José María Micó: "Todos los clásicos empezaron como escritores antisistema"
El filólogo, traductor y profesor barcelonés reúne en De Dante a Borges (Acantilado) una colección de brillantes ensayos donde analiza los autores y las obras que han formado parte de su biblioteca como académico y lector
18 enero, 2024 19:00Después de Clásicos vividos (Acantilado), libro que reunía ensayos en torno a aquellas obras y autores que, de una manera u otra, nos acompañan y nos permiten comprender el mundo -Ausias March, Juan Ramón Jiménez, Cervantes, Eugenio Montale o Rubén Darío– el filólogo, profesor y traductor José María Micó, que también es poeta y ha reunido sus versos en el libro Primeras voluntades, nos presenta De Dante a Borges (Acantilado). Se trata, insiste Micó, de un “canon personal” a la hora de definir este libro, donde reúne ensayos dedicados a los escritores y a las obras a los que ha consagrado su carrera como docente, y a los que ha dedicado muchas horas de análisis, traducción y estudio. De Dante a Borges es un recorrido por la biblioteca de Micó que, tras traducir a la Comedia y Orlando furioso, ahora se encuentra corrigiendo su traducción de La Jerusalén liberada de Torquato Tasso.
-¿Qué es un libro clásico? En el prólogo de su libro afirma que son obras heterodoxas, en las que se cometieron errores que terminaron siendo aciertos.
-Y es así. Lo que sucede es que solemos asumir que, desde el momento que conforman el canon literario, los clásicos son la representación de la excelencia. De la excelencia en narrativa, poesía o en teatro… No es así. Asumimos también que los clásicos son representativos de una determinada época o de un determinado estilo, pero más bien sucede lo contrario. Por lo general, todas las obras que consideramos clásicas son obras que, en el momento en el que fueron escritas y publicadas, fueron tachadas de raras y extemporáneas. Los clásicos son obras escritas por voluntad del autor en contra de la voluntad de todos los demás e, incluso, oponiéndose abiertamente al consenso del medio literario. Este es el caso del Quijote. Los clásicos, en este sentido, son obras que, con el tiempo, se imponen por el talento de sus autores, pero que, al principio, fueron a la contra de la estética y de la mentalidad de su época. Los clásicos no son expresiones de su tiempo. Ni en la Edad Media, ni en el Siglo de Oro ni tampoco en el siglo XX. Son obras raras que lo único que representan es el talento de quien las compuso.
-Harold Bloom, al definir a los poetas fuertes, que son al final los únicos que se convierten en clásicos, hablaba de desviación: el poeta fuerte es que se desvía de la norma e impone una nueva.
–Exactamente. Esa es la idea. Y, como dice Bloom, el clásico es aquel que, con el transcurso del tiempo, termina imponiéndose y convirtiéndose en una referencia ineludible. Eso sí, el clásico nace siendo una obra antisistema o, por lo menos nace fuera del sistema: tanto la obra como su autor están fuera del sistema, si bien con el tiempo ambos terminan integrándose hasta el punto de ser el sistema y definir el canon.
-El concepto de canon ha sido muy discutido, sobre todo por cómo se constituye a quién deja fuera y cómo se dictamina qué obras deben estar y cuáles no.
-Es evidente de que estamos delante de un concepto incómodo, sobre todo se usa dogmáticamente. Yo he de decir que el concepto de canon que me gusta es el canon personal y, de hecho, con este libro y con Clásicos vividos lo que he intentado hacer es crear mi propio canon a partir de los autores que me gustan y a partir de los autores que he trabajado desde una perspectiva académica y crítica. No puedo decir que los autores que yo selecciono son los más importantes e insustituibles. Esta selección es tan válida como otra en tanto que es un canon personal. Esto es algo que debo reconocer y no puedo negar: en ese canon existe un factor de gusto personal.
Dicho esto, luego está el otro concepto de canon, el más habitual y el que sí resulta incómodo. Me refiero a la idea de canon planteada por Bloom en El canon occidental, que se publicó hace más de treinta años y provocó mucho debate. Hay que tener en cuenta que es un libro escrito como reacción a una tendencia que se ha ido imponiendo con más fuerza: la de reivindicar a los autores descuidados. Lógicamente había muchos autores y, sobre todo, autoras, por reivindicar puesto que un sistema arcaico de crítica había dejado a muchas fuera del canon. Sin embargo, también hay que decir que esta corriente de reivindicar cualquier obra y autor al margen ha tenido consecuencias contraproducentes o absurdas: no se puede reducir la importancia de Shakespeare hasta el punto de decir que es una porquería ni tampoco se trata de rescatar por rescatar a escritoras por el hecho de que no se conocían.
