El dramaturgo italiano Carlo Goldoni (1707-1793) declara un soneto ante los miembros de la Colonia Alfea en el Jardín Scotto de Pisa.

El dramaturgo italiano Carlo Goldoni (1707-1793) declara un soneto ante los miembros de la Colonia Alfea en el Jardín Scotto de Pisa. ANNIBALE GATTI

Letras

El Viaje a Italia de Moratín

Siruela recupera la crónica del viaje que el intelectual e ilustrado español, escarmentado, vencido y escéptico, a finales del seiglo XVIII a la península itálica, escrito con una prosa completamente moderna, sin los arcaísmos o la retórica de sus antecesores, limpia, fluida y cercana al habla

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El siglo XVIII español va emergiendo de las sombras, como las sucesivas Troyas de Schliemann. ¿Cómo es posible que época tan cercana hubiera sido de tal modo olvidada?” Julián Marías empezaba así, en 1983, un magnífico artículo titulado 'Moratín y la originalidad del XVIII español', incluido por cierto en un libro de homenaje a José Manuel Blecua. Marías destacaba ahí, con una insistencia y una convicción que nunca le abandonaron, la peculiaridad intransferible de los ilustrados españoles, situados, por así decirlo, en una tierra de nadie en la formación virulenta de la modernidad europea. Demasiado cauta y sensata para ser del todo revolucionaria y demasiado crítica y reformista para el gusto de nuestros inveterados ultramontanos, la generación de Jovellanos quedó en un limbo que tardó mucho en entenderse, precisamente por la imposición de unos dogmas que la propia modernidad había acuñado para definirse a sí misma. Cuando se decía que España no había tenido ni Ilustración ni Romanticismo se estaba cometiendo, como tantas otras veces, un error de óptica.

Y para Marías, la figura que mejor ejemplificaba ese error de perspectiva era Leandro Fernández de Moratín (1760-1828), a caballo entre la generación plenamente ilustrada y la romántica siguiente, la misma en la que coinciden “Walter Scott y los lakistas, Fichte, Hegel, Schleiermacher, los Schlegel, Novalis, Tieck, Beethoven, Napoleón, Maine de Biran, Chateaubriand, Senancour, Benjamin Constant”. Bajo la pátina neoclásica de Moratín, latía ya una pulsión netamente romántica. La tragedia de su vida habría sido su decepción tanto de la Revolución francesa –la misma que experimentó otro romántico temprano como Hölderlin, también escindido entre dos épocas– como por la incurable discordia española desde la Guerra de Independencia. “El mérito principal de Moratín”, decía Marías, “está en que supo reconocer el carácter reaccionario de ambos extremismos, que no fue capaz de identificarse con uno de ellos en vista de que el otro le parecía lamentable o se movilizaba contra él personalmente. Es un hombre del siglo XVIII, un ilustrado escarmentado, vencido, escéptico, pero que no se rinde del todo: aunque ya no espere el triunfo de la razón, no puede renunciar a tener razón”.

Leandro Fernández de Moratín (1799), retratado por Goya.

Leandro Fernández de Moratín (1799), retratado por Goya.

El principal problema de la posteridad de Moratín estribaba, según Marías, en que lo mejor y más original de su producción no había que buscarlo en su teatro sino en su obra póstuma, la que recogía sus cartas, sus diarios y sus notas de viaje, justamente el ámbito donde, podemos añadir nosotros, mejor se expresaba esa incipiente subjetividad romántica, gracias “a un estilo literario que anticipa lo que será la mejor literatura española del siglo siguiente, con jalones en Bécquer, Valera, El sombrero de tres picos y el 98”. Pero lo malo era que casi nadie había leído a ese Moratín, muy poco divulgado y estudiado, una carencia que incomprensiblemente ha llegado intacta a mi generación. De ahí el acierto y la oportunidad que Siruela ha demostrado rescatando su Viaje a Italia, con un estupendo e incitador prólogo de Juan Claudio de Ramón, compañero en estas excursiones.

Escrito entre 1793 y 1795, tras haber presenciado consternado su autor el asalto a las Tullerías, el Viaje a Italia, costeado por su protector Godoy, se insertaba en una tradición que empezaba ya a saturarse. Desde el siglo XVII, eran muchos los escritores que habían dado cuenta del Grand Tour en diarios y crónicas, con Sterne, Goethe y muy pronto Stendhal como hitos canónicos. Moratín le va a dar al género su particular impronta, con un punto de vista, un sentido del humor y, sobre todo, un estilo genuinos y admirables. La prosa de Moratín es ya completamente moderna, sin rastro de los arcaísmos o la retórica que tantas veces había lastrado a sus antecesores, limpia, naturalmente fluida, cercana, como la de Cervantes, al habla, tan precisa en la descripción de personajes y paisajes como vigorosa y dúctil en la especulación y la reflexión crítica.

'Viaje a Italia'

'Viaje a Italia' SIRUELA

No deja de sorprender que Moratín no haya figurado nunca entre los grandes renovadores de la prosa española. En el siglo XX fueron muchos, de Benet a Ferlosio o Gil de Biedma, los que denunciaron las disfunciones estilísticas que había sufrido la lengua, para ellos excesivamente inflamada de lírica o de costumbrismo castizo. Y este Viaje de Moratín es un ejemplo perfecto de buena prosa emancipada de la poesía y de cualquier encasillamiento de género. Tampoco Josep Pla, siempre a la caza de buenos modelos de prosa fría, se fijó nunca en Moratín. No hay, al menos, ninguna referencia a él en el vasto y magnífico Diccionario Pla de literatura que compiló Valentí Puig. Así que Marías tenía toda la razón. Hay ahí un descuido que en buena medida está pendiente de saldar.

