Ray Bradbury
Ray Bradbury: prosas y cuentos sobre el presente
Páginas de Espuma reúne, en una edición a cargo de Paul Viejo con traducción de Ce Santiago, una antología de la narrativa breve del escritor norteamericano, que anticipó los peligros de la tecnología y vaticinó todos los miedos de la modernidad
Si hubiera que definir de alguna manera la figura de Raymond Douglas Bradbury (1920-2012) cabría acogerse a esa eficaz ley de la paradoja que comparten todas las galerías de retratos invertidos, donde los protagonistas de los lienzos son inmortalizados desde un ángulo imprevisto e inesperado. Bastaría, en su caso, decir que fue un prodigioso constructor de mitologías, algo así como un equivalente al poeta británico Robert Graves, con la única diferencia de que en sus libros los dioses son fantasmas, marcianos y criaturas nacidas de una extraordinaria capacidad de invención que, en lugar de sacarnos de este mundo, nos devuelven a él transformados, tras un rodeo que puede llevarnos al espacio exterior o hacernos subir de nuevo la escalera de la casa en la que crecimos, donde el interruptor de la luz está a mitad de camino y, al fondo, tras el último escalón, nos espera la sombra de uno de esos monstruos que atormentaban nuestra infancia.
Bradbury no es un autor. Es una constelación de estrellas. Una galaxia entera. De forma que sus cuentos, que acaba de reunir Páginas de Espuma en una de sus maravillosas colecciones integrales de narrativa breve, tienen la geografía de la vía láctea. El capitán de la nave que surca este universo literario es el editor Paul Viejo, a quien Juan Casamayor, el director del sello madrileño, encomendó la tarea de armar la antología más completa en español de las short stories del autor de Illinois.
Ray Bradbury en su despacho
La tarea no era sencilla porque, además de por la cantidad –“escribo un relato por semana y lo hago todas las semanas”, decía el escritor norteamericano– su narrativa corta toca registros divergentes, se camufla bajo títulos distintos, habita en distintas colecciones y, sobre todo, fue objeto de abundantes revisiones por parte de su autor. Igual que Bob Dylan, Bradbury pensaba que la versión publicada de un cuento –generalmente en una revista– no era más que una más de todas las posibles y, por tanto, éstas podían ser objeto de transformación permanente.
Toda una declaración de principios que hace muy compleja la tarea de editarlo, porque, en estricta filología, la primera misión de un editor es fijar el texto del autor con el que va a trabajar. Bradbury, que se educó a sí mismo leyendo en las bibliotecas públicas, publicó su primera colección de relatos –Dark Carnival (Arkham House, 1947)– en un sello de Sauk City, (Wisconsin) con una tirada de 3.112 ejemplares. En 1955 reunió sus cuentos de terror en The October Country (Ballantine Books). Dos libros distintos, con títulos diferentes y con ¡los mismos cuentos!, pero reelaborados de nuevo.
'Dark Carnaval'
¿Estamos ante una broma colosal? ¿Acaso era una hábil treta comercial para vender dos veces lo mismo? No. Se debía a otra cuestión: la poética de Bradbury. Y decimos bien: la idea que tiene del arte de la literatura el autor norteamericano, uno de los escritores donde mejor se funden la alta y la baja cultura, se canaliza a través de determinadas convenciones de género –la literatura fantástica, el relato de terror, la ciencia ficción– pero no abandona ni un momento la noble tradición de las letras.
Entre ambos títulos –ocho años de distancia los separan– Bradbury no había dejado de escribir material nuevo. En ese tiempo reunió ocho de sus cuentos en sus famosas Crónicas Marcianas (1950), –“una serie de ideas extrañas, nociones, fantasías y sueños que había tenido a los doce años”–, compendió sus incursiones en el campo de la especulación tecnológica en The Illustrated Man y había redactado, en máquinas de alquiler de la biblioteca pública, su obra maestra: Fahrenheit 451, una novela sobre la memoria, la cultura y la capacidad de la literatura para explicar lo humano.
