Javier Cercas: materiales (narrativos) para una poética
El escritor extremeño, afincado en Cataluña, reivindicó en su discurso de acceso a la Real Academia de la Lengua un concepto de la literatura que devuelve a la escritura creativa un papel central como método de conocimiento del ser humano
“El estilo es el hombre mismo”, escribió el conde de Buffon el mismo día en el que, a pesar de saber que sería irremediablemente vencido por el tiempo, fue elegido uno más de los inmortales de la Academia Francesa (sin tener ni siquiera que presentar su candidatura). ¡Qué alarde tan colosal! Casi podríamos decir lo mismo –sobre el estilo– de la inteligente disertación, presentada a modo de manifiesto, con la que Javier Cercas, que es un extremeño catalán, o viceversa; español, en definitiva, ha entrado esta semana en la institución que custodia la lengua española, a la que el novelista define como “una congregación de lectores expertos”.
Mario Vargas Llosa, Pedro Álvarez de Miranda y Clara Sánchez (a la que le tocó contestar su discurso) le hicieron en su día de embajadores ante el sanedrín de la casona del Retiro, aunque cabría sostener a contrario sensu que también actuaron un poco como adorables embacaudores, pues no es escaso mérito convencer a un escritor sine nobilitate –nacido en un humildísimo pueblo de Cáceres y criado en Gerona; ambas periferias culturales– para que, al mismo tiempo, reivindique la soberana libertad de los escritores y los lectores y rinda honores a los académicos, que son por definición los prescriptores oficiales de la interpretación de las palabras.
Cercas, por supuesto, se sentía honrado y comprensiblemente encantado, a pesar de acudir como invitado a una (docta) casa para decirle a sus anfitriones lo mismo que Ortega y Gasset le espetó a los republicanos: “No es eso, no es eso”. El caso es que el novelista ya ejerce de académico, aunque en España, seguramente por la obstinación realista que caracteriza a nuestra literatura, tal condición no procure la eternidad, sino sólo un momento (institucional) de satisfacción o, por decirlo al modo de Roberto Arlt, uno de esos instantes epifánicos en los que uno se mira el dedo gordo de cualquiera de sus pies e, inexplicablemente, goza.
Cercas asume así la cátedra que no le dio la universidad en la que enseñó como profesor, pero sí le ha concedido la RAE. Y lo hizo con un discurso fiel a la pragmática de Georges-Louis Leclerc: unidad, orden y claridad. Fue elocuente, vehemente cuando era necesario e irónico cuando procedía. Y, sobre todas estas cosas, ya de por sí notables, fue él mismo. Fiel al método de defender el punto ciego de las novelas –sobre el que escribió un maravilloso ensayo hecho con conferencias–, sin afectación, rindiendo honores a sus mayores (familiares y literarios) y conmemorando a su antecesor: Javier Marías, que le precedió en el noble sillón de terciopelo y maderas oscuras.
Decía Buffon que “escribir bien equivale a pensar, sentir y expresarse bien”. Y agregaba: “Solo el estilo puede salvar una obra del olvido porque el estilo no puede robarse ni transportarse”. Si algo acerca a Cercas al Parnaso, que es el monte de los poetas pero bien pudiera serlo también de los novelistas, es su teoría de la novela, al margen de las novelas mismas. Su primer discurso como académico –vendrán más y nos harán más sabios sin dejar de ser sencillos– fue una reivindicación del arte de relatar (que a veces consiste en marinear) construido con unos materiales (narrativos), historias sobre escritores, que permiten esbozar una poética. La defensa de una forma de escribir entre todas las posibles que existen. Y un acto de agradecimiento a sus lectores, que aceptan los libros que plantean preguntas y no contestan a ninguna por completo porque eso no es hacer literatura, sino practicar la catequesis.
En apariencia, el autor de Anatomía de un instante –su mejor obra– habló contra ciertas supersticiones y dogmas del mundo literario, la sacralización de la figura del autor (cuyo desenlace es el menosprecio del lector), la tesis falaz de que un libro con lectores no puede ser bueno y la utilidad del arte. Citó a sus grandes héroes literarios recordando que son los mismos de su juventud: Kafka, Borges, Joyce, Victor Hugo o Proust. Y no se olvidó a sus maestros, entre ellos al Molt Honorable Senyor Francisco Rico, del que acaso aprendiera que la literatura exige la polifonía de un coro que cante a dos voces porque sin tener lectores inteligentes es imposible hacer una obra maestra.
