Nostalgia de los días horribles
Hay hechos que conmueven, lecturas como la novela 'El capitán Conan', de Vercel, o el encuentro entre Borges y Jünger con una mención espacial a Joseph Roth
14 octubre, 2023 21:09Los dos domingos anteriores, días 1 y 8 de este mes, les comenté aquí y aquí el ensayo de William Broyles jr. sobre el tema de Por qué los hombres aman la guerra y resumí los diez motivos de un afecto tan torcido y extraño, diríase que antinatural, que creo que no son difíciles de entender. También podemos entender que después, reincorporado a la vida en régimen de paz, al guerrero le cueste adaptarse a una existencia de menor intensidad experiencial y sienta nostalgia de los días horribles.
Es exactamente lo que le pasa a los veteranos que combatieron a las órdenes del “Capitán Conan”, y al mismo Conan, el protagonista de la novela con la que Roger Vercel (1894-1957) obtuvo el premio Goncourt en 1934. “Vercel” fue primero un seudónimo, luego administrativamente legalizado, de manera que los hijos de Roger, Simone y Jean, respectivamente escritora y pintor, ya se llaman también Vercel. Por cierto que su padre hizo bien en cambiar de apellido, porque el original era nada menos que Cretin.
El capitán Conan es una novela estupenda, de trama bien construida, de ritmo rápido, de lenguaje llano, que con tanta solvencia explica la acción bélica como el conflicto moral. Aquí la publicó ed. Inédita.
La adaptó al cine muy bien Bertrand Tavernier (1941-2021) que sobresalía en las películas de temática de guerra, teniendo como co-guionista, tanto en Conan como en su obra maestra, La vida y nada más, a Jean Cosmos (1923-2014) (precioso alias que en realidad tapa otro apellido más prosaico). Cuando trabajaba sin Cosmos, Tavernier no era tan buen cineasta.
La novela de Vercel, y la película de Tavernier, cuentan cómo Conan, capitán de los Cazadores Alpinos franceses, al mando de un cuerpo especial de asalto, libra batallas terroríficas, hombre a hombre, durante la primera guerra mundial, en los frentes de Bulgaria y Rumanía, desplegando un valor y una resolución tan heroicas como brutales. Al final de la novela, en el último capítulo, ambientado unos años después de la guerra, el narrador, ahora prestigioso abogado, Norbert (alter ego de Vercel), que estuvo allí y lo vio todo, va a visitar a su antiguo camarada en su pueblo de la Bretaña.
Y encuentra al héroe convertido en un pequeño comerciante, con la salud y la moral arruinadas, incapaz de integrarse en la paz, resentido, amargado, sintiéndose injustamente postergado por el Estado y por la vida. Y todos los de su grupo que sobrevivieron a la guerra están, cada uno en su pueblo o su ciudad igual: alcoholizados, inadaptados, suicidas. ¡Todos los héroes de guerra se ven reducidos, en la paz, a piltrafas, a residuos!
Esto también lo entendemos muy bien. Por más que a la hora de la verdad demostrasen tener los nervios de acero, no todos los veteranos pueden proseguir, después de superar el gran desafío, con la imperturbable disposición apolínea de Ernst Junger, autor, según Julien Gracq, del más bello libro de guerra de la historia, Tempestades de acero.
EL GRAN ENCUENTRO
Cuando el joven Borges leyó este testimonio de la guerra de trincheras en la primera guerra mundial sintió en su alma “la erupción de un volcán”. Durante las siguientes décadas el escritor argentino iría dedicando poemas que manifiestan su admiración a militares valientes. A su abuelo le levanta el monumento de su famoso soneto Alusión a la muerte del coronel Francisco Borges, soneto que, por cierto, analiza con gran penetración y conocimiento José María Micó en su reciente, estimulante conjunto de ensayos De Dante a Borges, ed. Acantilado.
El pareado final es revelador: “Alto lo dejo en su épico universo / y casi no tocado por el verso”. En muchas otras composiciones manifiesta Borges la admiración por el hombre que, como su abuelo, se juega la vida en el combate. Mejor aún si la pierde así. Tenía la nostalgia del valor, del peligro. Le parecía muy superior el destino del militar al del escritor. Pero ese belicismo intelectual y admiración por el valor físico se le fueron enfriando con el paso del tiempo.