'The Illustrated Man'
No es que su creatividad se hubiera extinguido –más bien sucedía todo lo contrario–, sino que adaptaba lo que había escrito a lo que, en ese momento, estaba escribiendo. Más que una autoenmienda, su proceso de escritura sin fin partía de la aceptación de que, en arte, las cosas cambian y las obras evolucionan. Durante toda su trayectoria como escritor, Bradbury nunca dejó de escribir cuentos. La crítica cifra en 450 sus piezas originales, aunque, si se incluyen en este cómputo las reelaboraciones, sus relatos superan de largo el medio millar. Esta edición de Páginas de Espuma, ilustrada por Arturo Garrido, recoge algo más de un centenar, ordenados con criterio cronológico, lo cual resulta todo un acierto porque ayuda a los lectores a hacerse una idea precisa del work in progress que es toda su obra literaria.
Las variaciones conviven aquí con las recurrencias. También éstas son apreciables en la selección de Paul Viejo. Historias de misterio, fábulas fantásticas, piezas realistas, situaciones cargadas de poesía, metáforas sobre el aislamiento, cuadros grotescos y –lo que no deja de ser asombroso– augurios muy certeros sobre muchos de nuestros miedos contemporáneos, enunciados con más de medio siglo de anticipación. Bradbury, en este sentido, es un absoluto pionero. Y una referencia para autores tan distintos como Jorge Luis Borges o Stephen King.
Número de la revista 'Weird Tales' dedicado a Ray Bradbury
Una de las razones de esta versatilidad es su capacidad –visible en esta antología– para emocionar a los lectores a través de los cauces de la fantasía. La suya es una irrealidad humanista. Véase a este respecto el relato ‘The Homecoming’, escrito para una revista de moda –Mademoiselle– donde hace una honda meditación sobre la adolescencia bajo la apariencia de un cuento de vampiros. Por supuesto, sus comienzos como escritor no fueron fáciles: muchos de sus relatos proceden de revistas pulp como Weird Tales, Planet Stories o Amazing Stories.
En apariencia, son simples narraciones de subgénero, hechas para entretener y atrapar a unos lectores no excesivamente finos, pero Bradbury las aprovecha para introducir –al margen de la peripecia– nuevas capas de sentido, como sucede en ‘El lago’, la trágica historia de una chica que ahogó en el lago Michigan.
'The October Country'
La creatividad del escritor norteamericano no es fruto sólo del hedonismo. Hay un método en su escritura. Zen in the Art of Writing (1989), un volumen misceláneo dedicado al oficio literario, recoge sus hallazgos sobre esta cuestión. Aquí dice, por ejemplo, que el arte es una herramienta de supervivencia que nos recuerda que estamos vivos, o enuncia la famosa lección de la lagartija: hay que escribir sin pararse a pensar ni preocuparse en exceso por el estilo, el tema o el tono, guiado únicamente por la pulsión de contar. “En la rapidez está la verdad”.
Sus fuentes de inspiración son sencillas: la vida –comenzando por la suya– y los libros (que tratan, a su vez, de la vida de los demás). A Bradbury escribir no le suponía esfuerzo o sufrimiento. Siempre fue un acto gozoso. Pero esto, claro está, no significa que su narrativa breve sea como las luces de una verbena. Incluso en sus historias más divertidas siempre late un trasfondo melancólico, sentimental, esa extraña vibración que es la emoción. En ‘La pradera’, un relato escrito en 1950, imagina cómo sería el cuarto de juegos de un niño del futuro. Y lo describe lleno monitores de televisión por las paredes y en el techo. “La ciencia-ficción retrata la realidad y el género fantástico se ocupa de lo que es irreal”. Toda una radiografía de nuestro presente.
Los 'Cuentos' de Ray Bradbury