Al hablar de otros, igual que los clásicos, Cercas estaba hablando en el fondo de sí mismo. Era lo que procedía, desde luego, La defensa del escritor comprometido, que no es lo mismo que un escritor político o un propagandista, fue una reivindicación de su labor como articulista, incluyendo sus propios errores y caídas del caballo. Ningún escritor puede –ni debe– ser indiferente a lo que ocurre en su país o en su sociedad porque se convertiría etimológicamente– en un idiotes encerrado en una Torre de Marfil. Por eso no fueron prisioneros de sí mismos ni Kafka, de simpatías anarquistas; ni Borges, cuyo antiperonismo no es una anécdota, ni Joyce, que profesó un antinacionalismo (irlandés) que trasladó a su visión del mundo y de los hombres. Hasta Proust salió de su cuarto acolchado en defensa del soldado Dreyfus, vilipendiado por ser judío.
También se reivindicó a sí mismo Cercas al repudiar el endiosamiento del escritor, sin duda una de las costumbres más ridículas del mundo editorial. La inmortalidad literaria no consiste –dijo– en que otros recuerden tu nombre. Reside en la maravilla de que la gente que no lee tus libros sepan quienes son (en presente) tus personajes, como le sucede a Cervantes y a Shakespeare. “Lo mejor que puede ocurrirle a una obra literaria es convertirse en un bien mostrenco. La inmortalidad del escritor es el anonimato”. Cabría decir lo propio de los académicos: la gloria no es un esmoquin. Es la letra del alfabeto de la silla que ocupan.
Sobre el populismo literario, que Cercas distingue de la literatura popular, el autor de Soldados de salamina estuvo brillante. Bob Dylan, por supuesto, se merecía el Premio Nobel y, si fuera verdad el cuento de que un libro muy leído no puede ser bueno, entonces habría que enterrar a Kakfa y a Melville, cuyas novelas (ahora) se siguen leyendo con indudable gusto y entusiasmo. Tiene razón Cercas al decir que tan necio es darle la razón a los editores que creen que una obra literaria tiene calidad si se vende como coincidir con el elitismo de salón de cierta crítica literaria que condena lo que el vulgo, por decirlo con Lope de Vega, sanciona.
Así debe entenderse el elogio que Cercas dedicó al ejercicio de la “insustituible” crítica literaria, cuya misión es determinar qué libros son mejores y cuáles son peores sin dejarse llevar ni por el borreguismo de las mayorías ni por la aristocracia (clerical) de las minorías. “El público es una abstracción y los lectores son individuos concretos y distintos. Un escritor tiene que escribir lo que lleva en las entrañas. Un escritor no busca lectores, los crea”. La poética de Cercas ordena estas ideas en función de un principio superior, al que dedicó la parte más sustanciosa y memorable de su disertación: la capacidad de la literatura para expandir nuestro conocimiento de lo que somos como individuos y como especie.
“¿Existe algo que sea más útil?”, preguntaba el novelista, insistentemente, al auditorio de académicos y autoridades. Una literatura con vocación de salir de las catacumbas –explicó– no puede ser otra cosa más que un arte útil, siempre que descontemos el concepto burgués de utilidad (material). Las evidencias asisten a Cercas. Los libros son objeto todos los días de transacciones mercantiles. Se compran y se venden, pero, antes que estas dos cosas, se leen, se comentan y se comparten. Por eso son importantes y tienen un valor que difiere de su precio.
“¿Cómo va a ser inútil el arte para Wilde o Flaubert?”. El primero fue a la cárcel acusado de sodomía por lo que había escrito y el segundo se inmoló en busca de la frase perfecta. “La literatura siempre es útil”, insistía Cercas (sin hacer ahora de novelista, puesto que, según su propia tesis, un escritor no debe responder a preguntas, sino formularlas). Se acogió a las Pónticas de Ovidio, al Ars poetica de Horacio y hasta a una de las críticas (ilustradas) de Immanuel Kant para defender esa combinación de placer y conocimiento que vincula la escritura con la lectura. Autoridades aparte, el mensaje incluía una advertencia (paradójica) a quienes confunden escribir con difundir dogmas: “La literatura es útil siempre y cuando no se proponga serlo del mismo modo que la propaganda y la pedagogía”.
Cercas –sin citarlo– evocaba a Boecio. La literatura como consuelo ante un mal trance. Como un “bálsamo curativo” (Heidegger). Como “depósito de experiencia” (Alfonso Reyes). Como un arte en busca de una “verdad moral y universal” (Faulkner). Una forma de huir de la vida estrecha y ensanchar los horizontes personales. “La aventura de poder vivir una existencia acorde con nuestros sueños y nuestros deseos”. En efecto: nada hay más útil que la libertad de ser lo que cada uno de nosotros, igual que Alonso Quijano antes de convertirse en don Quijote, ambiciona.