiene la costumbre de pensar-- seguro que hay voluntarios bienintencionados que se sacrifican por los demás y médicos de atención primaria, donde ahora se concentra el espanto de ver cómo el derecho a la sanidad pública se viola todos los días (con sus noches). Desde aquí nuestro aplauso. Estamos seguros de que hacen lo que pueden a título personal. 

Lo que ya no tenemos tan claro es que se trate de una milicia --como nos la presentan los políticos-- ni que esté logrando controlar el desastre que es la gestión (autonómica) de la pandemia. En Cataluña el Govern los buscaba desesperadamente y en Andalucía, donde las derechas reunidas presumían hasta hace apenas unos meses de su ejemplar gestión de la pandemia, la investigación (inexistente) se la han adjudicado a los facultativos de familia, que no son suficientes ni pueden hacer de detectives. Lo mismo, con variantes, sucede en Madrid. Allí este trabajo ha sido encargado, por supuesto, a empresas privadas. El ascenso de contagios, que en la capital de España supera todos los registros europeos, evidencia que --si existen-- desde luego no son suficientes ni han servido para impedir la expansión del coronavirus. 

Como es habitual en España, la cuestión ha degenerado en esperpento: presidentes autonómicos compitiendo por decir que tienen más rastreados que los demás, como si esto sirviera para algo. Ayuso, Torra o Moreno Bonilla, en ocasiones, ven rastreadores (que en realidad no tienen). Lo decimos con la sonrisa (impertinente) de los entierros, porque estamos viviendo un holocausto --más muertos, más contagios, más ruina, el derrumbe de España tal como las conocíamos-- sin que nuestros gobernantes --y nos sobran-- sepan hacer otra cosa diferente a relativizar la tragedia, manipular estadísticas, esconder el contagio comunitario, culparse mutuamente una y otra vez (sin dimitir por incompetentes) y, al cabo, politizar lo que no debería politizarse: la vida, en su más amplia expresión. 

¿Qué es lo que estamos haciendo mal para tener los peores datos de la pandemia del mundo? Cada uno tendrá su opinión, por supuesto. La nuestra es que vivimos en un país donde, desde el atrio del Congreso o el micrófono del correspondiente parlamento regional  hasta la puerta del ambulatorio absolutamente nada funciona bien. Lamentamos desagradar a los que, en mitad de la tempestad que nos inunda por todas partes, necesitan un rayo de luz o una concesión al optimismo. No nos sale. Probablemente porque para poder levantar el ánimo tendríamos que volvernos ciegos, sordos y tontos. Y por ahí no pasamos. 

Nos sabemos mortales, pero preferimos irnos al otro barrio pensando por nosotros mismos en lugar de como ingenuos corderos, agradecidos a unas instituciones que están dirigidas por tipos a los que la salud y el porvenir de la gente le importa sencillamente una higa. No tuvimos mascarillas a tiempo, carecemos de suficientes pruebas PCR y los rastreadores o no rastrean o no existen. Para el caso, viene a ser exactamente lo mismo. Desde luego, no es para estar muy orgullosos.