En este sentido destaca otro poema de sus últimos años, una composición de arte menor, Milonga del infiel, acerca de un estólido indio pampa, muerto en la guerra que el ejército de la República Argentina libró en los años 1878-1885 contra las tribus indígenas para arrebatarles sus tierras, so pretexto de que eran levantiscos y de vez en cuando mataban a algunos granjeros. Esas guerras fueron un genocidio, pero ellos las llamaron bombásticamente “La conquista del desierto”. ¿Le suena al lector de algo esta historia? Claro que sí. Siempre es lo mismo. Las grandes palabras para revestir los hechos crueles.
Al describir al indio señala Borges que “había en su toldo una lanza / que afilaba con esmero; / de poco sirve una lanza / contra el fusil ventajero.”
Luego en las siguientes estrofas pinta al indio con todo lujo de detalles, entrando en una casa, asombrándose de ver por primera vez un catre “y otras lindezas”, pero no de ver su propio rostro reflejado en un espejo, porque ni siquiera comprende que ese reflejo es él mismo, y no otro indio.
Y concluye la Milonga así: “Tampoco lo asombraría / saberse vencido y muerto: / A su historia la llamamos / la conquista del desierto”. La ternura o simpatía tácita con que acaba de describir al “infiel” acentúa el sarcasmo del último verso, y el escepticismo del poeta anciano hacia lo que el poeta joven había admirado.
En 1982, a Borges lo invitaron a pasar unos días en Alemania y le preguntaron si tenía algún deseo especial, algo o alguien a quien quisiera que le presentasen. Pidió dos cosas: “Conocer en persona a Ernst Jünger y ver la casa natal de Heine”. A la casa de Heine lo llevaron, y pudo tocar las paredes, pero no verla, porque estaba ciego. También lo llevaron a Wilflingen, donde Jünger vivía, en la suntuosa casa del guardabosques de los Von Stauffenberg, que lo tenían hospedado allí desde 1959. Hablaron, un poco en alemán, otro poco en español, francés e inglés, de esto y de lo otro, y no queda constancia de que dijesen cosas trascendentales e inéditas, pero eso es lo de menos, lo bonito es el mismo hecho de la cita, de que se encontrasen dos grandes escritores de vida tan diferente. Sobre la histórica visita del escritor argentino de 83 al escritor alemán de 87, hay relatos detallados en la red, entre ellos el del periodista Ricardo Bada.
Me gusta especialmente, en el relato de Bada sobre esa visita, un detalle lateral que reproduzco a continuación:
“Días atrás” dice Bada, “había encontrado por casualidad, en la correspondencia de Joseph Roth, una frase en la que Roth se refiere a Jünger en una carta a Klaus Mann. Tuve la precaución de anotarla y ahora se la leo a Jünger: ‘Se equivoca si cree que Jünger tiene alguna influencia en Alemania; con independencia de todo lo que desde mi punto de vista pudiera decirse de él, es alguien tan honrado, tan humano, que la gente siente en Alemania una profunda desconfianza frente a ese hombre’".
“Jünger comenta visiblemente satisfecho: ‘No conocía esa cita, pero es sumamente halagüeña. Me acuerdo de haberme visto con Roth una vez en una cena que dio el escritor rumano Valeriu Marcu, y después salimos a pasear por la Ku’Damm [en Berlín] y Roth me habló durante media hora muy melancólicamente acerca de las cosas que veía que se avecinaban, entonces yo no lo veía de un modo tan trágico, pero por desgracia se confirmó todo lo que él pensaba, y de una manera mucho más espantosa todavía. Que Roth y yo teníamos que tener opiniones políticas distintas es algo evidente, pero ¿por qué no se debería conversar con gente de opiniones políticas distintas? Él, al menos, si pienso en la cita que acaba de leerme, pensaba en eso como yo”.
¿No es maravillosa esa inesperada reaparición póstuma de Joseph Roth, de su fantasma, de su recuerdo, en casa de Jünger, en presencia de Borges? Realza el cordial encuentro entre dos mitos de la literatura, lo eleva al nivel de lo sublime y de lo realmente conmovedor.