Hay que conservar la memoria de autores, estudiarlos y reivindicarlos independientemente de su tradición o su origen, pero en nombre de esto no se puede decir que Dante o Cervantes no valen nada. Señalo esto porque es importante entender en qué contexto escribió Bloom su canon y por qué se presentaba como una reacción a esa Escuela del Resentimiento, tal y como la denominada el propio Bloom. En mi opinión, El canon occidental fue en su momento un libro necesario, pero que tampoco escapa del gusto personal. No hay ningún capítulo dedicado a Petrarca y, si hay alguien que merece un capítulo en la historia de la literatura occidental, este es precisamente Petrarca.
-El elemento personal estaba muy presente por en el mero hecho de hablar del resentimiento para referirse a los estudios culturales o a la crítica feminista.
-No hay canon perfecto que guste a todo el mundo. Lo ideal sería construir un canon personal y compaginarlo con otro más general, sobre todo al explicar historia de la literatura.
-Para Bloom, Shakespeare está por encima de todos, escapando incluso a esa angustia de las influencia que teóricamente asaltaría a todos los autores.
-De hecho, Bloom escribió El canon occidental después de publicar un libro maravilloso que comenzaba con una pregunta más que elocuente: ¿Hay algo aparte de Shakespeare? Si se lo hubieran preguntado a Pound y a Eliot hubieran dicho que sí, pues ellos habrían colocado a Dante por encima de Shakespeare.
-Diría que usted también podría a Dante en primer lugar. A él le dedica la introducción, un capítulo y una lectura comparada con Góngora.
-Sin duda, para mí Dante ocupa un lugar esencial, por su obra y por su figura. Términos como escritor o intelectual no le definen por la época en la que vivió. Para definir a Dante diría que era el hombre de letras más importante de la Edad Media. Con la Comedia, acertó al escribir una obra que tiene una rara perfección. La Comedia ha atravesado los siglos por esta característica y se ha situado en la cima del canon. Después de él han sido muchos los que ha retomado sus temas o sus personajes…
-Usted relaciona la Comedia con la imagen de los muertos por COVID.
-Mi traducción de la Comedia salió en 2018. Cuando en el 2020 nos encerraron y comenzaron a verse esas imágenes de los fallecidos no pude no pensar en las representaciones que hizo Botticelli del Infierno de Dante. No es una relación extremadamente sofisticada, más bien inevitable: basta ver las ilustraciones de Botticelli y las fotos de los ataúdes en el Palacio de Hielo de Madrid para establecer la asociación.
-Tiene que ver también con esa de actualización constante de los clásicos a la que aludía Italo Calvino: son clásicos porque nos hablan del presente.
-Absolutamente. Los clásicos son aquellas obras que hablan de realidades y cuestiones eternas, que están siempre de actualidad y que no se circunscriben a un determinado momento histórico. Nos permiten explicar las escenas nuevas y aparentemente desconocidas de nuestro tiempo.
-Si hablamos de pandemia resulta difícil no pensar en otro clásico italiano: el Decamerón de Boccaccio.
-Sin duda. Nos evoca la muerte de la Laura de Petrarca. Fueron muchos los que, por entonces, perdían su vida por culpa de la peste.
-Antes definía este libro como un canon personal. Llama la atención que en su canon solo haya dos autores del siglo XX: Rubén Darío y Borges.
-No es que no me guste la literatura contemporánea, al contrario. Siempre he leído mucha literatura contemporánea, sobre todo novela hispanoamericana. Es cierto que últimamente no estoy tan pendiente de lo que se escribe ahora, en parte porque es muy complicado seguir la actualidad literaria. Por lo que se refiere al canon, el problema es que, en mi opinión, todavía es pronto para hablar de clásicos del siglo XX. Obviamente están Borges, Kafka, Joyce, un autor, que, sin embargo, sigue despertando recelo entre algunos lectores que afirman ser incapaces de leerlo o muestran desinterés hacia su obra. Y piensa en Borges: fue un desconocido hasta casi los sesenta años. Luego, es cierto, se convirtió en un referente, en ese gran autor que siempre fue y que en cierta medida representa el siglo XX. No sé cuántos lectores tendrá Borges. ¿Muchos? No creo. Una obra se convierte en clásico cuando vence al paso del tiempo y también a la muerte de su autor. Y, en este sentido, salvo alguna excepción, el siglo XX todavía es demasiado cercano para poder encontrar en él clásicos.
-Si hablamos de cercanía temporal, Borges murió en 1986, es decir hace menos de cuarenta años.
