
'El mundo del Gran Gatsby'
El 'Gatsby' de Fresán
El escritor argentino analiza, cuando se cumple el primer centenario de su publicación en Estados Unidos, el sustrato, los personajues, el simbolismo, la génesis y la trascendencia de la gran novela de Scott Fitzgerald
“Porque todo Gatsby y El Gran Gatsby están construidos con esa materia soñada que es la de esa forma –tan interpretable y por lo tanto precisamente imprecisa– de sueño despierto que son los recuerdos”. Es esta una de las tantas reflexiones memorables y luminosas que pueblan El pequeño Gatsby (Debate), el ensayo en el que Rodrigo Fresán ha volcado la devoción de toda una vida de lector por la novela de Scott Fitzgerald que este año cumple un siglo. Y no podía haber mejor forma de celebrar el centenario del clásico que esta glosa poliédrica y fulgurante, a la vez crónica de la gestación de la obra, fina exégesis de su inapresable simbolismo, deconstrucción de su folletinesca trama, recreación de sus inolvidables personajes y personal homenaje de un adicto capaz de contagiar su ebriedad a nuevas generaciones.
Rebasados ya los sesenta años, Rodrigo Fresán ocupa un lugar difícil en el actual panorama literario. Too old for youth, too young at his age, parafraseando a Byron, Fresán estuvo en su juventud en la vanguardia de la renovación de la literatura de su país, siendo autor de una ópera prima, Historia argentina (1991), que inventó un nuevo lenguaje narrativo y exploró nuevas formas sincopadas de representación de una realidad mutante. Pero todos sus desafíos posmodernos –la absorción de la cultura pop, la frenética habilidad para combinar planos históricos, actuales y ficticios, una prosa que se retroalimenta sin cesar a sí misma– procedían de una asimilación radical y transgresora del corpus novelístico occidental como ningún otro autor de su generación había demostrado y problematizado con tanta ansiedad creativa.

Rodrigo Fresán Barcelona
Fresán ha hecho de su obra un espacio de interpretación infinita de su particular canon. Desde Melville, Hawthorne, Mark Twain o Henry James hasta Kurt Vonnegut –casi un pseudónimo suyo–, John Cheever, Bernard Mallamud, John Updike o Saul Bellow, la tradición anglosajona ha adquirido en la imaginación fresaniana un carácter orgánico genuino y sagrado. De alguna manera, Fresán ha hecho suya la búsqueda, por parte de tantos escritores estadounidenses, de The Great American Novel, esa ballena blanca, espectral y siempre fugitiva, que define un estado irrepetible y único de la imaginación novelística. Si en Europa la novela se dirige desde hace un siglo a una conclusión terminal, en América, en sus dos hemisferios, el género ha podido utilizar una herramienta secularmente probada –el español, el inglés– para imaginar un mundo siempre pendiente de su representación definitiva.
Y ahí es donde se sitúa esta meditación sobre El Gran Gatsby –la doble mayúscula es capricho litúrgico de Fresán–, que sintetiza de la mejor manera la vocación de toda una vida, así como una concepción de la filiación literaria desaparecida o en vías de extinción. Como ya había demostrado en sus ensayos –prólogos, artículos, conferencias– sobre otros autores predilectos, como Vonnegut o Cheever, Fresán tiene una especial habilidad, un instinto único, para detectar los momentos en que la literatura deja de ser técnica, imitación u oficio para convertirse en misterio. Su comentario a la epifanía final de 'Adiós, hermano mío' de Cheever, por ejemplo, se le queda a uno para siempre asociado a ese cuento como muestra de lo inalcanzable, de aquello que solo puede entenderse volviéndolo a leer una y mil veces, como un encantamiento.