Moratín empieza su viaje en Dover para cruzar el canal y visitar primero Colonia, Frankfurt, Friburgo o Zúrich. Esta es tal vez la parte más vivaz y despreocupada del libro, porque Moratín aún no se ve en la obligación de escribir como granturista y dar cuenta de todos los tesoros de Italia. Su capacidad de observación, su juicio y su destreza descriptiva son en todo momento persuasivos. Se nota que lleva la atención muy afilada, consciente de las transformaciones que se están experimentando en aquella Europa al final de una era. Es característico de su proceder una especie de travelling con que barre las ciudades que visita, mezclando en un mismo párrafo, con gracia y habilidad, la pintura, la censura y la anécdota personal:

Caída del Rin en Schaffhausen

Caída del Rin en Schaffhausen WILLIAM TURNER

Schaffhausen, ciudad pequeña, pobre y puerca, situada entre montes; la baña el Rin por la parte del sur. Las casas blanqueadas con yeso o pintadas por el estilo de los tapices, con figuras colosales o medallones, donde vi a Menelao y a Marco Antonio y a Pirro y a Elena y a Cicerón y otros personajes de la edad pretérita; otras hay con adornos de piedra pesados y ridículos. Muchas tiendecillas sucias y oscuras, comercio de bayetones, sargas, juguetes de madera, quincallería, sombreros ordinarios, peroles, tachuelas y otros artículos de poco valor. Muchos carros, trajes sencillos, sin asomo de lujo ni superfluidad. Fui a una casa de baños, entré en una pieza donde había hasta seis u ocho, comencé a desnudarme; entraron dos mujeres y empezaron a despojarse también; me metí en mi baño y ellas en el suyo, ¡qué costumbres! Fui por la tarde a ver la famosa cascada que llaman comúnmente la Caída del Rin, distante de Schaffhausen poco más de media legua. El río, que hasta allí camina claro y sosegado entre los montes que le coronan, se precipita de repente, con estruendo espantoso casi perpendicularmente desde unos setenta pies de altura, formando una espuma blanquísima y arrojando al aire parte de sus aguas, reducidas a un polvo sutil que parece harina cuando el sol da de frente”.

Ya en Italia, Moratín recorrerá todo el país, dejando maravillosas estampas del norte –Lucerna, Lugano, Milán, Turín–, de la Toscana –Florencia, Siena–, así como de Bolonia, Roma o Nápoles. Además de registrar y enjuiciar las obras de arte que se encuentra en palacios e iglesias, Moratín demuestra un interés profesional en el teatro y la ópera, que a menudo compara con lo que en ese momento se está haciendo en España. En Nápoles, por ejemplo, hace una divertida y demoledora crítica del éxito de las óperas bufas y, en general, de la preponderancia de la música sobre la poesía. Y ahí se manifiesta el Moratín más aceradamente ilustrado, cercano al Kant que había descrito la música como mehr Genuss als Kunst (“más deleite que arte”): “Ya sea en el género cómico, ya en el heroico, todos los artificios de la música parecen dirigidos a destruir la ilusión teatral. ¿Cuándo se habrá podido creer que la verosimilitud no sea el alma de la imitación escénica? ¿Quién dudará que este es el gran precepto que debe observarse, y que todos cuantos enseñan la poética y la razón se comprenden en este solo?”.

También en Nápoles, Moratín refiere sin titubeos ni disimulos la miseria que ve, con una crudeza que recuerda a lo que serán las pinturas negras de su amigo Goya, que pronto iba a hacerle su primer retrato. Hablando de los mendigos, consigna:

“No hay idea de la hediondez, la deformidad y el asco de sus figuras, unos se presentan casi desnudos tendidos en el suelo boca abajo, temblando y aullando en son doloroso, como si fuesen a espirar; otros andan por las calles presentando al público sus barrigas hinchadas y negras hasta el empeine mismo; otros, estropeados de miembros, de color lívido, disformes o acancerados los rostros, envisten a cualquiera en todas partes, te esperan al salir de las tiendas y botillerías”.

Y ante ese espanto, enseguida le pueden el espíritu reformista y la conciencia social:

“Cuando se ve tanta mendiguez, y al mismo tiempo se considera que apenas habrá corte alguna en Europa que tenga más establecimientos de caridad, más hospitales y hospicios que Nápoles, no es posible menos sino que se diga que el sistema de administración es el más absurdo en esta parte y que el origen de tal abandono existe en la ignorancia o el descuido de los que mandan, sin que la multitud de fundaciones de esta especie sea el medio oportuno de corregirle”.

Mapa francés de la bahía de Algeciras con Gibraltar (1727).

Mapa francés de la bahía de Algeciras con Gibraltar (1727).

Moratín terminó el viaje volviendo a España por Algeciras. La edición se cierra con los apuntes que el autor dejó, esbozados, de su paso por Andalucía, con descripciones bastante severas de Sevilla y Córdoba y otras más amables de Écija. La mirada que tan bien había entrenado en el extranjero le sirve ahora para observar con imparcialidad el propio país. En La Carlota, “población pequeña, pero bien conservada y alegre”, uno de los pueblos nuevos creados por Carlos III, Moratín tiene una conversación con una vieja y escribe: “No es del caso poner aquí la conversación que tuve con una vieja porque nadie me ha de leer, pero, si los que mandan el mundo hablasen de cuando en cuando con viejas semejantes, a costa de algunos ahorcados prosperarían aquellas poblaciones y se enjugarían las lágrimas de muchos infelices”. No son menores, en la reconsideración de Moratín y en general de aquella generación de ilustrados españoles, una y otra vez vapuleados por la historia, ejemplos como este de decencia y dignidad aún en pie.