-Es cierto, solo que Borges tiene una particularidad: era un hombre de letras como lo era Dante. Tenía una relación con la tradición literaria que le dotaba, por así decirlo, de una actitud clásica. De ahí que, haciendo en parte una excepción, yo lo defina como clásico. Nació en cierta medida siendo ya clásico. Escribía como un clásico y dialogaba con los clásicos. Mo podemos olvidar que su literatura es de una calidad incontestable. Seguramente esto que señalo valdría también en parte para Joyce. Hablamos de autores y tendríamos que hablar de obras. Me explico: en un artículo mío de hace algún tiempo aludía a la pregunta de Calvino: ¿por qué leer los clásicos? Al enviar el artículo, me corrigieron esta formulación añadiendo una a, pero leer a los clásicos no es lo mismo que leer los clásicos. Calvino dice que hay que leer los clásicos, es decir, que hay que leer los libros clásicos, no a los autores clásicos. Es una distinción importante porque, primero, acepta la opción de que haya un clásico sin autor conocido. Este es el caso del Lazarillo de Tormes. También nos recuerda que un autor puede tener una obra que se convierta en clásico, pero no así el resto de su producción.Por ejemplo, García Márquez y Cien años de soledad. Quizás este sea nuestro último libro clásico, puesto que supuso una revolución dentro del mundo literario y editorial y se convirtió en un emblema de la literatura latinoamericana.
-Los clásicos también pueden convertirse en una especie de losa: me he encontrado con autores hispanoamericanos actuales que están hartos de que en cualquier conversación aparezca García Márquez o el realismo mágico como influencia ineludible.
-Este es el problema de los clásicos: acaban pesando tanto que determinan la literatura de su país. Borges es un perfecto ejemplo: en Argentina no se pudo, durante mucho tiempo, hablar de literatura sin citar a Borges, y cualquier nuevo autor se relacionaba con él por afinidad o por oposición. Además, los clásicos terminan pesando tanto que no se tiene en cuenta el gusto personal, no se entiende que puede haber lectores a los que nos le guste Borges. Puede ser, como puede ser que haya gente que prefiera la poesía de Elvira Sastre antes que la de Juan Ramón Jiménez. Puede sorprender, pero es así.
-Hablando de poesía: usted reivindica al Borges poeta.
-A nivel popular, evidentemente, los cuentos son la obra más conocida de Borges, pero a mí me encanta el Borges poeta. Admiro su capacidad mnemotécnica y para componer sonetos tan perfectos y extraordinarios. Evidentemente, la suya es una poesía muy tradicional, poco innovadora, todo lo contrario que sus cuentos, con los que revolucionó la literatura en español. Su poesía es, en ocasiones, incómodamente tradicional; algunos de sus poemas habrían podido ser escritos por Quevedo. Pero esto no es malo. Además, hay cosas curiosas: él, que era tan anglófilo, empezó escribiendo sonetos a la italiana y a la española, aunque luego se pasara al soneto inglés. Y en sus sonetos isabelinos encontramos pareados llenos de ripios y de rimas fáciles, pero que son extraordinarios, demoledores, de una perfección y de una expresividad muy grandes.
-El soneto es una forma poética que llega hasta el siglo XX, en parte gracias a Petrarca…
-Es una forma métrica que que se inventó un italiano, Giacomo D'Alentini. En Petrarca, efectivamente, el soneto adquiere mucha importancia. De su mano se convierte en la gran forma poética que, en el siglo XX, seduce a poetas como Blas de Otero, Rubén Darío y, evidentemente, Borges.
-Petrarca además es clave porque es el padre de la subjetividad moderna, sobre todo en relación a la experiencia amorosa.
-Si duda. Ahí están sus análisis sobre el sentimiento amoroso hacia Laura. Pero, además, Petrarca es muy importante porque, a diferencia de quienes lo precedieron, tiene una idea muy contemporánea de lo que es un libro de poemas. No piensa el Canzioniere como una colección de poemas. Su obra nada tiene que ver con las colecciones trovadorescas o con las rimas sueltas de Dante. Petrarca concibió un libro unitario. El Canzoniere es el primer libro moderno de poesía. Hasta entonces los libros o eran colecciones -de epigramas, de sátiras, de epístolas, de elegías – o eran grandes poemas épicos como la Eneida. La idea de libro que propone Petrarca con el Canzoniere influyó no solo a nivel temático, sino también estructural a las obras que vinieron después.
-Debo decirle que echo de menos un capítulo sobre Leopardi.
-Tienes razón. Leopardi es un poeta inmenso que, además, aquí habría funcionado muy bien en cuanto que es el nexo entre Petrarca y el siglo XX. Por lo que se refiere a la subjetividad moderna, su poesía ha marcado a los autores que vinieron después.
-Usted dedica un capítulo a Dante y a Góngora, proponiendo una lectura comparada entre estos dos autores tan distintos.