'El pequeño Gatsby'
El pequeño Gatsby no deja de ser, de hecho, un testimonio más de esa admiración por algo incomprensible, un milagro inexplicable de la literatura al que se vuelve una y otra vez para constatar que no hay manera de saber cómo se hizo. Fitzgerald, por otra parte, fue ninguneado en vida por amigos y enemigos. El crítico Edmund Wilson lo humilló con su sadismo habitual, para luego convertirse en el apóstol de su posteridad. Y Hemingway, sabiendo que tenía mayor seguridad que su compañero, pero secretamente envidioso de su genio, solo empezó a elogiarlo de manera rotunda tras su prematura muerte. Como recuerda Fresán en una nota estupenda, Hemingway vio a Fitzgerald dotado del vuelo inconsciente de las mariposas. Es el charm con que lo describió también Raymond Chandler, según leemos en otra nota maravillosa: “La palabra es encanto: encanto como la habría usado Keats. Arte puro y cristalizado y completo... ¿Quién lo tiene hoy? No es cuestión de una escritura bonita o de un estilo claro. Es una especie de magia tenue, controlada y exquisita; esa que se consigue en los buenos cuartetos de cuerda”.
A lo largo de estas páginas, Fresán va dibujando las distintas constelaciones de la galaxia Gatsby con un profundo conocimiento tanto de la hermenéutica fitzgeraliana como de la cultura popular que orbita a su alrededor. Y en ese sentido, una de las observaciones que mejor ayuda a entender el enigma de la novela es su carácter inimitable e inadaptable, patente en las distintas y fracasadas versiones cinematográficas que de ella se han hecho así como en la influencia oblicua o incluso subliminal que la obra ha ejercido en tantas otras creaciones literarias o fílmicas:
“No es casual que la sombra de El Gran Gatsby se proyecte a lo largo de los años en varias de las mejores novelas de género en las que la amistad y la lealtad y la traición son temas y sentimientos principales: La llave de cristal de Dashiell Hammett, El largo adiós de Raymond Chandler (donde un escritor alcohólico tiene la sobriedad de brindar por Fitzgerald), El Caso Galton y Dinero negro del muy fan Ross Macdonald, El último beso de James Crumley, o la reciente An Honest Living de Dwyer Murphy son novelas inequívocamente gatsbyanascarrawayanas, del mismo modo en que un film como Casablanca tiene mucho de fitzgeraldiano”.

Detalle de la portada 'El Gran Gatsby', de Fitzgerald
El Gran Gatsby propuso una poética del desencanto en la sociedad americana de entreguerras, de la pérdida de la inocencia en un mundo que solo había contado con ella para salvarse de la intrascendencia y la banalidad. Inevitablemente, toda ficción posterior, hija de aquel tiempo cristalizado en sus páginas, debía ser deudora de su visión, puesto que “no hay segundo acto en las vidas americanas”.
Hay dos momentos, particularmente, en que la atención crítica de Fresán alcanza una altura admirable. Según cuenta, después de haber leído la novela cada año durante décadas, se ha fijado ahora por primera vez en una escena que termina convirtiéndose en trasunto de su propia pesquisa. Gatsby está junto a Daisy y presiente que “la posible realidad nunca estará a la altura de su imposible imaginación”. Allí y entonces, Gatsby le comenta a Daisy:
“Si no hubiera niebla, veríamos tu casa al otro lado de la bahía. Siempre tienes una luz verde que brilla toda la noche en el extremo del embarcadero”. Daisy lo coge del brazo, pero Gatsby, de pronto, parece muy absorto en lo que acaba de decir y, teoriza Nick, “Quizá se daba cuenta de que el sentido colosal de aquella luz acababa de desvanecerse para siempre. Comparado con la inmensa distancia que lo había separado de Daisy, la luz verde parecía muy cerca de ella, casi la tocaba. Parecía tan cerca como una estrella lo está de la luna. Y ahora volvía a ser una luz verde en un embarcadero. El número de objetos encantados había disminuido en uno”.
En el ensayo, la luz verde funciona como símbolo de lo inexplicable a la vez que ilumina aquello que Gatsby busca recuperar y que sabe que nunca volverá. Como dice Fresán, “Esa luz verde es la que simboliza ese pasado que se quiere repetir y en el que Gatsby creía; pero que, finalmente, no es otra cosa que el futuro orgásmico que año tras año retrocede ante nosotros”.
El segundo momento tiene que ver con ese “futuro orgásmico” que aparece en la célebre y mágica tirada final en la que Fitzgerald escribió sin saberlo su propio epitafio:
“Gatsby creía en la luz verde, el orgásmico futuro que año tras año se aleja ante nosotros. Se nos fue un día, pero no importa; mañana avanzaremos más rápido, abriendo más los brazos…Y una buena mañana.
Y así navegamos, los barcos contra la corriente, devueltos sin cesar al pasado”.
Al parecer, en su edición de la novela, Edmund Wilson corrigió, por su cuenta y sin pedir permiso, el orgastic (“orgásmico”) original por orgiastic (orgiástico), provocando muchos malentendidos en las traducciones y distorsionando la metáfora. ¿Pero puede haber adjetivo más preciso para ese futuro tantálico –inalcanzable y a la vez tangible– que “orgásmico”? Es otra prueba de que esta novela, como dice Fresán en otra nota, es “el regalo que no deja de regalar”. (Las notas de Fresán, como se ve, conforman un género en sí mismo).
Por último, cabe señalar que este ensayo señala el camino de lo que debería ser la divulgación literaria en este siglo. Pasada la época en que la crítica se sentía autorizada a dictar leyes universales e impersonales, es la hora del testimonio de los supervivientes.