-Quiero pensar que este capítulo no es simplemente un capricho mío. Durante mucho tiempo trabajé sobre Góngora y su obra. Fue antes de pasar a trabajar sobre Dante. Quevedo, probablemente, tendría alguna noticia de la Comedia, pues tiene algún pasaje infernal que nos lo hace deducir. Es curioso: entonces Dante no era ni tan conocido ni tan apreciado como lo sería después o lo había sido antes. Sin embargo, para Góngora, Dante era un completo extraño. No era Virgilio, no era Claudiano, no era Propercio… no era un autor que pudiera interesarle. Lo llamativo es que la reacción que hubo contra Dante y contra Góngora fueron muy similares. Las críticas que recibieron fueron más o menos las mismas: se les criticaba el uso de neologismos, de palabras raras, de metáforas extrañas, de mezclar estilos, de confundir los géneros…
-Sin ser una experta, me da la impresión de que Góngora es un poeta más oscuro que Dante, más difícil de comprender al menos desde la mera literalidad.
-Sí, es más complejo y también más oscuro. La lengua de Dante también podría ser compleja, pero su carácter novelesco y narrativo hacen más accesible la Comedia. No deja de ser un relato que Dante quiere hacer transparente en términos de simple literalidad. Hay una voluntad comunicativa que en Góngora no existe: la estética de Góngora se basa en la ocultación. De ahí que exija un esfuerzo al lector que Dante no exige. Si uno comprende el sentido literal, es muy difícil comprender el sentido simbólico, metafórico. Esto es lo que sucede, todavía hoy, con Góngora, que sigue siendo para nosotros un poeta de extraordinaria complejidad. Tiene pasajes muy difíciles, pero que suponen un desafío. Algo similar sucede con Juan Ramón Jiménez: hay un Juan Ramón Jiménez cursi, el de los primeros libros, pero también hay un poeta extraordinario y de gran complejidad. Aunque sean muy distintos, leyendo a Juan Ramón, como leyendo a Góngora, uno se da cuenta que detrás de esos poemas hay una mente poética. Incluso los poemas aparentemente más sencillos, Mientras competir por tu cabello, escrito por un Góngora veinteañero, está lleno de subtextos, alusiones a Garcilaso y a Bernardo Tasso, y consigue superar todos esos modelos.
-Hablando de autores italianos: usted dedica un capítulo a Ariosto
-Traducir Orlando furioso fue una experiencia extraordinaria. Son 40.000 versos a lo largo de los cuales te encuentras momentos de enorme altura poética. En el ámbito de los clásicos es un texto muy interesante. Entre Ariosto y Cervantes se produce el gran cambio: en la época de Ariosto, la poesía era el gran género. De ahí que se escribieran novelas en verso, como hizo Ariosto con el Orlando, que se convirtió en uno de los modelos principales de Cervantes,el primero que, en lugar de escribir un largo poema épico en verso, optó la prosa convencional.
-Su libro se cierra con un ensayo sobre Rubén Darío…
-Para mí uno de los grandes renovadores de la lengua poética, junto a Góngora. Ningún poeta ha intervenido tan profundamente en la poesía en español como lo hicieron Góngora y Rubén Darío. Esto no quiere decir que sean los mejores. Hay poemas de Quevedo extraordinarios, poemas de Garcilaso extraordinarios y poemas de Lope extraordinarios, si bien a Lope lo tenemos excesivamente encasillado como dramaturgo. Su poesía, sin embargo, es magnífica, de una modernidad, una autenticidad y una simplicidad, en el mejor sentido de la palabra, que merece ser reivindicada. Lo que sucede es que Góngora quiso cambiar el lenguaje poético y llevó a cabo una renovación de la que no somos conscientes. Hoy utilizamos términos que Góngora incluyó por primera vez en la poesía. Él fue el primero en utilizar el término joven, pues antes se habla de mozo o mancebo. Cuando lo utilizó, muchos se llevaron las manos a la cabeza, pero el tiempo le ha dado la razón.
-Para terminar, ¿qué poetas contemporáneos le interesan o con cuáles siente mayor afinidad?
-No conozco a todos los poetas actuales y creo que hay que dar tiempo a los jóvenes antes de consagrarlos; es decir, hay que dejarles demostrar su valía como poetas. Dicho esto, si me preguntas sobre poetas actuales que para mí son más relevantes, me gusta citar siempre José Ramón Ripoll, a Luis García Montero, a Jordi Doce y a Carlos Marzal, si bien son muy distintos entre sí. Es imprescindible mencionar a Pere Gimferrer, que se merece todos los reconocimientos que se le puedan dar. A estos nombres, añadiría dos más: Aurora Luque y José Luis Rey, bastante próximo en letra y espíritu a Gimferrer.